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'Interstellar' - Rabia, rabia contra la agonía de la luz

Vía El Séptimo Arte por 06 de noviembre de 2014
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Llegados a ese punto, la muerte era una evidencia que esperaba a ser concretada. Era cuestión de tiempo. De cuatro minutos mal contados, para ser un poco más exactos. Llegados a ese punto, cuando se habían abierto, de la manera más espectacularmente acongojante, las puertas de la naturaleza más desconocida, violenta y desbocada, y cuando ya no había posible vuelta atrás, quedaron unos segundos para que la memoria más inmediata buscara, en vano, otros caminos; estrategias alternativas y planes B que quizás, y sólo quizás, hubieran evitado una debacle de la que ahora ya no había forma humana de escapar. Tras ese dramático y ultimísimo balance general, y definitivamente llegados a ese agónico punto, quedaron, para el final, unas centésimas de segundo para que los pocos miembros de la tripulación que seguían en pie cruzaran por última vez la mirada. Primero entre ellos; justo después con su capitán, viva imagen del abatimiento más digno, y a quien no se dirigió ni un amago de reproche, ni el más mínimo asomo de resentimiento. Y se acabó. No se supo más.

No al menos de forma oficial. Quedó, para la posteridad, el debate entre todos aquellos a cuyas orejas llegó la historia. Las palabras ''desastre'' y, sobre todo, ''fracaso'' fueron, por supuesto, las más repetidas. En las tertulias, sea cual sea su índole, sean quienes sean sus participantes, suele tenderse hacia la destrucción más despiadada. Somos así... y el entorno así lo requiere. Lo que suele olvidarse en este tipo de discusiones es uno de los mayores principios universales que rigen no sólo el arte, sino también la biología, la física, incluso la química... así como cualquier otra disciplina que ayude a poner orden al caos cósmico que nos rodea. Dice esta ley que las grandes caídas sólo pueden darse si previamente se ha llevado a cabo una gran escalada. Aplicada a la nave maldita de antes, su trágico final fue el resultado directo del hambre desmedida de su comandante en jefe. Pues fue suya (y sólo suya) la idea de tomar la ruta más peligrosa que hubiera figurado jamás en cualquier carta de navegación; suya fue la brillante ocurrencia de aventurarse mucho más allá del último confín en el que el vigía más dotado hubiera puesto alguna vez el ojo; suya fue la decisión de mirar a la cara al destino más funesto, y jugar a los dados con él.

Téngase esto en cuenta: Esta historia, que podría llevar por título, 'Interstellar', no va sobre el fracaso (si acaso trataría sobre la posibilidad de éste); trata de la obligación de pensar en grande, pero por encima de todo, del apetito. Éste corresponde a un arquitecto, a un ingeniero, a un pionero, a un explorador, a un cultivador... a un cineasta. A un director de cine que si se tuviera que medir su ambición en unidades de distancia, más que kilómetros, se necesitarían años luz para establecer una escala que le hiciera justicia. Su nombre sería (y en este apartado ya no hay tantas opciones) Christopher Nolan, seguramente el profesional de esta industria (llámese también ''séptimo arte'') que en los últimos tiempos mejor ha sabido conjugar las exigencias de la comercialidad con las necesidades de la autoría. Véanse, sin ir demasiado lejos, sus últimas seis películas (incluida la que ahora nos concierne), que comprenden prácticamente una década, y que trazan una constelación (precedida, esto sí, por un trío de astros que ya los quisieran muchos en su currículum) donde se percibe claramente la forma de un gran murciélago, extendiendo las alas. Pero hay más, pues en el interior de su silueta, hay otras estrellas que brillan con igual -o más- fuerza.

Obviamente, no puede eludirse el hablar de una de las sagas de súper-héroes más aclamadas de la historia (con amplísimo consenso, y no es precisamente fácil, entre crítica y público), aunque más injusto sería ignorar los trabajos que se han ido intercalando entre dichas adaptaciones del archi-famoso personaje de cómic. Por si no hubiera impregnado lo suficiente con su personalidad el universo DC, Nolan sentía igualmente la necesidad imperante de moverse en territorios más propios en los que, consecuentemente, dispusiera de más libertad. La taquilla (no hay mejor aval) le respaldaba y, por esto, los medios llegaban. La maquinaria requería las piezas y diseños más sofisticados, además de un mimo que aun así en cualquier otro escenario habría sobrepasado, y con creces, lo apriorísticamente razonable. Y todo giraba. Se sucedían los aplausos, la horda de fans seguía desbordándose y, lo más importante, el dinero no paraba de llenar las arcas. Normal que a la criatura se le concedieran estos caprichos, más aún cuando éstos contribuían tan significantemente en la construcción de su propia leyenda, tan esplendorosa, tan atractiva, tan rentable.

