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'Into the Woods': De perdido al bosque

Vía El Séptimo Arte por 23 de enero de 2015

Érase una vez, en un teatro muy lejano, uno de los más dotados compositores de musicales del reino probó suerte con lo que muy pocos se atreven. Con dar, no un doble, ni un triple, si no un cuádruple salto mortal. Sin red de seguridad, como suele decirse, pues la propia naturaleza de su propuesta parecía que no iba a ser demasiado amiga de las medias tintas. O éxito sonado o fracaso absoluto, porque sólo estos finales (o uno o el otro, vaya) serían posibles, vista la voluntad de hacer convivir, sobre las mismas tablas, cuatro cuentos tan (archi)conocidos como "La caperucita roja", "Jack y las habichuelas mágicas", "La Cenicienta" y "Rapunzel". La pregunta apriorística era evidente: ¿Cómo diablos encajar cuatro historias tan sagradas en una sola? La respuesta, casi tan evidente: Siendo conscientes de que surgen, todas ellas, de las mismas mentes; que por ello forman parte del mismo universo. ¿De la misma época? Puede, poco importaba. ¿Obedeciendo cada una de ellas a las mismas inquietudes? También (primera clave del éxito). ¿Compartiendo el mismo escenario? Por supuesto.

Dónde, sino en un país remotamente indeterminado. Cuándo, sino en una época muy lejana. Y entonces, ¿qué hay del maldito punto de convergencia? Eureka: El bosque. Sobraba (y sigue sobrando) la denominación de origen. El escenario, la clave de todo ello, estaba definido por el amparo (protector y amenazante al mismo tiempo) proporcionado por la sombra de unos árboles tan viejos como el tiempo mismo. Cualquier cosa podía suceder allí. Desde los milagros más impresionantes de la naturaleza (como el de una enredadera gigante convirtiéndose en una torre que empalara las nubes), hasta las singularidades más melancólicamente bellas (como la del sauce llorón que creció, qué cosas, alimentándose de las lágrimas de una joven muchacha), pasando, faltaría más, por los terrores que, tarde o temprano, nos perseguirían por siempre jamás (como el del lobo, que esperaba pacientemente a que el almuerzo se le acercara felizmente dando brincos). El bosque fue pues, el punto de encuentro entre realidad y ficción, entre sueño y pesadilla... entre esos cuentos en los que todo esto (y mucho más) cabía.

El gran Stephen Sondheim resolvió la ecuación allá por el año 1987, y desde entonces que su musical no ha parado de representarse. 'Into the Woods' nos lleva, tal y como indica el título, a lo más profundo de ese Bosque que, más que un lugar, es una -formidable- excusa para condensar ni más ni menos que la esencia de las fábulas de los hermanos Grimm, pilar maestro de esa sabiduría (¿se admite?) popular que ha ido sobreviviendo a través del tiempo. Dicho elemento nos lleva al siguiente factor, pieza fundamental en el refuerzo estructural de ese imaginario colectivo tan consolidado pero a la vez (y ahí está la gracia), tan maleable. La Disney llama a la puerta, y a ésta mejor abrirle de buenas, antes de que se ponga a soplar y a soplar... hasta la casa derribar. Aunque también sea dicho, cualquier muestra de resistencia no habría pasado de la más intrascendente estupidez. Al fin y al cabo, ¿quién mejor que los magnates de la fantasía de toda la vida para dar vida (cinematográfica, se entiende) a la creación de Sondheim? Por si fuera poco, el momento también es el ideal para que la carambola deje al respetable con la boca abierta.

Este año, la vuelta (de tuerca) al cuento de siempre con 'Maléfica'. El anterior, el deshielo (irónicamente, con 'Frozen') de algunos de los esquemas más rígidos de dicha factoría. Es evidente que la Disney le ha perdido, definitivamente, el miedo a reinterpretar (que no a reinventar) los postulados más dogmáticos que a lo largo de tantas décadas han ido construyendo su propio espíritu. Si para ello se echa mano de la fiebre mash-up que vive actualmente la escena musical, más astros aún jugando a favor. Más madera: añadamos al conjunto un reparto estelar encabezado por nombres como Emily Blunt, James Corden, Anna Kendrick, Chris Pine, Johnny Depp o Meryl Streep, quien como sabemos garantiza, al menos (y no es poco), una preciosa nominación al Oscar a la Mejor Actriz Principal / Secundaria. Y más: Dirigiendo espectáculo, Rob Marshall, un director que, si bien llega a la cita en horas bajísimas (véase 'Piratas del Caribe 4', incluso la bastante fallida 'Nine'), demostró en sus -galardonadísimos- inicios que tenía un don especial para conciliar ese tan embriagador desparpajo de Broadway con (importante) las filias de la Academia y (todavía más importante) la voluntad de la taquilla.

