En aquel momento exacto, cuando sus manos tocaron por primera vez la cruz de Coronado, el joven Indiana Jones tenía -casi- toda la vida por delante.
No había manera humana de predecir su futuro, aunque ya existían antecedentes suficientes como para alimentar algunas previsiones que como se vería mucho más adelante, andarían más o menos acertadas. Por ejemplo, sus amigos (algunos pocos) percibían en él la madera de los más grandes aventureros, por esto le seguían hasta donde hiciera falta, sin tener en excesiva consideración los peligros que atraían sus aventuras, esperando a que algo gordo pasara y confiando en que al final del trayecto, una vez encontrada la X que marcaría la localización exacta del tesoro, podrían quedarse con una parte del botín. Estaban, sin embargo, los más pesimistas, entre los que se encontraban algunos profesores de escuela, que trataban (y no sin razón) de no sacarle jamás el ojo de encima, y, cómo no, su padre, desesperado al ver cómo la criatura no aprendía a contar (¡en griego clásico!) ni a patadas.
En aquel momento exacto, cuando por fin había quedado atrás el aire viciado de las peligrosas cuevas del desierto de Utah, y cuando (para variar) los malos venían pisándole los talones, el joven Indy se dio cuenta de que estaba solo; que su grupo de boy-scouts no se encontraba donde se suponía que debería estar. La conclusión era obvia:
''¡Todos se han perdido menos yo!'' Y así fue cómo el guionista Jeffrey Boam se topó, casi sin quererlo (y como casi siempre ha sucedido con los grandes descubrimientos), con una de las frases que mejor han sabido definir lo que significa pasar por
esa maravillosamente desesperante etapa vital en la que uno no sabe si sentirse joven o adulto. En su ópera prima,
Jan Ole Gerster nos habla precisamente de esta convulsión, a veces estruendosa; a veces silenciosa, por la que a todo el mundo le toca pasar.
En el momento exacto en que empieza la película, el joven
Niko Fischer ronda la treintena, es decir, tiene -casi- toda la vida por delante, no obstante, son cada vez menos las personas que apuestan por su futuro. Por hacer algo, se dedica a atravesar este túnel, que por cierto se le está atragantando mucho más de lo previsto. Incapaz de encontrar una carrera universitaria que dé sentido a su existencia (qué ingenuo...), cruza los dedos porque su adinerado padre no le corte el grifo del crédito. Apura, no por tic de posguerra, sino por pura necesidad, el cigarrillo que ha tenido que encender con la tostadora y se plantea muy seriamente el empezar a mendigar por una ración decente de cafeína. Deambula, además, por Berlín (esa ciudad
donde lo a priori inabarcable parece, de repente, ser algo minúsculo), del mismo modo en que lo hemos hecho el resto de ''impresentables parásitos'' que en alguna ocasión nos hemos dejado caer por ahí: subido en un vagón de metro, vigilando disimuladamente (pero con los cinco sentidos puestos en dicha labor) a que ningún revisor se cruce en su camino y empiece a pedirle billetes que por supuesto no ha validado (no digamos "comprado").
Se trata, volviendo a la esencia del problema (?), del
drama convertido, por pura lógica de buen observador, en tragicomedia humanista (es decir, en implacable ración de risas amargas). Se podría decir que 'Oh Boy' coge la excusa de una odisea urbana de apenas 24 horas de duración para centrarse en ese -durísimo- momento en el que analizamos en serio (para variar) aquello de "¡Todos se han perdido menos yo!". Después de su (micro)debut en el documental, Ole Gerster prueba suerte en la ficción con un
indie situado ligeramente por encima del mumblecore, y rebosante de referentes cuya propiedad parece exigir sin ningún tipo de complejo. El cineasta de Hagen mira hacia afuera y hace suyo el cóctel cultural que tiene en mente. El resultado, por supuesto, es
genuinamente berlinés (las noches en esta ciudad, a mis neuronas caídas en combate pongo por testigo, son exactamente como las describe)... e igualmente
espontáneo, certero, agudo y, claro, grave.
''¡Todos se han perdido menos yo! Porque no tengo ningún maldito título universitario con el que lavarme el ojete. Porque acaban de llamarme ''displicente'' en mi puta cara... y he tenido que buscar en el diccionario qué coño significa esto. Porque hace siglos que me quedé sin tinta para seguir ampliando la lista de desgraciados a la que le partiría, encantado, el careto. Porque los dioses conspiran para privarme de mi gasolina... ¡mi reino por una taza de café, joder!'' Como un running-gag del que no se puede escapar. Es
tan patético como gracioso. Jan Ole Gerster lo sabe y le saca el máximo jugo.
Entre el cariño y la burla más hiriente, se recrea, en jazzístico y elegante (cosas del blanco y negro bien empleado) bucle, en
el fracaso del outsider. Su anti-heroico Niko Fischer se va a topar con el desencanto de la edad adulta y con todos sus síntomas: la incomodidad / hostilidad de las relaciones sociales, la alergia a la responsabilidad, la necesidad enfermiza de tener siempre a punto un posible plan de fuga... y la constante pesadez de no saber qué demonios hacer con el factor diferencial. Maldita (o no) la duda...
y bendito (sí o sí) el reflejo que nos devuelven determinadas películas.
Nota:
7 / 10
Por Víctor Esquirol Molinas