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'Quiero ser italiano': Ramadán para principiantes

Vía El Séptimo Arte por 14 de agosto de 2012

En un mundo de apariencias, la imagen lo es todo, y si el sujeto que la ostenta tiene unos niveles de podredumbre que rivalizan con los de un yogur de hace diez años, ésta adquiere, si cabe, más importancia. La situación económica de los países acuciados por la crisis de la deuda, poco antes de que el sector financiero se pusiera a temblar; los políticos que se sientan en la banca de los acusados por un caso de presunta corrupción; los futbolistas en el inverno de sus carreras, con especial interés en dejarse la piel en las discotecas, más que en el terreno de juego, y que llegan cargados de promesas a un club de segunda fila... Todos ellos son casos en los que la fachada ha sido el único argumento para depositar confianza en ellos. La imagen que se nos vende es precisamente esto: imagen. Ya está. Puro humo. No hay nada detrás, pero de aquí a que se descubra la terrible verdad, siempre hay un periodo de maravilloso desenfreno.

Lo sabe muy bien (al menos la primera parte de la lección) el protagonista de ‘Quiero ser italiano’, un hombre cuyo ritual matutino consiste -antes de poner en marcha el piloto automático- en imitar minuciosamente la forma de vestir, hablar y gesticular de los italianos, pueblo por el que siente una devoción desaforada... a pesar de no pertenecer a él en el sentido estricto. Y es que Mourad Ben Saoud (AKA Dino Fabrizzi) es francés, con ascendencia directa algeriana. Eso sí, vive en Niza, distinguida ciudad de la Côte d’Azur cuya ubicación semi-fronteriza con el país transalpino obliga, por ejemplo, a los agentes que patrullan por sus bonitas calles, a atender al ciudadano tanto en francés como en italiano. El cacao mental está servido. Olivier Baroux, más que esquivarlo, se abalanza sobre él y celebra un auténtico banquete.

La digestión de éste marca el ritmo de una comedia con toques dramáticos sobre las crisis de identidad(es). La confluencia de frentes huracanados encarnada en el estado crítico tanto de las relaciones laborales, como sentimentales, como familiares (quizás las fuerzas más destructivas sobre la faz de la Tierra) ve potenciada su fuerza merced a una avalancha imparable de mentiras orquestadas por el protagonista que, como era de esperar, van tornándose paulatinamente en su contra. Así, el francés que se las da de italiano y que oculta a todo el mundo sus raíces, ve cómo su imperio de la farsa corre serio riesgo de colapso súbito cuando los astros parecen alinearse y pedirle al unísono que pase al siguiente nivel en el sentido del afianzamiento del compromiso, que es, como todos sabemos, una de las grandes quimeras de la sociedad contemporánea.

Lo que empezó siendo una clase de italiano para expertos se convierte poco a poco en una de islam para auténticos principiantes. Las circunstancias obligan a Mourad a hacer el ramadán por primera vez en su vida, justo en un momento en el que no puede permitirse ningún resbalón en ninguna de sus facetas. Este saco de nuevas obligaciones, o broma de mal gusto del destino, aparte de hacer que se sumen más ítems en este juego de malabares cada vez más complicado, destapará también diversas miserias de una sociedad en la que, desgraciadamente, siguen existiendo los prejuicios hacia lo extranjero; hacia lo que simplemente es diferente a lo establecido, prefiriéndose así premiar mucho antes las falsas apariencias. La buena noticia es que estos apuntes, si bien en determinadas ocasiones parecen estar introducidos a la fuerza, en ningún momento interfieren negativamente en las sensaciones de un conjunto que siempre se ve con agrado.

El desarrollo de los múltiples enredos de esta cinta del año 2010 (dato a tener en cuenta para comprender un poco mejor el estado del cine en nuestro país) es de manual, yendo de la mano a lo largo de la escalada en intensidad, tanto cómica como trágica, y dirigiéndose ambas hacia una catarsis tan previsible como, a fin de cuentas, coherente con el discurso de Baroux. El poco riesgo del conjunto no debe interpretarse como una actitud conformista, sino más bien como un gesto de sinceridad, al ser ‘Quiero ser italiano’ un filme que, a diferencia de su protagonista (muy correcto Kad Merad en el papel de embustero pluricultural), nunca pretende ocultar lo que es: un entretenimiento veraniego sin más pretensión que la de conseguir que el espectador pueda liberar tensiones mientras su cerebro se congela por el aire acondicionado de cualquier sala de cine.

Nota: 5,5 / 10

Por Víctor Esquirol Molinas

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