Mac y Kelly están a punto de celebrar su amor por todo lo alto... por vigesimocuarta vez en lo que va de semana (y sólo estamos a martes). No lo hacen para restregarle al resto de almas en pena que vagan por este mundo el hecho de que ellos sí hayan tenido la suerte de haberse conocido, sino porque realmente creen que el cariño, el mutuo aprecio y el deseo -incontenible- sexual que les une forman parte de una especie de fuerza de la naturaleza que debe compartirse con el resto de la humanidad. Se trata, pues, de abrir las ventanas, de follar en todas las habitaciones de la casa y, por supuesto, de gritar hasta destrozar cada una de las cuerdas vocales.
¿Por qué no? Al fin y al cabo, tanto él como ella están disfrutando de la mejor etapa de sus respectivas vidas. Después de muchos esfuerzos, disgustos y algún que otro golpe de fortuna, han logrado sentar cabeza, echar raíces en un agradable barrio suburbial y empezar a poner los firmes fundamentos de la que sin duda será una de las familias más adorables del país. Lo mejor: siguen siendo jóvenes. Lo son. En serio. Lo cual implica que no son viejos, claro. Así que,
''¡Que les den a los mayores, nosotros no lo somos!''
Hasta que la credibilidad (y no la conveniencia) del grito de guerra se desmorona en un abrir y cerrar de ojos. De un día para otro, Mac y Kelly van a ver como la media de edad en su calle cae en picado... y no por los posibles repuntes en la natalidad registrada en su hogar, dulce hogar. Resulta que la casa de al lado ha encontrado por fin nuevos inquilinos... y éstos no son otros que los componentes de la fraternidad más fiestera de todas las universidades de los Estados Unidos. A este ilustre grupo se le (auto)atribuyen grandes invenciones de la historia de la humanidad, tales como las fiestas de togas o el beer-pong, aportaciones todas ellas imprescindibles para que las mentes más prodigiosas del último siglo hallaran por fin ese momento de
-desenfrenada- paz interior, imprescindible para que sus ajetreadísimas mentes pudieran seguir funcionando de forma tan eficiente. Y ya no hay vuelta atrás, las letras griegas ya están colgadas en el balcón y la música que emana de esos gigantescos bafles ha acallado los alaridos orgásmicos de la feliz pareja. De repente, Mac y Kelly ya no se sienten tan jóvenes, y sus cuerpos (y mentes) parecen sumarse un puñado más de años cada vez que su vista se topa con la angelicalmente hercúlea figura de Teddy... quien por supuesto no es un estudiante de universidad... sino más un bien un concepto.
Un recordatorio de que el tiempo pasa, y de que todo aquel que se ha perdido por el camino difícilmente va a poder recuperarse. La revelación cae como una bomba cuyo radio de impacto amenaza con afectar a la ciudad entera. Cosas de juntar en el mismo recipiente elementos tan volátiles. ''Este pueblo no es lo suficientemente grande... ''. Es, en otras palabras, el eterno choque generacional, impasible frente al continuo caer de las hojas del calendario. 'Malditos vecinos',
una de las comedias a priori (y efectivamente) más apetecibles de la temporada, se muestra igualmente impertérrita respecto al asunto de marras, es decir, no aporta absolutamente nada nuevo al estudio (por así llamarlo), quizás porque la temática se presta a (o pide a gritos) este carácter imperturbable. Pocas quejas, pues, en este aspecto, menos aún cuando las virtudes de la cinta se imponen con tanta contundencia.
Será quizás por lo bien que funcionan sus principales activos... será por lo bien combinados (o mejor dicho, aglomerados) que se presentan.
Por pura saturación en unas formas que cada vez se imponen más (¿y qué?) en la nueva comedia americana. El director
Nicholas Stoller, sumido quizás en su particular lucha de edades, aprovecha la herencia del gurú
Judd Apatow (productor de todos sus filmes menos del que ahora nos concierne)... pero a la vez se encarga de ponerle el cinturón de explosivos, así como de asegurarse, él mismo, de su correcta detonación. Pasa hasta en las mejores fraternidades: el colegueo que se masca ahí, a veces propicia las puñaladas más traperas, y llegado el día los antaño novatos presentan candidatura al trono aprovechando las ''normas sagradas'' que mejor se adapten a sus necesidades. Eso sí, ''Sin acri'', como diría aquel, pues cualquier acto de destrucción se hará, al fin y al cabo, pensando en el bien mayor de la comunidad juerguista.
