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'El monje': Pecados capitales

Vía El Séptimo Arte por 26 de enero de 2012

Abandonado en su nacimiento a las puertas del Convento de los Capuchinos, Ambrosio es educado por los Hermanos. Al poco tiempo, todos los lugareños de los alrededores acudirán a él con fervor, y se convertirá en un predicador admirado por su entusiasmo y temido por su intransigencia. Nadie puede poner en duda su devoción, al considerarse él mismo libre de las tentaciones y pecados que pueblan el mundo, y a los que se libran tantos hombres. Sin embargo, la llegada de un misterioso novicio removerá sus certezas y le llevará por el camino del pecado.

En una remota población española de cuyo nombre no quiero acordarme, se encuentra el director francogermano Dominik Moll. Hace horas que perdió el mapa que debía guiarle hasta su destino, una circunstancia agravada por su prácticamente nulo conocimiento de la lengua autóctona. Por si fuera poco, el sol justiciero de la península se ceba con el pobre cineasta, creando un efecto lupa en sus gafas, que le ciegan sin piedad y le desorientan aún más. En este momento, Monsieur Moll se acuerda del infortunio que conoció Terry Gilliam en estas mismas tierras con su adaptación una y otra vez maldita del Quijote de Cervantes.

Quizás, cuando hayan pasado los años y el recuerdo no sea tan doloroso, alguien se cubra de gloria a su costa haciendo un documental ''anti-making of'', que por lo menos recordará al mundo entero aquello de que no hay mal que por bien no venga. Pero esto solo sucederá si su cometido no llega a buen puerto, y esto sería intolerable. Por encima de su cadáver... no ha nadado tanto para morir ahogado en la orilla. Ha venido a rodar una película, y de aquí no se va hasta que no la haya concluido, adoptando si hiciera falta para la causa esa máxima tan de moda estos días en la meseta: ''A cualquier precio''.

Pero, ¿qué le llevó a esta situación? Su propósito es, conviene no olvidarlo, adaptar la novela de Matthew Gregory Lewis titulada 'El monje', clásico entre los clásicos del terror gótico, sobre el poder, que no es poco, que ejerce el mal sobre los pobres pecadores que pueblan este mundo, que no son pocos. Esto, o más bien sobre cómo los pobres pecadores permiten al mal entrar en sus casas. Satanás está entre nosotros, al igual que la horda de gente extraña, de piel pálida y negras vestimentas, que invadió el Kursaal para la presentación en sociedad del filme en cuestión en el Festival de Cine de San Sebastián.

Sobra decir que para dicho colectivo el evento debía de situarse entre lo más esperado del año (normal, cuando su imaginación sueña continuamente con volar una y otra vez a alguna lúgubre catacumba medieval para invocar a vaya-usted-saber-qué espíritu del averno), con lo que se palpaba en el ambiente cierto aire optimista y alentador, bastante contagioso, cabe añadir. Sin embargo, a los cinco minutos de proyección, todo el buen rollo se había esfumado ya, perdiéndose en los oscuros pasillos del convento en el que tiene lugar la historia. ¿Fue culpa de la poca fuerza del relato? ¿Fue culpa de la poca entrega de los actores? ¿Fue culpa de que el único indicio de que la acción tenía lugar en España fuera el acento castizo de Sergi López?

Todos estos pequeños despropósitos sin duda contribuyeron al hundimiento del barco, pero como suele decirse en estos casos, y a la triste actualidad nos remitimos, la culpa suele ser del capitán. Y en estas volvemos a toparnos con el desubicado Dominik Moll, que perdido en las Españas, no puede -o no quiere- sacarle fuerza al texto de Gregory Lewis (ni da miedo, ni hace atractivos los dilemas que plantea, ni atrapa su presunto suspense). Al mismo tiempo, no puede -o no quiere- aprovechar el talento interpretativo que tiene entre las manos (los fans de Vincent Cassel seguro que no tendrán ningún problema en ir a buscar en otra película para renovar su devoción hacia su querida estrella). La lista sigue.

Y es que al igual que su antipático héroe, Moll cae en la tentación del pecado, y se entrega a él sin mostrar pudor alguno. Porque desaprovechar buen material enfurecería a cualquier dios. Lo mismo que dejar que éste fluya vagamente y sin ningún tipo de atractivo a lo largo de hora y media que en realidad parece mucho más. Queda demostrado pues que en este mundo cruel se puede ser bueno o malo, pero lo que nunca debería tolerarse en un artista (y menos en uno que ha demostrado sobradamente que no es precisamente un incompetente) es que sea un mediocre. En este caso, desgraciadamente Dominik Moll tiene gravado a fuego en la frente este pecado capital. Él y su insípida última creación, tan gris, confusa y ridícula como un viajante perdido en tierras desconocidas.

Nota: 4 / 10

Por Víctor Esquirol Molinas

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