Por mucho que nos gusten las segundas lecturas y las interpretaciones más rebuscadas, la extrema complejidad en el proceso de creación de cualquier película (con las consabidas cantidades colosales de tiempo invertidas en él), sumada al insignificante lapso de tiempo comprendido entre las dos efemérides a retener, invalida cualquier teoría de la conspiración (o de aprovechamiento del rebufo) al respecto, pero no deja de ser curioso la similitud de escenarios bajo la cual se nos presenta la primera aventura norteamericana de Ben Lewin, en comparación con la antesala de uno de los booms en taquilla más sonados del curso anterior. Los puntos de unión entre 'Las sesiones' e 'Intocable' son demasiados y demasiado obvios como para ignorarlos.
El año pasado, en una de las peores ediciones del Festival de Cine de San Sebastián que se puedan recordar, la organización acudió, para evitar el siniestro total, al efectivo convencionalismo del filme de Olivier Nakache y Eric Toledano, y la apuesta gustó. Mucho. No es solo que la propuesta consiguiera ser una de las pocas que fueran despedidas con aplausos, es que, como se vio después, realmente, esta historia sobre la amistad entre un multimillonario tetrapléjico y un entrañable gamberrete de la banlieue, tenía una capacidad brutal para conectar con el gran público. Este año, en una de las mejores ediciones del Zinemaldia que se puedan recordar, llegó a la sección Zabaltegi Perlas, y sin hacer demasiado ruido previo, 'Las sesiones', con la nada despreciable credencial que supone el haber conquistado al público de Sundance.
En Donostia se repetiría dicho éxito. No hubo discusiones en cuanto al Premio del Público, en cuyo ranking final volvía a aparecer en lo más alto (y a bastante distancia de la segunda en discordia) un filme con el factor handicap como apriorísticamente fundamental elemento definidor del personaje principal. Si antes teníamos una mecanizada silla de ruedas, ahora el héroe de la función no puede concebirse sin la inestimable compañía de un aparatoso pulmón de acero. Debido a la contracción de una grave enfermedad cuando no era más que un niño, la vida del poeta y periodista Mark O'Brien ha estado marcada por un tratamiento salvador que a la vez se ha convertido en su peor condena, sobre todo en lo referente a llevar un día a día que pudiera entrar dentro de lo considerado como estrictamente ''normal''.
Llegado cierto punto de madurez, por mucho que la mente persiga elevadísimas metas, solamente al alcance de unos pocos -poquísimos- intelectuales, lo cierto es que ésta no puede existir, nos guste o no, sin el sustento del cuerpo... y éste casi siempre apunta hacia otros objetivos. La carne es débil, con lo que tarde o temprano necesita concederse alguna alegría. Si esto no sucede, no hay manera humana de que la materia gris funcione como es debido. El veterano director y guionista Ben Lewin lo sabe, y Mark O'Brien, cariñoso virgen a los 38, también. Es por esto que llegó un momento en su vida en el que tuvo que dejar todos sus miedos aparte y enfrentarse a la cruda realidad. Para entendernos, todos los poemas o dispositivos médicos del mundo no podían aplacar la necesidad primaria inherente en todo ser humano: darse un buen revolcón en la cama.
Así de sencillo... así de natural. El núcleo argumental de 'Las sesiones' no exige más explicaciones que ésta, y precisamente ahí es donde empieza a construirse el éxito de la cinta. Y es que hablamos de otra ocasión en la que el indie norteamericano nos da deslumbrantes muestras de su discreto pero a la vez contundente y casi universal encanto. Llega uno al final de la proyección de dicha película sin la sensación de haber aprendido grandes lecciones sobre la vida, y con la certeza de que la mayoría de bromas que se han recibido va a caer en el olvido. No obstante, la peculiar terapia sexual de Lewin encandila desde el primer momento, merced a un habilísimo guión que tiene del todo claro cuál es su misión: entretener y, a poder ser, emocionar. Puede que el cumplimiento del segundo objetivo pueda ponerse a debate, pero en ningún momento el del primero.
Desde la secuencia inicial, en la que se nos plantea la problemática que va a alimentar toda la trama, el ingenio del texto se muestra en todo su esplendor, y éste no desaparece hasta un final algo precipitado. Para darle todavía más vida están unos actores en estado de gracia (formidable John Hawkes, encantadora Helen Hunt en su vuelta al papel de santa musa cargada de paciencia, divertidísimo William H. Macy como cura que lleva con toda la filosofía que se le permite los peliagudos problemas carnales con los que se le obliga a lidiar...) que configuran un reparto de ensueño, ideal para que brille aún más un conjunto plagado de personajes cada uno de ellos rebosante de carisma. La acidez del humor actúa como el más afilado de los puñales cuando se lo propone, pero al mismo tiempo su faceta más tierna actúa como edulcorante perfecto (sin endulzar en exceso el plato, sino aportando un sano contrapunto para que el dramatismo no se adueñe del discurso), imprescindible en la confección de la receta ganadora que va a colarse en el corazón de cada espectador. Con mucho menos, Nakache y Toledano se metieron en el bolsillo a medio mundo.
Nota:
6,5 / 10
Por Víctor Esquirol Molinas