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'Mil maneras de morder el polvo': Arizona, año 2014

Vía El Séptimo Arte por 03 de julio de 2014

Faltan pocos minutos para llegar a las doce del mediodía. La hora marcada. La hora del duelo. La hora de la muerte. Todo el pueblo se ha congregado, creando una especie de corro más o menos improvisado que rodea el trecho de la calle principal donde va a darse el gran acontecimiento del día. El bueno de Albert se las verá contra... contra... algún cowboy. Como viene siendo habitual, sólo puede quedar uno. Sin investigación, sin juicio, sin posibles apelaciones. Porque la justicia jamás se ha suministrado con tanta rapidez como en el Salvaje Oeste. En Arizona, en 1882, (aquí y ahora, vaya), todo corre a la misma velocidad. No hay tiempo que perder, porque ya se sabe, la muerte acecha en cada esquina y a ésta sí que no le gusta esperar. Y ya son las doce del mediodía. No hay posible marcha atrás, en unos pocos segundos la arena ardiente va a bañarse de sangre... porque estas tierras sólo pueden regarse así. Porque la Frontera es territorio de valientes; los cobardes, simplemente perecen...

... A todo esto, pasan ya de las doce, y ni rastro del bueno de Albert. Empiezan a extenderse los murmullos inquietos entre la multitud. Algo pasa. Porque como se ha dicho, puede que el correo se retrase; puede que las lluvias se demoren unos cuantos días... pero en Arizona, en 1882, nadie, absolutamente nadie, falta a la puntualísima cita de un duelo a muerte. A no ser que, a no ser que... el bueno de Albert sea un gallina. Pero, ¿puede ser? ¿Puede ser que el más miedoso e inútil de los seres humanos haya logrado sobrevivir, al menos hasta ahora, en este lugar y en este momento? Puede, sí, porque algunas personas, simplemente, nacen en la época y lugar equivocados. Y a partir de ahí... hasta que la guadaña o la soga ponga fin a tanto sufrimiento. En estas se encuentra el pobre Albert, quien ya no puede más. Está a punto de morir por una disputa que ni siquiera se acuerda de cómo diablos empezó. Han amenazado, además, con hacer arder hasta los cimientos su dulce hogar (con sus padres dentro) y por si fuera poco, su media naranja, el amor de su vida, está a punto echarle la patada definitiva, porque tanta cobardía no hace más que causar en ella una insoportable cantidad de vergüenza ajena (y propia) imposible de tragar.

El panorama es pésimo... y todo porque, no lo olvidemos, el bueno de Albert nació en la época y lugar equivocados. Afortunadamente, la suerte de Seth MacFarlane, hasta que se demuestre lo contrario (ojo a la tauilla...), tiene muchos más motivos para sonreír, pues a diferencia de su calamitoso alter ego, el hombre parece haber nacido en la época y lugar acertados. Ya bien entrados en el siglo XXI, y con esa palabrota de la posmodernidad tan asentada (es decir, con el concepto del ''arte-hecho-de-arte'' por fin tan aceptado y, sobre todo, comprendido), se impone la voz potente y multi-registro de un vaquero que carga con toneladas de cultura popular a sus espaldas. Ver o escuchar cualquier capítulo, sketch o comentario impertinente que haya ayudado a construir su imperio es comprender, a poco que se esté mínimamente atento, que Seth MacFarlane, o al menos su manera que tiene de suministrar eso a lo que llamamos ''humor'', no habría existido si antes no lo hubieran hecho George Lucas, Rod Serling, Steven Spielberg o Mel Brooks (la lista de eminencias, por supuesto, es inabarcable).

Tanto en la pequeña como en la gran pantalla, el controvertido humorista se muestra siempre como una metralleta de referencias a través de las cuales va tejiendo, de forma endiabladamente caótica (ahí está su principal defecto... pero a la vez uno de sus mayores encantos), un entramado de chistes más o menos ocurrentes / hirientes / malsonantes / soeces / ingeniosos / absurdos que se convierten, ellos mismos, en la principal razón del espectáculo. Las risas no deben (ni lo pretenden) tapar la ligereza del producto. Más allá de la sesión intensiva de carcajadas marca de la casa, cuesta horrores encontrar una historia, o por lo menos una excusa, que dé coherencia a tal avalancha. No importa, menos cuando la serie o película viene luciendo tan orgullosamente la etiqueta de ''comedia''. Aquí se ha venido a reír... y reír es precisamente lo que más le gusta tanto a Seth como a Albert. De hecho, pocos segundos antes de que se produzca el no-duelo de apertura de 'Mil maneras de morder el polvo', el protagonista de la función intenta salvar el pellejo tratando de convencer a su oponente que el tiroteo en el que están a punto de enfrascarse no es más que una absurda pérdida de tiempo; que lo que en realidad deberían estar haciendo tendría que implicar dejar de lado sus diferencias y aprovechar el tiempo ''echándose unas risas''. Porque de nuevo, ¿a quién demonios no le gusta reír?

