Ha caído la noche, y preside el cielo la luna más grande y, claro, llena que se pueda imaginar. A pesar de los horarios, parece que en esta ciudad nadie quiera irse a dormir. Hace horas que el astro rey se ha despedido con su último rayo de luz. Hace horas que su lugar lo ha ocupado
un ejército de emisiones que llena ahora el cielo con unas voces que nos hablan sin cesar, y que cuantos más esfuerzos hacemos para silenciarlas, más fuerte resuenan en nuestro interior. El cacao mental es correspondido en las calles con un bullicio digno de la hora punta más crítica. Las autopistas van llenas, las luces artificiales impiden que veamos las estrellas y nos obligan a llevar gafas de sol. El ruido seguiría machacando a los ciudadanos, si no fuera porque éstos se han acostumbrado a su -engorrosa- compañía. Quién sabe si, a estas alturas, ya la necesitan para seguir respirando. Sea como fuere, el descanso es sin lugar a dudas la única rutina que ha dejado de practicarse.
Queda terminantemente prohibido mantener los ojos cerrados durante un periodo superior a dos segundos.
Tampoco se permite dejar de escuchar, o de oler, por mucho que la peste que emana de cualquier agujero de esta mega-urbe amenace con noquearnos ipso facto. Aunque pensándolo mejor, cualquier prohibición es absurda, pues una vez consolidada la revolución de las telecomunicaciones, está claro que será el mismo individuo el que vaya a buscar, cual poseso en pleno síndrome de abstinencia, cualquier estímulo que huela lo más mínimo a input neuronal, sensorial o mental.
Sin miedo a la saturación; mucho menos a la calidad del producto consumido. El cerebro, como era de esperar, acaba frito, y en estas circunstancias, no es de extrañar que sucedan accidentes. El zoom del zoom del zoom de una de las innumerables cámaras que controlan cada paso que damos, acaba de captar algo. En un rincón oscuro, un destello de luz inusual. Alerta. ¿Habrá sido un accidente de tránsito? ¿Habrá heridos? ¿O quizás se habrá producido un tiroteo? De ser así,
¿habrá habido muertos? ¿Y sangre? ¿Dónde está la maldita sangre?
Como siempre en este perro mundo, más que averiguar la procedencia de dicha perturbación, lo importante es llegar a la escena del crimen antes que nadie. Porque sí, habrá un crimen seguro; porque sí, la ciudad de la que hablamos es ese oscuro, sucio y, a pesar de todo (o quizás por todo esto) tan absorbente mito llamado Los Angeles. Seguimos en la serie de ''Cómo los videojuegos cambiaron el mundo'' (para más preguntas, diríjanse al genial Charlie Brooker); seguimos, definitivamente, en la era post GTA. Ya saben, aquella franquicia concebida y desarrollada en Escocia, que tan bien ha calado y hurgado en el espíritu del eterno sueño americano. Lo ha hecho a base de estereotipos y de continuos referentes de varias modalidades y formatos, pero al fin y al cabo el objeto de estudio no deja de ser un tópico en sí mismo. Una invención, si se prefiere, más o menos exagerada. Entre el thriller y la comedia más negra, 'Nightcrawler',
interesantísimo debut del guionista Dan Gilroy, nos mete de lleno en esa legendaria urbe que, tal y como se nos la ha vendido, seguramente (no, seguro) nunca haya existido.
La gracia está en que, al igual que con aquel sueño antes mencionado, hay que saber encontrar el valor alegórico; aquellos detalles (definitorios) en los que ver reflejados rasgos mucho más universales. Es entonces cuando
Los Angeles (así como la película que ahora la retrata) se convierte en un síntoma. De los tiempos que nos ha tocado vivir y, obviamente, de nosotros mismos. Porque si lo que queremos es individualizar, entonces nos topamos con
Lou Bloom, que dígase ya, es el más cancerígeno de todos los síntomas. De aspecto joven, amable y -extrañamente- sano, uno no tarda en darse cuenta de que las apariencias, efectivamente, engañan. Detrás de la voz más angelical, aguarda la sonrisa y tesis más espeluznantes. Porque el bueno (?) de Louis es el ser más -carismáticamente- antipático de la ciudad, persigue unas metas de lo más enfermizas y sus tácticas son, desgraciadamente, más viejas que el propio mundo. Su mantra es: ''Si quieres ganar la lotería, antes tienes que ganar el dinero para poder comprar un boleto.'' Seguimos el rastro de estas dieciséis palabras y, como era de imaginar, nos topamos con toda la mierda.
