Es tan obvio que incluso avergüenza echar mano de ello. Pero es lo que hay: 'Ghost In The Shell - El alma de la máquina' es una "máquina" que carece de "alma". Esto es, una película tan en apariencia correcta que su montaje podría haberse dejado en manos del superordenador IBM Watson. El ser humano es un cúmulo de emociones, y precisamente esto es lo que le falta a la adaptación norteamericana del manga de Masamune Shirow, emoción.

Esa misma emoción que, como seres humanos que somos, es tan fundamental para nuestras vidas como para modelar nuestras opiniones. La emoción, tan importante o más que nuestras experiencias o conocimientos previos. Por ejemplo, para con la mencionada obra de Masamune Shirow o sus diversos derivados, en mi caso como si fuera tan irrelevante como para serlo. En la práctica, no más que un lejano eco de algo que no ha dejado huella en ti.

Da un poco lo mismo, que da un poco igual. Aún liberado de la posible presión que supone toda comparación, este 'Ghost in the Shell' no se aleja apenas de un recuerdo más o menos presente. En nuestra cabeza, pero posiblemente también en nuestro corazón. El de una especie de versión 2.0 de una historia que nos suena que ya nos han contado, de una película que juraríamos haber votado ya en IMDb. De ese algo que tenemos en la punta de la lengua.

Por un lado, demasiado apego por el material original; por otro lado, demasiado respeto por lo que pueda pensar el fan. Y en general, claro exponente de la poca valentía de una industria sobreexpuesta cuya vocación reside en los números, y no en las letras. O si lo prefieren, en nadar y guardar la ropa. Una condición técnica magnífica, impoluta, fruto de la resolución de una operación matemática apta para una mayoría, propicia para una minoría.

No hay nada memorable en este 'Ghost in the Shell', esa es la realidad. Nada que destaque, que descoloque, nada fuera de tono o que nos sorprenda. Ni una gran escena, ni una gran actuación. Tampoco lo hay en el mal sentido, no necesariamente en una de esas lujosas producciones hollywoodienses a las que no les gustan las sorpresas que si bien se nota se han hecho con mimo, también se han hecho con un enorme cuidado y precaución.

O cuando el público se convierte en el causante de tu miedo. Rupert Sanders y Scarlett Johansson exponen su talante pero no le imprimen ni genio ni carácter. Así el envoltorio nunca va a más, ni a menos en un trayecto donde los tópicos reflejan su falta de ambición. La de una producción de elegancia acomplejada que no siente su belleza como propia, como si fuera la conciencia de un cuerpo que debe devolverse al final de cada jornada en perfecto estado.

Por Juan Pairet Iglesias
@Wanchopex