Se apagan las luces de la sala y los pocos rezagados que pululaban por el teatro se apresuran -ahora sí- a tomar asiento. Uno carraspea; otro tose y en pocos segundos se ha instalado en la platea una sinfonía a base de fastidiosos sonidos guturales. La orquesta deja de tocar en el mismo momento en que se enciende un foco y permite ver que en el escenario hay dispuestos un taburete elevado, un micrófono con soporte y una mesita en la que hay un vaso de agua. El fondo está coloreado, como manda el dogma, con el rojo de un muro de ladrillos. (Qué pereza). Suenan ahora una gráciles notas percutidas en lo que seguramente es una batería y aparece en escena un graciosillo -se supone- que da un sorbo al mencionado vaso, mira a la audiencia que tiene enfrente y esboza una leve sonrisa. Primeros síntomas de aprobación entre el público.
El presunto humorista se acerca al micro, dice: ''La suegra...'' y calla. Primera carcajada entusiasta en el club. Aquí se ha venido a reír. Cueste lo que cueste y sin importar el material ofrecido. No importa si éste ha sido empleado infinitas veces antes. Es más, si la excusa para el monólogo de turno es el más sobado de los tópicos, todavía mejor. De modo que ''La suegra...'', ''Mi patética vida sexual...'', ''La diferencia entre hombres y mujeres es...'' o ''Le soy infiel a mi novia...'' son solo algunas de las mejores entradillas para ponerse el público en el bolsillo a las primeras de cambio. Con qué poco se ganan las batallas hoy en día. Ya que estamos, sería inmoral olvidarse de la impertérrita ''Acabo de cumplir la cuarentena...'' Con la crisis de los cuarenta topamos. Otra vez. Comentada por Judd Apatow. Otra vez. Lo compramos.
Lo hacemos porque, a pesar de que el tufillo a repetición sea uno de los rasgos más definitorios de la velada, también es cierto que no son pocos los humoristas que se han ganado muy dignamente la vida entonando siempre el mismo monólogo. Ejemplo: la última vez que un servidor tuvo el placer de ver al gran Pepe Rubianes, se rió a más no poder, a pesar de saberse de memoria el 90% de sus chistes. Moraleja: si el material es bueno y el humorista está entonado, adelante con las reposiciones que hagan falta. Volviendo al meollo, toca hablar, precisamente, de regresos. Vuelve Judd Apatow después del injusto batacazo de 'Hazme reír' (sobre la vida de un reputado y, en efecto, cuarentón humorista) y lo hace volviendo al leitmotiv que ha marcado buena parte de su carrera en el largometraje. Vuelve la crisis de los cuarenta... y en pie el público para aplaudir, vitorear el nombre del comediante y, faltaría más, estirar al máximo los músculos faciales con tal de lucir la más amplia y ''sincera'' de las sonrisas.
Asustan, y mucho, los primeros compases de 'Si fuera fácil' (otra incomprensible traducción marca de la casa del original 'This is 40'), spin-off de la deliciosa 'Lío embarazoso' (de nuevo, sin comentarios respecto a ''nuestro'' título). Surge el pesimismo porque observa uno a Apatow y no hay manera de que se le quite de encima la tan incómoda sensación de estar asistiendo a los prolegómenos del más odioso de los stand-up show, donde el en-teoría gurú de la comedia no puede ocultar su necesidad de la complicidad / triste predisposición para reírse por parte de la audiencia si no quiere que su numerito se hunda. Al grano: empieza la película y vemos a una feliz familia de la típica clase alta-media suburbial norteamericana celebrando el cumpleaños de la madre, quien se encarga de cubrir de un absurdo halo de misterio todo lo concerniente a su edad. Pero por mucho que lo oculte o que mienta al respecto, lleva tatuado en la frente (de esto se encarga el propio Apatow) un número que ha pasado de ser una broma enlatada a uno de los mayores traumas experimentables en la actualidad. Planteada la problemática, empieza el espectáculo.
Y lo hace de manera imprecisa; titubeante. No del todo incoherente, pero sí indigna en uno de los autores que con toda justicia puede considerarse como uno de los reinventores -reanimadores, si se prefiere- de la comedia estadounidense. Pero de lo que se trata aquí parece que es darle el poder a la cansina fórmula de ''El club de la comedia''. Tras una breve presentación de los personajes, el humorista tira de gastadísimo repertorio y hace que sus peones escupan un seguido de reflexiones (la mayoría de las cuales tocando temas ciertamente banales pero siempre con las dosis de picante imprescindibles para llegar a cotas cómicas mínimamente exigibles) planteadas con gracia pero con poco sentido de conjunto. El show divierte, pero pocos gags sobreviven a los caprichos de la memoria. Además, pasan los minutos y no se vislumbra con claridad ningún destino, en lo que por otra parte es la enésima constatación de que Apatow quizás se dé demasiada poca prisa en la formulación de sus tesis.
Afortunadamente esta sensación de deriva se disipa (como era de esperar y como se ha dicho, hay metraje de sobra para ello) cada vez más rápido. Al mismo tiempo, la maestría del autor sale a la superficie. El espectador impaciente -y con poca memoria- entona el mea culpa, porque, a poco que se repase el historial del director y guionista, salta a la vista que éste siempre se toma el tiempo que haga falta para que reluzca su verdadero encanto. No hay prisa, menos cuando el cineasta difícilmente decepciona a la hora de dejar latente la química que tiene con cada uno de los actores a los que dirige (sin ella no se entendería, por ejemplo, todo el encanto desplegado por Paul Rudd y Leslie Mann), mucho menos en la inteligente puesta en escena de su peculiar pero agradecido humor, tan moderno como excelso en su fluidez y que, como guinda para este pastel, nos ofrece, en la escena de la reunión con la directora del instituto, una de las más hilarantes perlas de la temporada, con su correspondiente blooper-cut de rigor. Así, las armas tragicómicas muestran de forma poco evidente pero contundente toda su potencia de fuego para alcanzar objetivos que van más allá de las risas más olvidables.
En el caso que ahora nos concierne, se trata de reflejar de forma implacable el alegre pero a la vez triste (como casi todo en el cine de Apatow) estado actual de una realidad que, por mucho que creyéramos inamovible, quizás esté al borde del colapso. Los temidos cuarenta llaman a la puerta, y con ellos la imposibilidad de negar una edad adulta que conlleva la aterradora carga de unas responsabilidades para las que parece que nadie nos preparó. No hay engaño (hablando de Livestrong...) o síndrome de Peter Pan que valga, lo mismo sucede con el desmadre de unas juergas que no hace más que reafirmar el carácter irreversible de una situación a la que cuesta horrores mirar a la cara. Apatow estampa en el patio de butacas una cada vez más absorbente historia que, sin darnos cuenta, reflexiona amarga y lúcidamente no solo sobre el drama de hacerse mayor, sino también sobre un mundo idílico que -ahí están los hechos- parece estar tocando a su fin. La muerte del núcleo familiar más edulcoradamente clásico y de los anhelos, de los más ensoñadores (como el de pretender que el rock de la old-school triunfe en la era Nicki Minaj) a los más terrenales (como el de atesorar en la memoria la epifanía colectiva vivida durante el final de LOST), se recubre del mainstream más placentero para convertirse en el desasosegante reflejo de las llamas que surgen de un mundo fantástico condenado a morir ahogado en su autoimpuesta y artificial opulencia. Para reírse -muy cínicamente- hasta caer de culo... o para llorar hasta dejar seco el organismo. Todo vale.
Nota:
7 / 10
Por Víctor Esquirol Molinas