 

 

Después de haber dicho su última palabra concerniendo al ''Caballero Oscuro'', tocaba volver, como dictaba la norma, al espacio interior, que para esta ocasión se expandiría hasta el exterior. Sucede en el cine que las pretensiones de un proyecto pueden cuantificarse (y olvidémonos por un momento del maldito sistema métrico) por el presupuesto que maneja. Por la pasta gansa que los peces gordos aflojan al artista para que éste vea cumplido los sueños de ambos bandos (normalmente los de los primeros mucho más materialistas que los del segundo). Desengañémonos, el tamaño sí importa, y en este negocio, mucho. Y si de esto hablamos, éste nos remite a unos 165 millones de dólares estimados (que se dice pronto) de apoyo financiero, que a pesar de estar sensiblemente por debajo de los 240 de la última de su Batman, siguen marcando una nueva marca personal en lo que a expediciones por su cuenta y riesgo se refiere. ''Sólo'' (es una manera de hablar) 5 millones por encima de su anterior plusmarca ('Origen')... pero con la vista puesta en horizontes mucho más lejanos.

En el sentido más literal y figurado de la expresión. Dígase una vez más, esta historia presentada por Christopher Nolan y titulada 'Interstellar' trata, por encima de todo, del apetito, que en exceso puede llevar al fracaso, sí, o al menos a la posibilidad de éste. En éste sentido, a pesar de la solidez de la marca, y a riesgo de hacerle demasiado caso a la bola de cristal, debe dejarse claro que estamos ante el filme que más números tiene para marcar un punto de inflexión negativo en la carrera del londinense. Ante todo, que no cunda el pánico, ''Keep Calm...'' y recuerden aquello de ''Sin riesgo no hay gloria'', porque pocas veces la sabiduría popular se había cargado de tanta razón. El riesgo de descalabro es, efectivamente, más que probable, quizás porque sea parte ineludible del juego. Las grandes apuestas tienen esto, que el vértigo despertado por sus ganancias potenciales sólo puede compararse al de la amenaza de unas pérdidas que también deberían tenerse en cuenta. Y para tomar más conciencia de la dimensión de la propuesta, nada mejor que asentarse en las bases de este viaje, quintadimensional donde los haya.

Lo que sabíamos antes de entrar en la sala de cine: Buena parte del argumento gira en torno a una de las teorías más conocidas de Kip Thorne, experto en la Teoría de la Relatividad que afirma que los agujeros de gusano no sólo existen, sino que además se pueden usar como portales para viajar en el tiempo. ¿Y por qué complicarse tanto? Pues porque en un futuro no demasiado lejano, la vida en nuestro planeta será igual de complicada. La Tierra, para no andarnos con excesivos rodeos, se muere, con que a la raza humana no le queda otra que jugárselo todo a una última mano en forma de viaje interestelar, en busca de otro planeta que pueda sostener su penosa existencia. Y por si no fuera lo suficientemente complicado, nos acompañará -casi- siempre la promesa de que lo que vamos a ver se ha hecho con el máximo rigor científico, esto es, todo el que permita la ocasión, que no es poco, pero no tanto. Mr. Thorne no se limita, pues, a dar el primer empujoncito, sino que teóricamente supervisará de cerca cada paso dado, para seguir muy de cerca, cómo Mr. Nolan se pierde -o no- en el negro infinito, pues no ya no tiene nada -o sí- por lo que volver.