Por desgracia, parece que lo que pesa más en esta suma es lo que, paradójicamente, más puede restar. Rob Marshall llega a la cita con su varita al borde de una fractura irreversiblemente fatal. Como si todo esto se tratara más de una última oportunidad, y no de una reválida benévola para relanzar su ahora mismo errática carrera detrás de las cámaras. Y con esta incertidumbre empieza 'Into the Woods'... y con una revelación engorrosamente sorprendente. Y es que hasta al músculo productor a priori más infalible, se le ven, en determinadas ocasiones, las costuras que revelan sus vulnerabilidades. Éstas no son, en ningún caso, excesivamente preocupantes, pero sí sorprende ver cómo aspectos en los que la maquinaria normalmente se luce tanto, se limitan aquí a aprobar con una nota mínimamente aceptable. Vestuario, maquillaje, diseño de producción... piezas del engranaje técnico, tan relativizables individualmente como imprescindibles en un todo que, al igual que todas ellas, parece contentarse con, precisamente, contentar al personal, y poco más.

Buena parte de la culpa la tiene el sospechoso habitual. Navegando entre dos aguas (o artes escénicas, si se prefiere), da la sensación de que Rob Marshall no acaba de tener del todo claro si lo que está haciendo aquí es cine o teatro. Su puesta en escena es, por lo menos, demasiado poco arriesgada. No conciliadora, sino más bien dubitativa, y empeñada en desaprovechar las armas únicas que el séptimo arte le da a uno para contar una historia (o dos, o tres, o cuatro, poco importa). Afortunadamente para todos, los actores sí cumplen, sobradamente, con su parte. ¿Maravillosos? Ni mucho menos. ¿De Oscar? Tal vez sí (ya saben, el Decreto Meryl-Streep). Muy entonados, sin lugar a dudas, e imprescindibles todos ellos a la hora no sólo de dar vida a la partitura (a la que, a la larga, le pasan factura sus repeticiones no lo suficientemente pegadizas), si no también cuando el filme entra realmente en materia. Lo que se intenta aquí es distanciarse de las Sagradas Escrituras. Alejarse del "pie-a-la-letra" para así adoptar cierta ironía gamberra (y cariñosa) a la hora de leer esos textos tantas veces leídos antes. Y sí, por supuesto la antes intocable institución del Príncipe Azul, sale cómicamente escaldada (en el que seguramente sea el número más acertado de toda la obra).

Nada que no hicieran antes triunfos tan rotundos como el primer Shrek o subproductos como 'La increíble pero cierta historia de la Caperucita Roja', pero ahora con el añadido de la magia Disney; con el bonus de jugar en un campo propio donde, consecuentemente, se dispone de total libertad a la hora de modificar las medidas de la cancha (además de otras muchas más características) para que así el juego tenga que adaptarse a un nuevo reglamento. Más atractivo, más espectacular, más cómicamente descontextualizado, más moderno o, al menos, más acorde a nuestros tiempos (teniendo siempre en cuenta, la inmortalidad del material de base). Claro que más allá de los -supuestos- planes iniciales, uno se encuentra, de repente, con que en el siglo XXI, el adulterio es el único crimen divinamente castigado con la pena de muerte. Es sólo un ejemplo. Aunque más allá de algún que otro tropiezo, y de esa continua falta de auténtica relevancia, lo más triste de todo es constatar cómo todas las buenas sensaciones y el inmenso potencial con los que juega Marshall se van al traste... precisamente, por su culpa.

Aviso para navegantes: Cuando 'Into the Woods' parece que vaya a terminar y a despedirse, dejándonos con el recuerdo (seguramente efímero) de una tontería simpática, decide fintar y alargar la función a lo largo de una media hora final que se hace, sencillamente, agónica. Casi se podría decir que ni el director esperaba ese giro y que por lo tanto, éste le cogiera a contrapié o, peor, con el depósito de reserva a punto de quedarse seco. El descalabro es total. Rob Marshall (quien parece tomarse demasiado en serio la declaración de angustia de uno de sus personajes cuando declara estar en la historia equivocada) no aguanta más y se hunde, definitivamente, para no volver jamás a la superficie. El rush de clausura es un compendio casi enciclopédico de cómo no hay que hacer cine. Los titubeos del principio se convierten en una pájara mental de la que todo el mundo se contagia. El guión, incapaz de profundizar realmente en ninguno de los frentes, se lía en sus continuas idas y venidas, el montaje se vuelve más y más confuso a cada secuencia que pasa y la dirección queda bochornosamente desnuda, al hacerse, más obvio que nunca, su alarmante ineptitud a la hora de plantear cada situación y, aún peor, a la hora de resolverla. Al final, el popurrí se salda con un estridente grito de socorro dirigido a un telón que se empeña en no bajar; a alargar una tortura que ni se habría aparecido en los sueños más oscuros de los Grimm; a dejar más claro que el crédito cinematográfico del antaño prometedor Rob Marshall, se está agotando a marchas forzadas.

Nota: 4 / 10

por Víctor Esquirol Molinas

@VctorEsquirol

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