Pongamos que el más firme candidato al próximo Balón de Oro (el que más guste al lector) se ha driblado a medio equipo contrario. Pongamos que cada defensa sorteado ha sido elegantemente humillado con un regate que los ojos del espectador no habían visto antes, por mucha sabiduría futbolera que hubiera en su retina.
La obra de arte está a punto de concretarse. Los cronistas han dejado de teclear; los comentaristas han callado... el mundo entero está mirando. Expectante. Sólo falta el chut final. Menos, sólo se necesita empujar el balón hasta una línea de meta que ahora mismo se encuentra a pocos centímetros. Parece que ya está... hasta que sucede lo imposible. Un espontáneo de 150kg ha saltado al césped... tal y como el Altísimo lo trajo al mundo. Los encargados de seguridad estaban demasiado pendientes de la jugada, y cuando han querido darse cuenta, ya es demasiado tarde. La ballena se ha abalanzado hacia la estrella. Contacto. Catástrofe.
Tibia, peroné y muchos más huesos de los que ni conocíamos su existencia, se han fracturado por incontables frentes. Dantesco. Apocalíptico. El esférico se ha ido por la línea de fondo. Adiós. Hasta nunca.
El impacto ha sido, por supuesto, brutal. Sólo equiparable al de un tren de carga arrollando una persona que cruzaba desprevenida las vías. Por cierto, en marzo de 2006 llegó a oídos del mundo ''civilizado'' (nótense las comillas) la espantosa muerte en Austin de una chica de 18 años. Su nombre era Tara Rose McAvoy y por aquel entonces ostentaba el título de
Miss Sorda de Texas. Como lo oyen. Paseaba despistadamente por una zona de alto tránsito ferroviario... y a partir de ahí, las circunstancias del accidente quedan en la más aplastante de las obviedades. Y efectivamente: los testigos afirmaron que antes de que sucediera lo inevitable, el maquinista hizo sonar en repetidas ocasiones la sirena de la locomotora. Pero claro, todos estos avisos fueron en vano... el destino hizo oídos sordos y siguió su curso macabro. Quedó así la promesa de la corona de Miss America en la misma categoría, esto es, en un espantoso baño de sangre... Y en
las carcajadas de unos locutores deportivos que por poco no terminan como las comadrejas de '¿Quién engaño a Roger Rabbit?'.
Y ahora, si está usted entre los que se ríen con alguno de estos dos escenarios, o mejor, tanto con uno como con el otro, entonces debería alegrarse (o preocuparse, según cómo se mire), pues su humor estará muy cerca del de
Matthew Vaughn, uno de los directores del cine espectáculo actualmente más fiables y que, entre otras cosas, y aunque no lo parezca, se está erigiendo, película a película, en uno de los puntales que, siempre dentro de las fronteras cada vez más líquidas del séptimo arte, más al límite lleva la reflexión sobre algo que aparentemente es sencillo pero a la práctica, sencillamente, no. Para entendernos:
¿Qué es gracioso y qué no lo es? O para ser más justos con la osadía del debate:
¿De qué podemos reírnos, y de qué no? Por supuesto, la violencia se añade a la ecuación, y por si a la fórmula le faltaba nervio, se le añade a Mark Millar (a quien, por si todo esto todavía no bastara, se le une otro viejo conocido como Dave Gibbons) y el combinado ya tendrá todos los ingredientes necesarios para ser
el cóctel (molotov) más apetecible.
A continuación, lo de siempre... solo que
al gusto del consumidor del siglo XXI. ¿Agitado o mezclado? Poco importa, la verdad, mucho menos si quien prepara el combinado es consciente de que los modales hacen al hombre, que los caballeros de hoy en día entran por detrás y, por último, que las siglas J.B. no se refieren ni a James Bond ni a Jason Bourne. Y sí, esto sigue siendo una película de espías. Como lo era, por cierto, la estupenda (y de recordárnoslo se ha encargado, muy a su pesar, Bryan Singer) 'X.Men: Primera generación'. En aquella, los mutantes querían ser agentes secretos; en ésta,
los que están ''al servicio de su Majestad'' es como si aspiraran a ser súper-héroes. Y sí, esto sigue siendo una película en la que prima la acción. La más...
violenta, claro, pero importante, sin dejar nunca de dedicarle la sonrisa que, seguramente, se merezca. Como en aquella primera (y muy acertada) adaptación para la gran pantalla de 'Kick-Ass'. De hecho, 'Kingsman: Servicio secreto', podría definirse como la evolución natural tanto de una como de la otra propuesta, o si se prefiere, la película que tiene todo aquello para poder ser considerada, casi al 100% de Mr. Matthew Vaughn.
