Hay manchas tan grandes, malolientes e incrustadas (en la ropa, en la piel...) que por mucho que luchemos, rasquemos, frotemos... no hay manera de librarnos de ellas. Ahí siguen, riéndose, de alguna manera, de nosotros y de nuestra incomprensión. Porque es fácil decirlo pero no tanto aplicarlo: a veces no queda otra solución que darse cuenta (y aceptar) que no hay solución posible. La mancha seguirá ahí, hagamos lo que hagamos. Porque en cierto modo, necesita estar ahí, recordándonos su existencia. Claude Lanzmann lo comprendió hace mucho tiempo y
en 1985 legó, para todo aquel dispuesto a escuchar, la solución imposible a este enigma imposible. 'Shoah' fue precisamente el resultado lógico de lo imposible; una película imposible de visionado rematadamente imposible (nueve horas que piden a gritos verse de un tirón; sin intermedio que valga) y no obstante, imprescindible.
Hablar del Holocausto sigue implicando, ya bien entrado el siglo XXI, hablar de ese período (y de esa gente, y de esas circunstancias, y de esas decisiones, y de esas consecuencias...) del que, por muchas películas, documentales o reportajes que hayamos visto al respecto,
nunca es tarde para darse cuenta de que viene acompañado de la más terrible y humana de las ignorancias. Seguimos sin saber prácticamente nada, porque el esquema general (si es que éste puede concebirse) obedece a un horror que a día de hoy está esperando a ser correctamente medido. Una muestra: ni los 556 minutos que componen 'Shoah' bastaron para que Lanzmann (ni en el fondo, nosotros mismos) se diera por satisfecho.
El olor y el rastro de la mancha seguían percibiéndose con demasiada claridad... hasta que las ganas de vomitar (por pura angustia) se hicieron literalmente insoportables. ''Es este un lugar siniestro, de una belleza inolvidable'', afirma el propio director. Así.
En términos técnicos, 'El último de los injustos' podría considerarse como una especie de spin-off de aquel inmortal documental. Una pieza más de aquel rompecabezas, tan macabro como eterno en su concepción y (una vez más) comprensión. Empieza el ''nuevo'' trabajo de Claude Lanzmann con unos títulos que se alargan durante minutos (de nuevo, la concepción que tenemos del tiempo en una sala de cine o cuando simplemente estamos mirando una película, exige un replanteamiento tan radical como el de la propuesta) en lo que es una especie de explicación de cara a la galería. El veterano documentalista viene a decirnos que el material que estamos a punto de ver ha alcanzado su punto de madurez (de nuevo, hablamos de confección y comprensión sin importar el tiempo), por así llamarlo, o dicho de otra manera, que el material que tenía entre manos era de un valor tal que ya no podía quedárselo para él solo. También, por complejidad, exigía un tratamiento aparte.
Y así empiezan las ''Cuatro horas con Benjamin''. A efectos prácticos, 'El último de los injustos' es el resultado, casi al desnudo, de la maratoniana tanda de entrevistas que, en Roma en el año 1975, el propio Lanzmann consiguió hacer a Benjamin Murmelstein, último máximo responsable del Consejo Judío en el -híper hipócrita- infierno checoslovaco de Theresienstadt. El
duelo de titanes se salda al final, y no es un spoiler, con la falsa claudicación del cineasta, quien con una sonrisa en la cara (no se sabe si de cariño, complicidad o desesperación) le suelta a su contendiente: ''¡Es usted un tigre!'', poco antes de haberle concedido, en un pasaje muy concreto pero igualmente esclarecedor: ''Sí... es una buena respuesta, la suya.'' La ''buena respuesta'', ni falta hace decirlo, no tiene por qué ser la correcta (este calificativo, aplicado a esta materia, simplemente no existe) o, para no ser tan ambiciosos, la esperable... no es más que la enésima constatación del irrebatible carácter de bestia-parda del interlocutor (esto es, un Rankor como la copa de un pino), resultado directo (es decir, consecuencia... y quién sabe si causa) de un horror prácticamente inenarrable.
Lo mismo que mirar al abismo... y que éste te devuelva la mirada.
El Holocausto, como ya sucediera en 'Shoah', vuelve a cobrar vida de la forma más contundente:
desprovisto de la impostura cinematográfica (sin banda sonora, recreaciones o montajes que jueguen con el material de archivo)
y apoyado en la pureza de la máxima esencia del séptimo arte. Vuelve a reivindicarse la fuerza del primer plano, del silencio y de la palabra oral para posibilitar un sobrecogedor diálogo entre el presente, el pasado... y el pasado anterior, que como sabemos, son las distintas caras del mismo objeto de estudio. Sin prisa pero sin pausa,
Lanzmann sigue sin querer pasarle una sola a su contendiente, dando así pie a un cara a cara épico, sin concesiones... no por el morbo de alzar bien alto el dedo del delator inquisidor, sino para tratar de alcanzar un punto de entendimiento que nos libre (en parte) de la ignorancia de la que somos prisioneros.
Porque la verdad nos hará libres, quizás, pero conviene no olvidar que
sólo con el blanco y el negro, difícilmente puede obtenerse un retrato de lo sucedido mínimamente preciso. Mucho menos a la hora de intentar poner orden en la terrible ''Organización de la muerte'' concebida por la maquinaria nazi. Claude Lanzmann lo sabe... y Benjamin Murmelstein, que para la ocasión juega a la perfección el papel de ''íntimo enemigo'', quizás lo supo desde mucho antes que la amplísima mayoría de víctimas y verdugos.
''Téngalo claro'', declara este monstruo / fenómeno de la ambigüedad, ''éramos mártires, pero no santos''. Y una vez más, nos topamos con lo que no puede ser derruido o esquivado. Destruyan, eso sí, y de una vez por todas, la maldita frontera entre ''buenos'' y ''malos''... y piérdanse, como ya hiciera Lanzmann hace casi cuarenta años, en la
insondable profundidad del espíritu humano.
Nota:
8 / 10
Por Víctor Esquirol Molinas