Hua tiene el corazón destrozado. Ha estado enredando excesivamente con los asuntos de, precisamente, el corazón. Elemental. Hua, que en mandarín significa ''flor'', no sabe qué hacer. Escudándose en unos estudios que, aparentemente, nunca le acabaron de apasionar, hizo las maletas y cruzó medio mundo para instalarse junto a su media naranja. Pero cuando parecía que estaba echando raíces en ese nuevo país, la fruta se marchitó. Adieu. C’est la vie. Y si te he visto me acuerdo... pero sólo como amigos. Para deambular cual zombie por la que, para colmo de males, es la ciudad de los enamorados. Las calles parisinas nunca se habían mostrado tan desoladas. En fin, lo de siempre. Que
cuando se apaga la llama, el mundo entero se va a la mierda pero... ¿y lo bien que nos lo pasamos mientras duró? A malas, siempre nos quedará París... o Pekín... O simplemente, que nos quiten lo bailao, vaya.
Lo que pasa es que
en la danza de marras, como ocurre con la guerra, suele haber heridos, incluso bajas irrecuperables, antes incluso de que se produzca la explosión que acabe de dinamitar la relación. Ahí está la trampa... o el cebo, dependiendo de la dirección hacia la que sople el viento. Imposible racionalizarlo porque ésta, y aquí sí que no cabe discusión alguna, es la gracia. Lo cómoda y agradable que podría llegar a ser la vida sin el amor... y lo aburrida e insulsa también. Lo sabía aquel monje franciscano, y por supuesto lo sabe Lou Ye, quien a lo largo de la hora y media larga (pero no tanto) que dura su
'Love and Bruises', relaciona justamente los conceptos del amor y los moratones. Tanto en el sentido más literal (el afer entre los dos protagonistas principales surge bruscamente de un fuerte golpe que él le propina accidentalmente a ella) como en el figurado, aunque no por ello poco contundente.
Después del primer encuentro (filmado excelentemente como si de un tango arrebatador se tratara, y en el que la cámara puede llegar a ser el tercer e íntimo participante), el director y co-guionista pone las cartas sobre la mesa. La mano es potente; ganadora en la mayoría de mesas. El problema está en la táctica. Y es que
la partida avanza, pero el jugador se niega a probar suerte con otras combinaciones. Lo que ha conseguido al principio ya le va bien, y de ahí no hay quien le mueva. Durante la hora y media larga (ahora sí, un pelín demasiado larga) de metraje, el espectador nota cómo sus preferencias van cambiando... y que cada vez se hace más evidente que tendrá que adaptarse (no queda otra) al
inmovilismo del maestro de ceremonias. C’est la vie, también.
Apoyándose en el
talento individual y compartido de Corinne Yam y Tahar Rahim (ese actor que a pesar de confirmar una y otra vez su valía, parece improbable que llegue a superar, ni siquiera a igualar, el nivel alcanzado en su brutal debut),
Lou Ye nos retrata el amor desde una muy acorde premisa de contrastes en sintonía bipolar. Todo lo bueno en él acaba dejando, a corto o a largo plazo, unas heridas visibles en la piel y extrasensorialmente reconocibles (y de qué manera) allá donde ni siquiera llegan los rayos X. Desgarradora sobre el papel, la historia de Hua y Matthieu (nombre occidental éste último que, si hacemos caso a Bruce Willis, seguramente no signifique un carajo), suerte de
revisión de la eterna ''La Bella y la Bestia'', pierde poder (hasta corre el riesgo de derivar en tontería), no obstante, por querer repetirse (en el mal, pero también en el buen sentido) o rascar en la superficie, en vez de profundizar.
El erotismo y la violencia física y psíquica (como se ha dicho, esto y poco más) se combinan con el conocimiento y la gracia suficientes como para que el relato no se vea nunca superado por sus debilidades, aunque también hay que decirlo, el conjunto llega al final jadeando (y no sólo por lo primero que les ha venido a la cabeza). A las últimas. Mirando el reloj y pidiendo la hora. Como si fuera un novato en la cama (y precisamente no lo es), Lou Ye se mueve con ganas y mucha fuerza, pero calcula mal sus energías.
No se sabe si quiere quemarlo todo a las primeras de cambio o si contemporiza en exceso en pos de un orgasmo que no acabará llegando (suele pasar... c’est la vie, exacto). El caso es que los golpes de efecto (el más surrealista de todos, protagonizado por Jalil Lespert, quien al parecer ha evolucionado de angelito a macarra de la banlieue) que deberían propiciar el avance de la trama, carecen del proceso previo de cocción (o éste se ha llevado de manera excesivamente elíptica) para ser creíbles o para entenderse del todo. Y lo mismo sucede con la forma de plasmar esa
jaula pasional en la que tan a gusto nos metemos (una y otra vez): se perciben en ella la mayoría de virtudes y lastres enumerados por Fray Guillermo de Baskerville, pero no con la intensidad que éste, transmitía.
Nota:
5 / 10
por Víctor Esquirol Molinas