Y entramos en la sala de cine. Y se apagan las luces. Y empieza la cuenta atrás definitiva. Y se enciende el proyector, y... se nos cuenta lo que ya sabíamos, pero no de la manera que esperábamos. En el paraje más yankee que se pueda imaginar (maizales del Midwest, exacto) y con el acento más yankee que pueda llegar a captar nuestro oído, una serie de ancianos nos cuentan, básicamente, cómo empezó a irse todo al garete. De nuevo, la fórmula es de sobra conocida, lo cual no quita que sorprenda (por no decir que descoloque) el verla empleada de una forma tan directa en un contexto como éste. La jugada tarda en ser procesada por el cerebro, pero las evidencias no dejan lugar a la duda. Encadenado de planos cortos, consistentes todos ellos en mostrarnos a personas que parece que lleven la etiqueta de ''gente corriente'' estampada en la frente. A todas ellas se las convoca para dar testimonio de sus vivencias. Cuando éstas tomen cuerpo, lo harán de la forma más estrictamente cinematográfica, sin embargo, cuando estemos cara a cara con los narradores, se hará todo de una manera que no se corresponde con la butaca desde la cual presenciamos el show.

Sobriedad absoluta en la puesta en escena. Como si cualquier atisbo de innovación en el -encorsetadísimo- formato amenazara con desviar nuestra atención de un contenido que toma el máximo protagonismo. Como si de unas entrevistas o documental (siempre televisivos) se tratara, correcto. Sin olvidarnos de que seguimos en la dichosa sala de cine, exacto. Y así, sin apenas darnos -todavía- cuenta, se nos ha mostrado por dónde irán realmente los tiros en 'Interstellar'. Hablemos ya, pues, de una película meticulosamente esquizofrénica, que hará de su semi-oculta fisionomía bicéfala su principal argumento para conquistarnos. Ahí apunta el nuevo más-difícil-todavía de la casa Nolan, a una eopoya intergaláctica adicta a hacer malavarismos en distintos frentes. Entre la Tierra y lo desconocido de este desconocidísimo cosmos; entre el pasado, el presente y el futuro; entre la pequeña y la gran pantalla... y como estaba implícitamente anunciado (pues hablamos de una de las constantes más claras en tan estupenda carrera), entre la ciencia y la creencia más profunda y difícil de demostrar. Todo esto transcurrido en un tiempo que, como ya sucediera en la matrioska onírica de 'Origen', se estira y se comprime hasta romperse, como si del cuerpo más blando se tratara.

 

 

De vuelta a la cruda realidad (triste, pero ya no tanto) ocurre un fenómeno similar: Una película que se acerca peligrosísimamente a las tres horas de metraje, parece que solamente nos haya "robado", a lo sumo, hora y media de nuestra vida. Pura relatividad. Magia para algunos, teoría contrastadísima para otros. Funciona (y de qué manera) en ambos casos. Algo así como, pongamos, una de las hazañas más increíbles de la historia de la humanidad. Ya sucede ahora mismo, en el año 2014, y en el futuro distópico de los hermanos Nolan, aún más. Ahí, las asfixiantes circunstancias han hecho que las preocupaciones de la tierra (con "t" minúscula) hayan eclipsado las que se elevan por encima de ellas. El alunizaje del Apolo 11 ya es, oficialmente, una invención. Una patraña que se orquestó con tal de arrastrar a la Unión Soviética hacia lo más hondo de un pozo de gastos inasumibles que, tarde o temprano, dictarían su propio colapso. No obstante, incluso cuando los libros de Historia son tan taxativos a la hora de referirse a dicho capítulo, sigue habiendo ingenieros que se resisten a creerlo. Antes (es decir, ahora mismo) los que iban a contracorriente, eran un puñado de adoradores de la teoría de la conspiración. Y sin importar el escenario ni sus protagonistas, el choque de trenes sigue produciéndose, y el estruendo de la colisión se oye en todo el Sistema Solar.