La pregunta, retórica donde las haya, se convierte en un mantra innegociable. Así, la coherencia, el rigor y el respeto, así como otros muchos lastres, estallan en mil pedazos. Como si alguien hubiera atado alrededor suyo una carga gigantesca de dinamita. Siendo éstas las cartas dispuestas sobre la mesa, ¿qué mejor género que el western para echarle el guante? Al fin y al cabo hablamos, no lo olvidemos, de esa gran (y maravillosa) mentira que, a falta de raíces históricas más profundas, ha funcionado a las mil maravillas como mito fundacional de la nación más poderosa del mundo. Tarantino y Verbinsky lo saben (por citar sólo dos de los dos ejemplos más actuales concerniendo dicho lugar y época) y MacFarlane, desde luego, también. Tesis nº1: La Arizona de 1882, aquella que han ensalzado tantas aclamadísimas películas, seguramente sea exactamente igual a la del 2014. Siglo XXI, recuerden. Permiso para reírse, a carcajada limpia, de todo lo que pudo llegar a ser idolatrado. Lo venerable lleva a lo vulnerable. Como los duelos al sol: no hay reglas (y si las hay, están para ser ignoradas), sólo hay un propósito... Reírse, claro.

En este sentido, la fórmula MacFarlane sigue rindiendo a toda máquina (tengan en cuenta que sin tanto desmadre, nos habríamos quedado, por ejemplo, sin uno de los cameos más cojonudos de los últimos años... y con otro que seguramente sea uno de los mejores de la historia del cine). 'Mil maneras de morder el polvo' es lo que se esperaba de ella: mil maneras (un millón, en la versión original) para seguir amando u odiando a su autor. El creador de 'Padre de familia' se (auto)reivindica hasta el delirio más ''oliverstoniano''. El lado oscuro de la moneda nos habla de alguien demasiado abonado a rellenar sus carencias narrativas con las comedias románticas de manual (cuando realmente no hay nada que rellenar), y que en esta ocasión quizás se haya excedido en lo que a ego se refiere (la decisión de reservarse el papel protagonista para sí mismo es una fuente inagotable de sabores agridulces). En cambio su reverso sigue mostrando un excelente gusto por la irreverencia y lo cafre, es decir, por ese humor que tanto invita a marcarse juergas legendarias (a costa de lo que sea); que invita a armar el revólver de la conciencia moderna y disparar tanto al pasado como a la idealización que teníamos de él. ¿La desmitificación más divertida y salvaje del Salvaje Oeste desde 'Sillas de montar calientes', del mencionado Mel Brooks? Sin lugar a dudas.

Tesis nº2: La Frontera (y todo lo que ella implica ahora mismo) fue una puta mierda. Un lugar y un momento terribles, plagados de maleantes, odio, enfermedades, prejuicios, costumbres absurdas... y claro está, muerte. Nos lo dice alguien sin especiales reparos a la hora de destrozar algo por lo que obviamente siente un profundo cariño. Ejemplo: en 'Mil maneras de morder el polvo', "OK" en lengua nativa se pronuncia "Mila-Kunis". Y así. El chiste brota como la conclusión obvia al choque crudísimo entre presente y pasado. A lo mejor el Dr. Emmett Brown y su Condensador de Fluzo andarían descojonándose por el Far West. Cavilaciones todas éstas de un pistolero que es un tramposo, y que cuando no miramos, aprovecha para acercarse unos cuantos pasos a la diana. Aun así, va y se permite el lujo de malograr más de una bala. Igualmente resulta muy complicado reprocharle la actitud cuando, una vez vaciado el cargador, quedan tan pocos blancos (¡y no negros!) en pie. Menos aun cuando lo que los ha tumbado no ha sido el plomo, sino el hecho de retorcerse tan violentamente de la risa.

Nota: 7 / 10

por Víctor Esquirol Molinas

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