El humorista gordinflón subió al escenario y, tal y como dictaba el código de conducta de la stand-up comedy, el público empezó a reír antes siquiera de que se oyera el primer chiste. La gente había venido a partirse el culo; lo que ofreciera el espectáculo a la hora de la verdad era lo de menos. De modo que el cómico (que por cierto, tres décadas atrás llegó a ser campeón mundial de boxeo) bebió un poco de agua, acercó su bocaza al micrófono y soltó cuatro gracietas. La cosa iba viento en popa: el ambiente estaba distendido y la cantidad de humo en el aire todavía no impedía que el oxígeno llegara a los pulmones. Todo bien hasta que...
''¡De esto hace treinta años, gilipollas! ¡Tu rollo empieza a cansar!'' Y se hizo el silencio. Mientras, el pobre y desvalido obrero (quien en sus años mozos también llegara a ser un número uno del boxeo) regresaba a casa totalmente abatido. No es que sufriera por los despidos masivos en su empresa (a él, ni Cristo lo echaba a la puta calle), es que justo cuando subió al autobús para volver al dulce hogar, la conductora le miró fijamente y le soltó:
''¡De esto hace treinta años, gilipollas! ¡Tu rollo empieza a cansar!'' De nuevo, el silencio.
Para los interesados (si los hay): sólo una de estas escenas forma parte de 'La gran revancha'. No hace falta entrar en más detalles, porque
el comentario grosero puede aplicarse a casi toda las situaciones propuestas por Peter Segal, ese director que, casi veinte años después de su debut en la pantalla grande, sigue esperando reeditar un éxito tan rotundo como el de 'Agárralo como puedas, 33 1/3. El insulto final', en el que el teniente Frank Drebin bombardeaba (metafórica y literalmente) la ceremonia de los Oscar. Sí, qué tiempos aquellos... Y qué tiempos aquellos en los que a la Academia le daba por otorgar el Premio a la Mejor Película a 'Rocky' (para que después andemos quejándonos de la estatuilla concedida a la Bullock). ¿Y qué me dicen de cuando Robert De Niro nos golpeaba en todos los morros con la que debería ser considerada como una de las mejores interpretaciones de la historia del cine? Corría el año 1980, Jake LaMotta hacía enloquecer a la báscula y de paso entraba, para no salir nunca jamás, en la memoria del buen cinéfilo. Mr. Balboa, para bien o para mal, ya estaba instalado ahí... y nos lo recordaría en cinco ocasiones más. Buf.
En la sexta entrega de los combates del legendario púgil de Philadelphia, Rocky volvía al ring porque el campeón del momento descubría, a través de una simulación por ordenador, que el único que podía hacerle sombra era aquel vejestorio que, por supuesto, ni se lo pensaría dos veces a la hora de
subir por última vez (riámonos todos) al ring. La excusa que prendía la mecha de la sexta parte de 'Rocky' era, como cabía esperar, una auténtica memez... lo cual no quitó que a ''Sly'' le saliera, a fin de cuentas, una peliculita suficientemente apañada. Quizás porque en un principio aquel combate apuntaba a catástrofe y finalmente se quedó en honroso tour de la nostalgia. Lo compramos. El punto de partida de 'La gran revancha' es igualmente increíble pero, por lo menos, un pelín más probable: Dos antiguas leyendas del boxeo interrumpen sus asquerosas y decadentes rutinas para ajustar cuentas por última vez (a reírse de nuevo) en un esperadísimo (?) combate de desempate que dejará claro, por fin, quién de los dos fue el auténtico rey de la lona. ¿Objeciones? ¿Sí, usted?
''¡De esto hace treinta años, gilipollas! ¡Tu rollo empieza a cansar!'' Lo sé, señora, pero esperemos al menos a que se sucedan los primeros asaltos, a ver qué pasa...
Y así es como, por enésima vez, Hollywood exprimió a sus viejas glorias. Calculen los segundos que tardan en quedarse sin dedos contando las películas que han explotado esta misma fórmula durante (no forzaremos demasiado la memoria) los dos últimos años. Así es como Alan Arkin y Kim Basinger acuden a la llamada de sus hermanos dinosaurios: Robert De Niro y Sylvester Stalone se citan en el cuadrilátero, y
la gracia está en saber cuál de los dos se planta allá en peor forma, es decir, quién está más acabado. La competición, no exenta de gracia (entre cariñosa y, por qué no decirlo, cruel), corre el riesgo de degenerar en una apuesta mucho más barriobajera:
¿A cuál de los dos se la suda más todo lo que tenga que ver con su trayectoria artística? Apuesten por el de la verruga, eso sí, no esperen una cuota demasiado generosa. Solo hay que verlo: el muy golferas se pasa por el forro todos los valores familiares, encadena la resaca de ayer con la de hoy y sus pectorales han evolucionado, irreversiblemente, en tetas. En cambio el otro está hecho un toro. Un poco cascado, sí, pero con un aspecto respetable y con una moral inquebrantablemente encomiable. Hombres como éste son los que levantan el país; hombres como éste siguen poniendo voz al anónimo héroe americano... Un segundo,
''¡De esto hace treinta años, gilipollas! ¡Tu rollo empieza a cansar!'' Pues sí.