Una vez más (y van muchas, aunque algunos no quieran verlo)
las grandes productoras se asocian con aquello a lo que normalmente (lo dice su manual) tanta alergia le tienen. Digámoslo sin miedo: a la autoría. A aquellos elementos que determinan que el producto pertenece más a las manos de quien lo ha manipulado en última instancia, que no a la cartera de quien, recordemos, lo ha hecho posible gracias al desembolso que ha llevado a cabo. En el caso que ahora nos concierne, las riendas las lleva alguien (y perdón por el lenguaje)
con los cojones tamaño bulldozer, y cerebro casi del mismo tamaño, pero presto a desconectarse cuando haga falta. Alguien quien (y toca seguir pidiendo perdón) puestos a cagarse en lo políticamente correcto, va y lo viola (¿por qué no?), chutadísimo de adrenalina. ¿Resultado? El espectador predispuesto se convierte, como por arte de magia, en el camello que le está suministrando la droga. Es decir, como el propio Matthew Vaughn,
se desliga de cualquier vínculo que le ate al lastre de la moralidad para que así su zona genital se deleite como en las mejores ocasiones.
De fondo suena el ''Money For Nothing'' de los Dire Straits, y los títulos de crédito iniciales estallan, literalmente, en mil pedazos. Más tarde, pide paso Bryan Ferry con su ''Slave to Love'', y lo mejor es que la
-enloquecida- lógica no induce al error: en ningún momento nos hemos alejado un solo centímetro del material original. Para el comic 'Secret Service', Mark Millar y Dave Gibbons se apoyaban constantemente en
lo gamberro de un referencialismo que iba mucho más allá de la simple enumeración de aquellos títulos e ídolos fundamentales en la construcción de la iconografía popular contemporánea. De lo que se trataba ahí era, básicamente, de lo que se trata aquí en 'Kingsman: Servicio secreto', es decir, de
convertir los esquemas genéricos en el terreno de juego ideal para pasárselo teta... aunque para ello más de uno tenga que salir lastimado (total, si algo aprendimos de productos hermanos como 'Utopia' es que en este planeta sobra gente).
¿Alguien dijo ''humor negro''? Sí, pero hasta que dicha tonalidad explota en un espectáculo de luz y color.
Dicho de otra manera, la nueva película del antaño alumno aventajado de la escuela Guy Ritchie tiene la apariencia de una película de espías clásica... solo que en realidad es
la película de espías ideal para el año 2015. Aquella que, para bien o para mal (pero sobre todo por lo primero) nos merecemos ahora mismo. Héroe macarra, villano freak con apariencia de afro-Steve-Jobs, esbirros que bien podrían ser la versión asesina de Oscar Pistorius (uy, espere), esencia brit entre reverenciada e injuriada (gracias a la inestimable implicación de pesos pesados del calibre de Colin Firth, Michael Caine o Mark Strong)... A no olvidar: Los modales hacen al gentleman. Más importante aún.
No se trata solamente de jugar con los elementos más reconocibles de dicho cine, sino del modo (y el convencimiento) en que se lleva a cabo una blasfemia que, de repente, se transforma en el más sincero homenaje, al tiempo que la más acertada de las reformulaciones. Así es cómo la novela gráfica se funde, trepidantemente, con la ilusión milagrosa del movimiento. Y precisamente en este dinamismo desbocado es donde se crece el film.
El peligro del exceso (pueden mirarse, por ejemplo, las más de dos horas de metraje), con el -saturado- ridículo que éste conlleva, planea continuamente... hasta que queda claro que buena parte de la gracia está en
domar el propio concepto del desmadre. En estas labores, pocos como Matthew Vaughn, quien no deja tiempo para pensar (solo para disfrutar), y a quien, visto lo visto, todavía no está claro si deberían nombrarle Caballero de la Reina, o extraditarle de por vida. En cualquier caso, la duda es desternillante. Casi tanto como, admitámoslo, el barómetro (de la violencia) en que se ha convertido el susodicho director. Para los interesados: Pegarle un tiro a un perrito queda terminantemente prohibido, sin embargo, uno se ve aplaudiendo a rabiar, casi sin darse cuenta, una sangrienta orgía campal en una iglesia al ritmo del ''Freebird'' de los Lynyrd Skynyrd. Y a reírse, adelante, que al cuerpo le sienta estupendo. Tanto como este
nuevo ejercicio de puerilidad, tan vasto como virtuoso en la acción, tan desacomplejado en cualquier consideración ética como despiadada y creativamente salvaje (gracias) a la hora de acercarse a su inconfundible sentido del humor. ¿Incómodo? Sí. Bueno, no... ¿A quién coño le importa?
Nota:
7 / 10
por Víctor Esquirol Molinas
@VctorEsquirol