Todo sea para echarse unas risas, ¿qué hay de malo en ello? Stoller se suma así a la lista de devotos de la era MacFarlane:
sólo hay un auténtico dios, el omnipresente gag (y a sus infinitas manifestaciones, véase, por ejemplo, cómo se alarga la coña de los airbags), y todo, absolutamente todo, se debe a él. Con la vista puesta en los precedentes, no se renuncia del todo a ninguno de ellos, pero aquí estamos claramente mucho más cerca de 'Todo sobre mi desmadre' que no de 'Eternamente comprometidos'.
El desorden es obviamente aparente. Todos los amagos efectuados por parte de estos 'Malditos vecinos' a la hora de dotar de profundidad (dramática, a ser posible, pero también cómica, como era de esperar / exigir) se quedan precisamente en esto, en una finta que propiciará el nuevo gag, con su pertinente carcajada, claro. Del maestro ha quedado
algo de aquel tan característico gusto por lo cáustico, pero casi todo lo demás ha quedado enterrado o, si se prefiere, silenciado por los jodidos bafles. La escalada de tensión entre
los jóvenes y los no-tan-jóvenes se convierte así en una híper-efectiva metralleta de chistes, cuyo plan de ataque se fundamenta en un
referencialismo desenfrenado, en un delicioso aprovechamiento de la
jerga universitaria y, como no podía ser de otra manera, en unos actores perfectamente entonados. Las buenas interpretaciones de
Zac Efron (¿quién iba a decirlo...?) cada vez sorprenden menos, el encanto aussie todoterreno de
Rose Byrne sigue encandilando y
Seth Rogen, claro, no desaprovecha la ocasión para reivindicarse de nuevo como monstruo imprescindible dentro de esta nueva (?) forma de acercarse a lo universalmente cómico... aunque pueda parecer que esto no vaya a aparecer en un principio.
Ni falta hace decir que dicha aparición funciona igual de bien tanto cuando se activa el chip ''Todd Philips'' (en su versión más
''Project X'') como cuando toma las riendas la
irreverencia parlanchina de la marca Saturday Night Live. Los personajes de toda la vida son ahora -divertidísimas- herramientas, los auténticos ya no tienen ni nombre ni mucho menos apellidos. Son, como el bueno de Teddy (y de hecho, como la propia película), conceptos más o menos desarrollados. Una reflexión, un comentario a destiempo y fuera de tono, una novatada, una patada (y putada) ahí donde más duele o, por qué no, una ventosidad... en definitiva, son las
incontables vías a través de las cuales se materializan las risas. En una lucha cuerpo a cuerpo memorable, Rogen y Efron descargan todas sus frustraciones al grito de ''Soy Batman!'' (ya sea con la entonación de Michael Keaton o con la de Christian Bale, poco importa), acumulando de este modo cicatrices de guerra, para mayor gloria del síndrome de Peter Pan, y para así no tener que pensar en
el horror de llegar a (o peor, asentarse en) la edad adulta.
Cuando lo pueril, lo soez y lo gamberro se convierten en algo saludable; cuando el pasarse de la raya lleva a lo desternillante. El ruido de las apariencias no debe llevar a la confusión. La vida de Mac y Kelly antes de que llegara Teddy era una puta mierda. La razón, simple: le faltaba diversión. Ya se sabe, los que se lo pasaban teta en la calle Evergreen Terrace no eran los Flanders, sino los Simpson... y si Herzog seguía llamando a Kinski (y si éste último seguía respondiendo) era porque se querían; porque se necesitaban; porque se rejuvenecían mutuamente; porque se untaban el uno con el otro siempre con un poco de eso conocido como la salsa de la vida. Entre el nacimiento de uno y del otro había, por cierto, dieciséis años exactos. Lo que vendría a ser una generación. Y claro, el primero llegó a referirse al segundo con el legendario título de ''Mein liebster Feind'' (''Mi enemigo íntimo''). A prueba de las más abismales diferencias de edad. El amor, es lo que tiene. Si éste además viene servido con tal cantidad de carcajadas, la verdad es que
no hay razón moral posible para resistirse a su colosal poder de atracción.
Nota:
7 / 10
por Víctor Esquirol Molinas