En dicho conjunto de astros, hay uno que está a punto de apagar las luces para siempre. Muchas veces ha amenazado la ficción cinematográfica con poner punto final a la actividad y posible herencia terrícola, pero en pocas ocasiones ha logrado llegar a estas cotas de desolación. No por la magnitud de una condena tan absoluta como irrevocable, sino porque tanto sus causas como consecuencias se palpan en lo que realmente importa, es decir, en el espíritu de los condenados (reflejado en una frase, en un titubeo, en una mirada perdida en la nada...), que para colmo de males han ejercido previamente también, en mayor o menor medida, de verdugos. Como ya sucediera en la Gran Depresión descrita por Steinbeck / Ford en 'Las uvas de la ira', la codicia y despilfarro humanos ha trastocado, en lo que cabría catalogar de aterrador giro shakespeariano, a la propia naturaleza. Donde antes brotaban y crecían los alimentos, ahora sólo lo hace el polvo, testigo definitivo de la devastación más absoluta. Lo peor de todo es que no hay arreglo posible. Sí que existe, por el contrario, una -remota- solución, que pasa, esto sí, por el trauma de hacer las maletas y emigrar allá donde la tierra (con "t" mayúscula, también) vuelva a ser fértil. En la primera mitad del siglo XX, al drama de la inmigración le bastaba con una mudanza interestatal. En el XXI, es decir, en la era de los grandes números, la ruta exige ser de carácter y tamaño planetario, para llegar allá donde ningún ser humano había llegado antes.

A pesar de la contundencia de la situación, en la exposición de los elementos que configuran esta plataforma de lanzamiento deberían oírse ya ecos de otros anuncios apocalípticos o, sin ponernos tan trágicos, de la promesa de otras odiseas espaciales. Y así debe ser, porque como en otros muchos casos, se hace prácticamente imprescindible seguir la huella de -remarcables- trabajos anteriores, ya sea dentro o fuera del mismo género. Si de influencias hablamos, es también fundamental aclarar un itinerario que traza un camino que, de tener que reducirse a los clásicos puntos "A y B", describiría una especie de salto cuántico (y de fe, no lo olvidemos) entre Rod Serling y Stanley Kubrick. Televisión y cine confluyen pues, una vez más, en la construcción de un monstruo que nos habla de un creador que, a pesar de no entrar en la categoría más estricta de pionero, sí que, a cambio, no renuncia a esta naturaleza para reivindicarse así, con todas las de la ley, en un excelente explorador. Por mucho que la innovación esté condicionada (cuidado, sin la intervención de demasiadas ataduras) a las enseñanzas y conclusiones de los grandes maestros, ésta para nada queda excluida de la ecuación.

El resultado matemático nos habla de una película que a pesar de servirse constantemente de otros productos (en su estética, calculadamente retro; en la elección tanto de las temáticas como de sus respectivos enfoques...) se antoja como una experiencia nueva (y fascinante, e intensa, y a todas luces fantástica) que nos tienta, como sólo Christopher Nolan sabe, a embriagarnos del placer del descubrimiento. En su vertiente más visceral (pues todo cabe en esta operación), nos encontramos con otro paso de gigante para la auto-consagración del cineasta responsable de 'Memento' (cómo pasa el tiempo... y qué estático parece a veces) como una religión en sí mismo. Con todas las ventajas y riesgos que conlleva dicha denominación. Su poder de convocatoria parece no tener tope... está por ver si sucederá lo mismo con el de convicción. Aquí es cuando debe tomar el control la revisión más fría y analítica de sus sacras palabras, o sea, es donde la nave puede bordear excesivamente el abismo. Es en este punto del viaje (cuando éste ya toca a su fin; cuando se ha dejado atrás el punto de no retorno, vaya) en que a la mente objetiva deberían asaltarle las dudas.

 

 

Las preguntas sin respuesta, a lo Lindelof & Cuse, pero con todo teóricamente explicado. Es, por supuesto, la clásica incomodidad que suele producir Nolan, alguien que trabaja en universos tan complejos y con unas reglas tan marcadas, que a la que parece que una de ellas ha sido violada (o no cumplida al pie de la letra), le queda a uno la duda de si la culpa ha sido del emisor o del receptor, que no estaba lo suficientemente atento. Hay más, porque en el caso en que la falta haya sido cometida por el primero, son más los interrogantes que nos asaltan. ¿Los personajes no corren el riesgo de ser barridos ante la inmensidad de la propuesta? ¿La inmensidad de la propuesta no se verá reducida por el necesario desarrollo de los personajes? ¿Con tanto a tratar y a examinar, bastará con 3 horas? ¿No hubiera sido preferible el formato serie para un desarrollo más satisfactorio? ¿Pero... cuenta la televisión con los medios suficientes para realizar esta proeza? En efecto, puede ser muy incómodo, más aún cuando, para cuadrarlo todo, la película opta tan descaradamente por un sentimentalismo al que muy fácilmente podría acusarse de cursilón. Como si Nolan hubiera cedido ante su lucha interior, y hubiera decidido darle la espalda a su lado más racional. El veredicto, como siempre, va al gusto del consumidor.