Gilroy (quien
compensa una dirección correcta pero a la que todavía le falta asentarse, con un guión simplemente impecable) se acerca sin piedad a otro mito esencialmente americano. El del self-made man; el hombre hecho a sí mismo, aquel que ''sólo'' precisó de iniciativa, convencimiento y persistencia para llegar a lo más alto. En este caso, el héroe (empieza la ironía),
cartógrafo de la geografía urbana del terror, da positivo en casi todos los controles vampíricos. Se mueve siempre de noche, sus ojos y orejas están puestos en todos los sitios y con una habilidad pasmosa, va en continua busca de esa roja hemoglobina que tanto le hace perder la razón (si es que alguna vez la tuvo). La gula es incuantificable. El calificativo ''famélico'' se queda cortísimo. No lo dude, ''si lo está viendo, seguramente esté teniendo el peor día de su vida''. El hombre se salta, eso sí, uno de los requisitos más fundamentales del ADN de los chupasangre nocturnos, al no necesitar permiso alguno para entrar (en tromba) en la vida de los demás. A recordar: estamos en ese período histórico en que
la intimidad (y su dignidad) ha muerto, brutalmente asesinada. Está por ver si a los pilares sobre los que se ha fundamentado buena parte de la cultura occidental, les va a pasar lo mismo. A este paso (y de 'Nightcrawler' hablamos) ninguno parece estar a salvo.
Conseguir esta sensación (de peligro, de amenaza) es sin duda el mayor logro de la película. Y es que
el producto va sobrado de una mala leche que, para mayor gozo, sabe cómo emplearse y qué paladares amargar. El radio de actuación / implicación es inmenso y, por supuesto, va mucho más allá de la ciudad californiana. Apunta directamente a un sector que, nos guste o no, es clara consecuencia de nuestra psicología colectiva. En este sentido (y en la línea de lo que sucedía con la imprescindible 'Network', de Sidney Lumet), da miedo comprobar cómo se aprende mucho más sobre periodismo (al menos sobre aquel pornográficamente obsesionado con el share) en las dos horas escasas que dura 'Nightcrawler' que en una temporada entera de 'The Newsroom'... aunque no asusta tanto como la monstruosa creación de
un Jake Gyllenhaal colosal, que toma absoluto protagonismo. Co-productor detrás de las cámaras, y delante, amo y señor de esa ciudad que por temas estrictamente espirituales, le pertenece. Lou Bloom, personaje altamente iconográfico (e igualmente representativo de este momento, como pudo serlo, en su época, el Travis Bickle de Robert De Niro) es el
resultado lógico de unas normas y convenciones que nos han llevado ante un paciente en estado terminal (Dios... esto envejece del mismo modo en que lo está haciendo Rene Russo).
Marketing, estrategias empresariales, esa malsana obsesión por ''emprender''... Mr. Bloom es el rostro bello y aterrador (puramente esquizofrénico) del canibalismo inherente en una comunidad (global) empeñada en devorar, con el bol de palomitas de rigor al lado, sus propias y más macabras vergüenzas. Puro voyeurismo, con la excitación sexual que éste conlleva. Y por favor,
ríanse a gusto (que un poco de salud mental nunca viene mal) cuando oigan aquello de ''Viewer Discretion Is Advised'', archi-repetido mensaje a través del cual los medios de comunicación ponen a salvo nuestra sensibilidad (sí, claro). Fuera hipocresías, basta ya de pitidos censores y de imágenes pixeladas: Lo que realmente cuenta aquí es lo que se dice cuando la maldita cámara no está grabando.
''If it bleeds, it leads'', dice Bill Paxton. ''Si sangra, vende'', traducen los subtítulos. Entre esto y las nociones básicas para ganar la lotería, queda condensado un horror del que, como se ha dicho antes, y gracias en parte a logros como 'Nightcrawler', todavía nos podemos reír. Viendo lo feas que se han puesto (y siguen poniéndose) las cosas, no es premio menor.
Nota:
7 / 10
por Víctor Esquirol Molinas
@VctorEsquirol