El dispositivo ya está a punto. Ha costado, pero el esfuerzo ha valido la pena. Las piezas están puestas en el sitio que les toca, y se han llevado a cabo todas las pruebas que exigiría cualquier ingeniero que se precie. Solo hace falta contener la respiración y rogarle al de arriba (se llame como se llame) que el invento no nos explote en la cara. Una oración rápida, unos segundos de duda... y ya está en marcha. Se activa un efecto en cadena que involucra cuatro cucharillas de postre, cinco metros de hilo dental, dos dentaduras postizas y siete cepillos de dientes.
A ojos poco entrenados, el caos es absoluto, pero bajo la perspectiva del veterano inventor, todo marcha como la seda. Los cachivaches dan vueltas sobre sí mismos, efectúan saltos mortales con triple tirabuzón y amenazan, constantemente, con asesinar a cualquiera que ose acercarse lo más mínimo a esa aberración de la tecnología casera.
Al final, tanto ruido, suspense, sudor y sufrimiento para que la que apuntaba a ser la máquina del fin de los tiempos, se revele como lo que realmente es: un aparato que descuelga el teléfono fijo (¿se acuerdan?) cada vez que éste suena.
Tan simple, tonto y seguramente innecesario como suena... pero al fin y al cabo, efectivo. Nadie sale lastimado. Y esto que la mujer del inventor no lo tenía nada claro. De hecho, entre los compañeros de residencia se había montado una especie de porra para determinar el momento exacto en que el artilugio se vendría abajo. Ella puso buena parte de sus ahorros al abanico de tiempo que iba de los 5 a los 10 segundos... pero nada, ya han pasado 20 minutos y esto no da síntomas de desmoronarse. ''¿Cómo diablos puede ser?'', se pregunta ella ''¿A qué diabólica lógica obedece este mecanismo?'' Mira arriba en espera de una respuesta que por mucho que espere, simplemente no llega. Lo más curioso de ello es que
no se percibe en su cara rastro alguno de frustración. Todo lo contrario.
Por unos instantes, su existencia se ha visto sumida en un absurdo cuya crueldad no estaba exenta de esa calidez tan humana que, de algún modo u otro, parece que ayude a arreglarlo todo; a que todas las piezas encajen y funcionen a la perfección... en definitiva, a que estemos un poco más cerca de esa quimera al que algunos, no faltos de ambición (o insensatez) han llamado
''el sentido de la vida''. Ni más ni menos. Pongamos que la dichosa máquina descuelga el teléfono cada vez que alguien llama. Pongamos que quien está al otro lado de la línea es Dios (cuidado), quien ni corto ni perezoso, admite que su gran creación no es más que una colosal chapuza... pero que por su propio amor, que ni se nos ocurra tirar la toalla, que tenemos que seguir luchando, que tenemos que disfrutar de cada bocanada de aire que entre en nuestros pulmones, que ante todo, nunca hay que olvidarse del sumo placer de vivir.
Pongamos que la película que ahora nos concierne
entra, sin pudor alguno, en la categoría de las ''feel-good movies'', es decir, que lo que prima aquí, incluso por encima del mismísimo acto de respirar, es el
sentirse bien con una vida que, ojo, es muy perra. Al mal tiempo buena cara; a la vejez, tres cuartos de lo mismo. El nuevo trabajo de Tal Granit y Sharon Maymon se sitúa en uno de los sitios potencialmente más depresivos del mundo (esto es, un geriátrico), pero ya desde su primera escena, la pareja de cineastas deja claro que
el regusto que debe quedarle a uno de dicha experiencia no es el salado de las lágrimas, sino el de unas risas que, en vez de ser dulces, se acercan mucho más al ácido. Pregunta incómoda: ¿Se puede hacer broma con un tema tan delicado, complejo e incómodo como la eutanasia? Por supuesto, que al fin y al cabo, éste (Israel) es un país libre... al menos para la comunidad hebrea.
Así, todas las piezas se han colocado de modo que el engranaje desvele la verdad más absoluta y, quizás por esto mismo, la más a menudo olvidada:
La comedia y la tragedia son, a menudo, las caras de la misma moneda. Llámenlo humor (judío), filosofía de ¿vida? o simplemente salud mental, el caso es que las peripecias de este grupo de ancianos que se ven obligados a escribir (sobre la marcha) su propio manual sobre la muerte asistida, no es más que el plan maestro (?) de alguien convencido de que las (son)risas son la mejor cura para los males, tanto del cuerpo como del alma. El problema es que la basculación entre los extremos nunca queda del todo justificada, o no se hace con el convencimiento que exige la ocasión. Como si el paso de la tragedia a los terrenos más puramente humorísticos (y viceversa) quedara en manos únicamente del talento de unos actores no demasiado respaldados por el guión.
La muerte planea continuamente por encima de la historia, sin llegar nunca ni a la lágrima ni a la carcajada... sin ánimos de hacer daño a nadie. Todo controlado. Demasiado. La naturaleza bicéfala del producto se queda entonces en una especie de limbo en el que, efectivamente, y a pesar de todo, es tremendamente fácil sentirse bien. Porque la vida lo merece, claro que sí... mucho más, por cierto, que esta ''Fiesta de despedida''.
Nota:
5 / 10
por Víctor Esquirol Molinas
@VctorEsquirol