'Aquellos que desean mi muerte' - A la cara
'Aquellos que desean mi muerte' me ha recordado la existencia de 'Tormenta de fuego', película que en 1998 protagonizó Howie Long, ex jugador de fútbol americano que amagó con una carrera cinematográfica, a la postre muy breve. Tal vez le recordéis siendo expulsado de un tren por Christian Slater en 'Broken Arrow: Alarma nuclear'. Tal vez. 'Tormenta de fuego' era lo que se dice una película de acción, y no más que "de acción" a lo barato y muy del montón en la que un bombero tenía que hacer de John McClane durante un imponente incendio forestal.
Si no la han visto no se preocupen, no se pierden nada. Carnaza para aquello a lo que llamaban "videoclub".
Y si tampoco vieran 'Aquellos que desean mi muerte', en realidad, tampoco pasaría nada. Viene a ser más de lo mismo, y el mismo tipo de película que aquella: Una de acción, dicho sea así, sin más... pero eso sí, bien hecha. Bastante bien hecha, de hecho. Para empezar, su protagonista es Angelina Jolie y no un saco de músculos, y además está rodeada de actores tan solventes como Jon Bernthal, Nicholas Hoult, Aidan Gillen o el joven Finn Little, quien se permite el lujo de llamarle amargada y flaca a la Jolie en su puta cara. Con un par.
Una Jolie que interpreta a una bombera traumatizada -cómo no- a la que el destino le da una oportunidad de redimirse. Sobre el papel, nada nuevo; sobre la pantalla a efectos prácticos, tampoco. 'Aquellos que desean mi muerte' no destaca precisamente por su originalidad, como en realidad no lo hacen la mayoría de las películas por más que, en beneficio de la causa, hagamos como que no somos conscientes de ello. Desde luego no tanto como Taylor Sheridan, cineasta muy consciente de la dirección en la que sopla el viento.
Y 'Aquellos que desean mi muerte' no es la excepción. Un más que modélico thriller de suspense, que se ajusta como un guante a sus necesidades y que funciona tan bien como para ignorar con gusto según que cosas en apariencia, más propias del cine que de la realidad. Un thriller que ofrece exactamente lo que cabe esperar, en apenas 100 minutos y en los que sin prisa pero sin pausa no hay escena que no sume a un propósito tan noble como a la vez, y sobre todo, tan honesto. Es lo que es, con amor propio, dignidad y buena letra.
Una notable versión de la película que parece y es donde a pesar de su sencillez y concisión, todo lo relevante queda de sobra definido. Sheridan muestra su inteligencia como narrador al discriminar información superflua y aprovechar la experiencia del espectador como tal para ir a degüello, pero sin sacrificar ni la solidez ni la coherencia de una propuesta altamente efectiva y para nada gratuita. Una película pragmática y muy convincente que por encima de todo, se respeta tanto a sí misma como al espectador al que se dirige (a la cara).
Por Juan Pairet Iglesias
@Wanchopex