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'La gran seducción': El pueblecito unido...

Vía El Séptimo Arte por 19 de septiembre de 2014

Lo público muere porque lo privado, con su hambre insaciable, cada vez le come más y más terreno. Como en el salvaje oeste: "Este pueblo (por llamarlo de alguna manera) no es lo suficientemente grande para los dos." Y así las cosas, las indestructibles y muy maléficas fuerzas que gobiernan nuestras vidas han logrado que la afirmación del principio haya pasado a ser un recuerdo borroso de un pasado más... ¿vergonzoso? Ésta es la intención. Han logrado también que no reparemos en dicha tendencia porque, al fin y al cabo, admitámoslo, ya nos va bien así; ya nos gusta ver cómo se recompensa el esfuerzo personal... y de paso se penaliza la vagancia de todos los demás.

Cojamos, por ejemplo, el caso de Tickle Cove, antaño orgullosa aldea de pescadores que cada tarde, al volver del mar, podía mirar al resto del mundo por encima del hombro, pues a cada uno de sus habitantes le embargaba la sensación más gratificante del mundo: la de saber que el pan de aquel día (aquel que alimentaría no sólo a su propia persona, sino también a su amada mujer y a los terremotos de sus hijos) se lo había ganado con el sudor saladísimo de su frente. El trabajo, ya se sabe, y por mucho que Rubianes opinara justo lo contrario, es el mejor invento de la historia de la religión: a unos les dignifica; a otros directamente les da una razón para vivir. Pero... ¿qué pasa cuando éste escasea? Pues que los cálculos se van al traste.

La diminuta y apacible localidad costera de Tickle Cove, por mucho que disfruta de su condición de -plácido- aislamiento, no consigue ser inmune a la desolación que arrasa el resto del mundo. Es la crisis, sí. La financiera, la política, la de valores... Terrible. Las inversiones se desvanecen, los recursos naturales escasean, el trabajo (o "las oportunidades-de") se agotan igualmente... Mientras, como no podía ser de otra forma, lo público muere porque lo privado, con su hambre insaciable, cada vez le come más y más terreno. Seguimos en Tickle Cove, por cierto, donde parece que los bancos de pesca también se han secado, y donde no queda otro remedio que vivir de subvenciones. Horror, no se puede caer más bajo.

Por suerte, el cabecilla de dicha comunidad es Brendan Gleeson y, con un poco de suerte, con esto basta. Este remake de la película de mismo título del año 2003 se construye con el mismo espíritu de aquellas comedias ochenteras / noventeras de campiña "brit". De hecho, la propia naturaleza de la historia se presta, como sin quererlo, a tratar, de forma más o menos tangencial, temas con los que dicho cine se ha sentido tradicionalmente muy a gusto. Con el choque entre individualidad y colectividad nos encontramos de nuevo. Lo mejor es que, a pesar de que en un principio puedan dispararse las alarmas, lo cierto es que estamos a años luz de pelmazos del calibre de, pongamos, Ken Loach.

De lo que se trata ahora es, al fin y al cabo, de recrearse en las aventurillas internas de esta Fuenteovejuna cuya amargura epidérmica esconde un buen rollo al que es difícil resistirse. La posibilidad de la apertura de una fábrica en el pueblecito en cuestión hace que cada uno de sus habitantes tome conciencia de algo que habían olvidado: el interés general es exactamente el mismo que el personal. Así, el colectivo al completo se enfrascará en un gran engaño (llámese también seducción) para que un doctor extranjero (requisito fundamental para que la fábrica se instale ahí) se sienta como en casa. El filme de Don McKellar tiene la virtud de dotar lo denso de una ligereza que si bien llama a las puertas de la amnesia, no menos cierto es que ayuda a que todo lo que en él sucede (la comedia y las pinceladas dramáticas; lo creíble y lo increíble) sea sumamente digerible. Agradable, sin duda (más aún cuando Gleeson entra en escena), simpática, también. A ratos, mucho. Así, poco importa el resto de defectos, que los hay, pero hasta éstos consiguen despertar sonrisas. Todos a una, pues.

Nota: 6 / 10

por Víctor Esquirol Molinas

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