Liverpool, agosto de 1976. Fergus, de cinco años, conoce a Frankie en su primer día de colegio, y a partir de ese momento se convertirán en amigos inseparables. De adolescentes, hacen novillos para irse a beber sidra en el transbordador del río Mersey, mientras sueñan con recorrer el mundo. Lo que Fergus no sabe es que su sueño se haría realidad como miembro altamente cualificado de las fuerzas especiales británicas SAS. Después de darse de baja en septiembre de 2004, Fergus convence a Frankie (que en ese momento era ex paracaidista) para que se uniera a su equipo de escolta y seguridad en Bagdad.
Por ''Route Irish'' se conoce a la carretera que va del aeropuerto de Bagdad a la llamada Zona Verde de la capital iraquí. Conecta las que en teoría son las áreas más seguras de toda la nación, aquellas en las cuales se orquesta la reconstrucción de un país sumido en el caos. Mientras se esté en una de ellas, supuestamente no hay que temer por nada. Sin embargo, y precisamente por esto, el trayecto de una a la otra es un auténtico infierno. Un caramelo al que los terroristas acuden en masa y con las peores intenciones. Por algo es oficialmente, la carretera más peligrosa de todo el mundo. El terreno ideal para, o bien frivolizar un poco y recibir un buen chute de adrenalina, o bien ponerse serio y documentar una realidad aterradora.
¿Adivina alguien qué ruta ha elegido Ken Loach para su nueva película? Efectivamente, la segunda; la única que conoce, o al menos aquella en la que se siente más a gusto. Hora pues para adoptar un posado serio, dejar las risas para otro rato y afilar el dedo acusador, que en esta ocasión hace una finta antes de apuntar a su verdadero objetivo. A saber, el detonante de la historia de 'Route Irish' es un accidente que tiene lugar en Irak, pero la fuente del mal está, cómo no, en occidente, que por decirlo claro, acaba comiéndose lo que ha estado cocinando a lo largo de estos últimos años de infames políticas imperialistas: un plato indigesto y de horrible sabor, cuya ingesta no desearíamos ni a nuestro peor enemigo.
Ken Loach sin embargo lo saca del recetario de los horrores, lo cocina a fuego lento y nos lo estampa en la cara, como a él le gusta hacer. Para que el que esté delante de la pantalla pase un mal rato, para crear conciencia... la respuesta queda en manos del espectador. Lo que no admite discusión es que, para bien o para mal, 'Route Irish' es la enésima evidencia de que el veterano Mr. Loach tieme tiene una fe inquebrantable hacia su manera de entender el cine. Deudor de la vieja, viejísima tradición documentalista británica, su ojo huye siempre de cualquier adorno o filigrana técnica para intentar mostrar la realidad tal como es, si es que esto es posible en el cine, incluso en cualquier tipo de arte.
De este modo, palabras como ''diversión'' y ''espectáculo'' quedan debajo de todo en el ranking de prioridades de dicho cineasta, que por convicción, lo empeña todo al poder de una historia, a ser posible con connotaciones de drama social, y que debe valerse por sí misma. En esta ocasión Loach ofrece no obstante algún que otro detalle a destacar, como la fijación en seguir parte de la historia a través de la omnipresente red de redes (ya es innegable, la revolución 2.0 ha pasado a jugar a todos los niveles un papel fundamental en nuestras vidas), o el poco miedo a introducir breves pero intensas escenas de acción, filmadas sin excesivas pretensiones, como era de esperar, pero con buen resultado.
El resto corre a cuenta de la casa, lo cual se traduce en lo de siempre: una ración para empacharse de cine-denuncia, camuflado eso sí bastante bien detrás de una trama con tintes detectivescos. Dándoselas de thriller, 'Route Irish' cojea ligeramente al no saber Loach resolver del todo bien alguno de los retos puntuales del guión, aunque a fin de cuentas sale ileso de lo que para él era una auténtica prueba de fuego. No debió suponerle tanto reto allanar el terreno para poner el dedo sobre la herida, que al fin y al cabo es esta su especialidad. En esta materia el mensaje es claro, quizás demasiado (aunque afortunadamente no obvio), pero no por ello menos interesante: la privatización de la guerra crea monstruos que para colmo de males no se quedan en el campo de batalla. ¿Castigo desproporcionado o justicia divina?
Nota:
5,4 / 10
Por Víctor Esquirol Molinas