Sorprendentemente, durante buena parte del metraje 'La gran revancha' funciona mucho mejor de lo esperado. ¿El efecto ''Rocky VI''? Por ahí van los tiros, sí. Otra razón se encuentra en la autoconsciencia del producto, seguramente adquirida por -remotísima- carambola divina, lo cual otorga al conjunto unas intenciones nada obvias... lo cual es, al mismo tiempo,
perturbadoramente interesante. Para entendernos y para evitar confusiones: las apariencias no engañan, el objetivo de los -auténticos- responsables de la película es el de coger la masa entera de excrementos cosechada a lo largo de las navidades pasadas (y presentes, y futuras) y arrojarla sobre el recuerdo de Rocky Balboa y Jake LaMotta.
¿Homenaje de dudoso gusto? Puede, a saber... ¿Reflexión sobre el espacio / papel reservado a la tercera edad en la sociedad donde lo viral se ha cargado la memoria colectiva? Más plausible. El vehículo usado para tal objetivo es un coche de saldo, pésimo para ligar pero ideal para tirar millas. Los chistes gastados sobre la senilidad se desempolvan (si es que alguna vez se les dio tiempo para criar polvo) y se descubren como un arma todavía efectiva en la boca de estos
humoristas con más tablas que ganas.
Y que quede claro, sería aún más divertido si Segal y sus guionistas tuvieran los cojones de ponerse delante de la cámara para así poder alimentar a sus queridos monitos a base de cacahuetes lanzados con mala saña a sus respectivos caretos (ya puestos...). La vejez, para responder a la pregunta de antes, se ve reducida a esto. A una
dignidad tan solo ubicable en las bromas internas y en saber calibrar, con la máxima elegancia que permita la ocasión (adelante con las risas enlatadas), la
vergüenza ajena que va a experimentar el público al presenciar semejante espectáculo. A De Niro, como se ha dicho (y como llevamos constatando a lo largo de las últimas décadas), la dignidad se la trae floja:
''¿Dónde ha dicho que tengo que agacharme para recoger el rico cacahuete?'' Lo de Stallone, por increíble que parezca, es diferente. Por motivos que escapan a la razón humana, sigue llevando a cuestas una áurea de integridad que le impide abrazar al bufón que se espera que sea. El botox facial seguramente tenga algo que decir al respecto, pero sin duda son sus valores éticos los que, primero, le obligaron a forzar la apuesta por
un toque humano que se entromete excesivamente en un divertimento que funcionaba mejor sin tanta sensiblonería y segundo, le arrastraban los ojos a la reconfortante neutralidad del suelo.
En el juego de miradas está la clave, pues los ojos son el espejo del alma (¿no?)... y
las prostitutas, es sabido, aparte de no dar besos, raramente miran a su cliente a la cara. Ahí viene la parte dolorosa: entre las CGI que al principio rejuvenecen a ''Balboa'' y a ''LaMotta'' y el impertérrito ''Let’s get ready to rumble!'' de Michael Buffer que anuncia el final -cantado- del show, pasan aproximadamente dos horas. Ciento veinte minutos en los que De Niro, Stallone, Basinger, Arkin, Bernthal... apenas se miran a los ojos. El primero no lo hace porque anda demasiado ocupado recolectando frutitos secos; los demás presumiblemente porque han tenido la decencia de analizar con frialdad el momento por el que pasan sus respectivas carreras.
Para reír y para llorar... y para llorar de la risa, por supuesto. Y olé su profesionalidad, porque a pesar de todo, este
alegre tratado sobre la prostitución en el invierno de la vida llega al último round manteniendo la vertical y sin haber cedido a la tentación de arrojar la toalla. Cuando salgamos de la sala diremos lo que queramos sobre 'La gran revancha', pero nosotros también hemos aguantado, más o menos incrédulos...
tal vez porque no seamos más que un atajo de malditos sádicos con ganas de ver las cenizas humeantes de lo que treinta años atrás fueran cinturones de campeón.
Nota:
5 / 10
Por Víctor Esquirol Molinas