Donde sí debería haber más unanimidad es a la hora de reconocer que cuando éste cineasta se aplica, pocos son los que pueden hacerle sombra en la costosísima tarea de demostrar que el concepto blockbuster no tiene por qué estar reñido con la inteligencia; que el cine palomitero no tiene por qué ser prohibir las reflexiones en el post-visionado, que es cuando realmente se ve si una película va a perdurar o no en nuestra memoria (o sea, cuando queda claro que lo que acabamos de ver es, o no, gran cine). El suyo, indudablemente, lo es. Porque su ambición (tan gargantuesca como una grandilocuencia que pasaba por ser la única vía aceptable para este proyecto) se ve correspondida por una exigencia que se ramifica en tres brazos interdependientes. Toca exprimir al máximo a cada miembro de su equipo: Véase, por ejemplo, la magnífica partitura compuesta por Hans Zimmer (desde ya, entre sus mejores trabajos), cuyos órganos dotan de aún más profundidad a la épica operística marca de la casa, además de ser una prueba irrefutable de que hay bandas sonoras que justifican el visionado de una película... y a ser posible en una sala de cine. Véase también el rol que juegan, en este caso, los actores (de un elenco en el que encontramos la flor y nata del star-system hollywoodiense), obligados cada uno de ellos a cumplir con nota... pero a no destacar por encima de un conjunto que siempre tiene que quedarles por encima.

Toca ponerse exigente, al mismo tiempo, con un espectador que no puede jugar un papel pasivo ante lo que desfila por la pantalla. Que tiene que dejar de ver para aprender a mirar... y así sufrir, intrigarse, estremecerse, desesperarse, emocionarse... en definitiva, implicarse al cien por cien en la resolución de una aventura con el mismo poder de atracción que el más glotón de los agujeros negros. Por último, y porque nunca está de más ponerse exigente, es imperativo poner el mismo grado de exigencia con una proyección cinematográfica que tiene que apoyarse en las tecnologías más punteras para que el espectáculo luzca tal y como lucía en la mente de su creador. Quien tenga al alcance una pantalla Imax para apreciar, como Christopher manda, el excelso granulado de la fotografía de Hoyte van Hoytema, o un espacio exterior que parece que jamás se haya mostrado tan bello (además de otras muchas maravillas que difícilmente pueden plasmarse en palabras) que no se lo piense dos veces... al resto de mortales, nos quedará la amarga sensación de no haber podido disfrutar del fenómeno en su máximo porcentaje.

Nos quedará, esto sí, ese tan gratificante agotamiento que sólo pueden causar las películas que realmente importan. Aquellas que nos bombardean por triplicado, apuntando tanto al sistema nervioso, como al neuronal... como al alma. Sí, ésta última existe... porque de no ser así, no existiría 'Interstellar', ni mucho menos Christopher Nolan, suerte de chamán científico que casi siempre acierta en la alquimia del humor, la sensibilidad, la fe y la ciencia, y que por ello es capaz de llegar a la risa, al terror y, por supuesto, al amor, a través de algo tan preciso como una fórmula aritmética (¿o acaso no corta la respiración comprobar cómo TARS, el roba-escenas robotizado, está a una sola ''E'' de hacernos saltar todo tipo de lágrimas?). Es capaz de poner, en una misma escena, el carácter aberrantemente inabarcable del universo entero... y la poesía más humilde (a la vez que catártica) de Dylan Thomas. Es capaz de erizar todos los pelos del espectador. Es capaz de todo. De la conquista más imaginable al más terrible y total de los siniestros. De Serling a Kubrick, en un abrir y cerrar de ojos, pasando por Cuarón, Tarkovsky, Spielberg o Malick... además de otros muchos genios que, al igual que él, a buen seguro hubieran preferido adentrarse en las fauces del fracaso, antes que acomodarse en la insulsa bonanza de la mediocridad. Ante esto último, y como diría el poeta, ''Rabia, rabia'', como si se tratara de la mismísima ''agonía de la luz''.

 

Nota: 8 / 10

por Víctor Esquirol Molinas

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