Cyril, que está a punto de cumplir doce años, sólo tiene una idea en mente, encontrar lo que ha perdido. Encontrar su bicicleta, que no sabe si le ha sido robada o no, y sobre todo, encontrar a su padre, que le ha colocado temporalmente en un centro para niños sin hogar. Allí conoce a Samantha por casualidad, que regenta una peluquería y que acepta acogerle en su casa durante los fines de semana. Pero Cyril no se da cuenta todavía del amor que Samantha siente hacia él, ese amor que tanto necesita para aplacar su ira...
En la facultad de derecho, en repetidas ocasiones dio pie al debate la ópera prima de Stacy Title: 'La última cena'. Se trataba de una alocada y gamberra cinta en la que un grupo de progres con delirios de grandes inquisidores se reunían cada semana para invitar a cenar a una persona de ideología conservadora. Cuanto más troglodita (desde el punto de vista de los protagonistas, claro) mejor. El objetivo era que a lo largo de la velada el comensal dejara constancia de sus pensamientos más retrógrados para así proceder a... su posterior asesinato. De esto se trataba, de justificar un acto atroz del que todos eran conscientes (aunque algunos disfrutaban con su ejecución). ¿Podía salir moralmente impune el crimen más grave de todos?
Aparentemente sí, ya que con la muerte perpetuada se impedía un mal mayor. Se impedía que el desgraciado que ya estaba criando malvas pudiera implantar, con sus posturas sobre el aborto, el ejército, la homosexualidad o el nacionalismo, un presunto reinado del terror en un futuro hipotético. Como en aquel grupo había quien no acababa de verle el sentido al asunto, el cabecilla dio con un ejemplo, tan trillado como ilustrativo, que dio por zanjado el asunto. El planteamiento venía a situarnos en la Viena de principios del siglo XX. Suponiendo que alguien se cruzara con un joven de diecisiete años aspirante a pintor llamado Adolf Hitler, y sabiendo las monstruosidades que iba a perpetuar en los años venideros, ¿lo más sensato no sería dar muerte a ese aparentemente inofensivo adolescente?
Después de una exposición con argumentos tan irrefutables (y algo demagogos, también hay que decirlo), el consenso reinó en el grupo, que ahora sí, se mostró decidido a librar al mundo de futuros Führers. La premisa estaba obviamente pasadísima de rosca, pero desembocaba en una recomendable comedia negra que a la vez reflexionaba sobre la posible legitimidad de ciertos crímenes... y sobre la importancia de actuar a tiempo. Este último punto nos lleva a una filosofía pedagógica que desgraciadamente está cayendo en desuso. Se trata de la doctrina del ''cachete a tiempo'', aquella en la se echa mano -nunca mejor dicho- de medidas drásticas, no por placer, que conste, sino para evitar males mayores; para que el chaval de turno no se desmadre y luego no se tengan que lamentar males mayores.
Pero claro, vivimos en unos tiempos oscuros, en los que la burbuja de la sobreprotección con la que se cubre a los mocosos ha creado una generación de pequeños monstruitos despóticos, reyes absolutistas de sus hogares, herederos por derecho del universo entero, y que saben perfectamente que pueden tirar de la cuerda de la paciencia con total impunidad, pues ésta jamás de los jamases va a ceder. Un claro ejemplo de este comportamiento o tendencia es el joven Cyril, protagonista del último trabajo de los idolatrados hermanos Dardenne, 'El niño de la bicicleta', de largo la película más sobrevalorada de las que se proyectaron este año en el Festival de Cine Cannes.
En la jornada en la que ésta fue presentada, pocas horas antes el personal había sufrido la tortura servida en tres dimensiones de la cuarta e innecesaria entrega de los piratas caribeños más famosos. Se palpaban en el ambiente las ganas de recuperar la esencia del certamen. Era hora de descontaminarse y volver a los brazos de alguna de las vacas sagradas favoritas por aquellas latitudes. Pero ¿por qué elegir una cuando podíamos quedarnos con dos? Ah, qué bueno que vinisteis, hermanos Dardenne. Benditos sean esos catedráticos del drama social; eternos acaparadores absolutos de premios gordos en la Croisette. Con su presunta nueva joya, se vieron todos los ingredientes que les han asegurado una poltrona en el templo del cine de autor. A saber, un estilo directo que repudia cualquier floritura estética, y una historia dura y sobrecogedora (en este caso, la de un niño abandonado por su padre, al que obviamente da vida Jérémie Renier).
Agítese todo con cuidado, cámara al hombro -faltaría más- y con cara de seriedad, y ya estará listo para el consumo -y posterior ovación- del público festivalero, la típica propuesta de la factoría Dardenne. Nada se desvía del guión que lleva repitiéndose desde ya hace casi dos décadas... el problema es que en esta ocasión, no hay manera de tragarse la historia. El principal causante de ello es Cyril, el protagonista de la trama, un crío impertinente, tozudo, maleducado... odioso, que hace volar en mil pedazos el poder de empatía que han poseído siempre los sufridos héroes de las historias concebidas por estos hermanos belgas. Se produce el efecto no deseado de preferir la desgracia, más que el triunfo de ese rebelde sin causa traumatizado por la ausencia de la figura paterna.
El resto del descalabro cabe achacarlo a una gestión torpe y descarada de los recursos dramáticos (la elección de los momentos en los que aparece la grandilocuente banda sonora es digna de un novato) y a un guión demasiado obsesionado en coger cualquier atajo hacia el fatalismo (de chiste la manera de gestionar la vida en pareja por parte del personaje encarnado por Cécile De France, por ejemplo), lo cual desemboca de nuevo en un efecto no deseado... ahora cómico, porque todo en esta presunta tragedia huele a impostura; a gran e increíble disparate. Lo más triste es que con un cachete a tiempo bien dado, tanta tontería se hubiera acabado ipso facto. Pero no, ¿quién puede pegar a un niño? Los personajes que rodean al protagonista desde luego no, y cuando su indulgencia corre el riesgo de romperse, dejando espacio para que la justicia divina intente asestar la ansiada bofetada, la broma ya ha perdido toda la gracia.
Nota:
4 / 10
Por Víctor Esquirol Molinas