''Living is easy with eyes closed''; o como decimos aquí, ''Lívin is ísi uíz áis clóuset''; traducido, ''Vivir es fácil con los ojos cerrados''. Así sonaban los primeros compases de ''Strawberry Fields Forever'', sin duda uno de los temas más inmortales de los Beattles, y así termina la última película de David Trueba, cuya primera escena está presidida por las primeras estrofas de otra de los de Liverpool: ''Help''.
Parece redondo, y bien pensado, efectivamente, lo es. Pero, ¿y si nos detenemos a estudiar el proceso creativo de la primera canción citada? Nos topamos con una historia casi increíble. Durante los meses de setiembre y octubre de 1966, John Lennon se encontraba en el que por aquel entonces (?), y con el permiso de los spaghetti-western, podía considerarse como el más recóndito agujero del ojete del mundo.
En la desértica Almería, el ídolo de masas se tostaba al sol, rodaba una película junto a Richard Lester, se ponía hasta las cejas de LSD y marihuana... y empezaba a dar forma a la que no tardaría en convertirse en una de sus composiciones más célebres. Antes, un profesor de inglés, en un humilde colegio de Albacete, enseñaba a sus queridos pupilos una extraña lengua extranjera utilizando como base las letras de su grupo de música favorito. Cuando este
enrollado santo se enteró de todo lo que estaba moviendo el rodaje de 'Cómo gané la guerra', empezó a elaborar una intrincada excusa para concederse unos días libres que dedicaría a la caza de uno de sus profetas. Tenía un importantísimo mensaje que entregarle. Mientras, una joven de 20 años decidió
huir de la reclusión a la que su familia -y la sociedad- la había confinado. Y mientras, un adolescente de 16 años dijo basta y abandonó el ambiente opresivo de su hogar.
Después de llevarnos al ''Madrid de 1987'', David Trueba hace retroceder más el contador de la máquina del tiempo. Hasta la revolucionaria y desinhibida (por mucho que algunos se opusieran) segunda mitad de la década de los sesenta, para ser más exactos, aquella época que ni él, ni muchos de nosotros, pudimos vivir, pero cuya influencia, afortunadamente, se hizo notar con el paso del tiempo. Es comprensible adoptar, ante dicho panorama, un
posado nostálgico, no en su versión melancólica, sino en la más optimista. En la más alegremente reivindicativa, podría decirse. Todo esto es cierto, pero también lo es el que el efecto distorsionador del recuerdo (hablamos de la memoria selectiva) no debería borrar las sombras que, no hay que olvidarlo, también poblaron -y de qué manera- aquel lugar y tiempo que ahora parecen propiedad exclusiva de la lógica mitológica.
Trueba tiene esto último en cuenta... la lástima (o no, ahí la película está en manos del gusto del consumidor) es que lo lleva hasta las últimas consecuencias. 'Vivir es fácil con los ojos cerrados', para bien o para mal, atestigua en todo momento la mano de su autor, un cineasta con una capacidad abrumadora para crear
encontrar y explotar la esencia de lo memorable... pero con excesiva tendencia a acomodarse en ello. El encanto, que sin duda lo hay (y mucho) corre el riesgo de diluirse en su propia abundancia, no se sabe bien si por el síndrome de ''gustarse-demasiado'' (narcicismo, vaya), o por no saber encontrar la cordura de la realidad en medio de tanta fantasía. Y es que a pesar de que el filme pueda valorarse también como crónica de un país (de un mundo, si se prefiere) con preocupante tendencia a repetir sus errores (véase, por ejemplo, tratar la juventud como si de la más letal y contagiosa de las enfermedades se tratase), la verdad es que en este sentido cuesta horrores tomárselo en serio.
Todo discurre, como se ha insinuado antes,
en la más increíble mitología. Javier Cámara (estupendo, como casi siempre) encarna a un profesor que ya hubiéramos querido todos tenerlo como corrector de nuestros exámenes... si no fuera totalmente descabellado esperar que un personaje tan exageradamente ficticio se manifestara en nuestra -habitualmente- mediocre existencia. El resto de actores, igualmente entonados (a excepción de un Francesc Colomer que sigue encorsetado en el clásico encorsetamiento del debutante), dan vida a sus respectivas
metralletas de frases lapidarias, gestos que permanecen en la memoria y acciones dignas de ser posteriormente comentadas una y otra vez. Tras un primer sondeo, nada que objetar, mucho menos cuando el producto funciona tan bien a la hora de descubrirse como un
inteligente y sobre todo placentero cuento de hadas. La incomodidad surge a la hora de analizar la idoneidad de las segundas lecturas en un relato con una naturaleza tan marcada de pasatiempo de lujo (''Feel Good Movies'', las llaman algunos). Para entendernos, es como si a David Trueba, después de lo redonda que le ha quedado la idea original, le costara horrores hacer cuadrar el fondo.
Como si su tan característica y entrañable humanidad no pudiera aplicarse a género reconocible alguno.
Nota:
6 / 10
por Víctor Esquirol Molinas