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'El amor es un crimen perfecto': Polvo ferpecto

Vía El Séptimo Arte por 04 de septiembre de 2014

Una carretera de montaña. No. Una carretera de montaña suiza. Cuidado, estamos muy cerca del aburrimiento más perfecto. Sigamos. Una carretera de montaña suiza, y en plena y negrísima noche. A un lado, nieve; al otro, el vacío. Más allá de la luz arrojada por los focos del coche, no logra verse nada. Ya se ha dicho pero no está de más repetirlo: está todo en su sitio, y todo es tan perfecto que los párpados empiezan a pesar. La vista se nubla y la línea discontinua que divide los carriles de circulación empieza a desdoblarse. Peligro, accidente a la vista. Por suerte esto es una película francesa, y flota en el aire una esencia que el olfato no puede identificar. Las orejas están igualmente desconcertadas, pues de fondo suena una música que parece no tener relación alguna con la escena. La combinación es incómoda, incluso algo desagradable, pero gracias a ella, los sentidos siguen despiertos... y así, el conductor, llega a casa, sano y salvo.

El conductor y la copiloto, perdón. Porque a este juego no se puede participar si no es en pareja. O en equipos de tres. O de cuatro. En cualquier caso, la soledad queda terminantemente prohibida. Para más pruebas, lo que sucede inmediatamente después de que los supuestos protagonistas crucen el umbral del dulce, cálido y húmedo hogar. Ahí aguarda la hermana de él, obsesionada en que los híper-ambiguos lazos fraternales que les unen estén más tensos que ayer... y menos que mañana. La copiloto es, por cierto, la más guapa y brillante de las alumnas de literatura del piloto, quien en pocos días va a recibir la visita de la madre (¿o era madrastra?) de la estudiante... mientras otra de sus queridas pupilas le va tirando los trastos, cada vez de forma más descarada y acosadora. Importante: el piloto, es decir, el único rol masculino en este lío colosal, es Mathieu Almaric. Nadie mejor, pues, para que lo intelectual y lo vicioso se hagan el amor el uno al otro.

Dirigiendo el cotarro están Arnaud y Jean-Marie Larrieu. Los Larrieu, vaya, con que ya se sabe, los líos amorosos, que por definición son de naturaleza incierta, van a tener efectos igualmente imprevisibles. Recordemos la muy destacable 'Los últimos días del mundo', en que el panorama dibujado por una serie de rupturas sentimentales más o menos inminentes se mezclaba con fiestas populares de la más orgullosa Marca España... lo cual desembocaba, como no podía ser de otra manera, en los últimos instantes de la raza humana sobre la faz de la Tierra. Literalmente. De una lógica aplastante. Apocalíptica, si se prefiere. De lo que se trataba ahí era, pensándolo bien, de llevar los géneros cinematográficos hasta sus últimas consecuencias. Estirando las fronteras del romántico se llegaba, como quien no quería la cosa, a la disaster movie más divertida y, por qué no decirlo, lúcida.

El experimento propuesto en 'El amor es un crimen perfecto' es esencialmente el mismo, aunque como se ha advertido antes, las derivas tiran por otro lado. Base idéntica; resultados distintos. ¿Más obvios? Por supuesto, pero igualmente estimulantes (y sí, entretenidos) en su desmenuzamiento, extrañamente cómico y sensual. Básicamente, la comedia (¿o era drama?) de enredos amorosos toma constantes desvíos hacia el thriller erótico-criminal. Fácil. Un desnudo; la correspondiente escena de cama y... elipsis. Malditas las carreteras suizas de montaña. Ya estamos enganchados, porque tras el salto temporal ha desaparecido un cuerpo, y todo apunta a que cuando vuelvan a apagarse las luces, va a desaparecer otro más. Por esto y porque, no lo olvidemos, somos seres terriblemente morbosos. Una vez más, se hace imprescindible la mirada animal de un Amalric que capitalizará toda la atención, es decir, que estará en el ojo de esta tormenta formada a base de frentes de polvos, rupturas y borbotones de sangre.

La tumba se encuentra justo a los pies de la cama. La clásica dualidad Eros / Thanatos presentada aquí en forma de hábil juego intergenérico, y en el que parece que los Larrieu se rían un poco de todo. Del propio cine francés, también... sin olvidar, esto sí, que son lo que son. Y con mucho orgullo. Lo mismo que mirarse al ombligo con plena admiración... sin poder reprimir una carcajada espontánea al comprobar que ni el más pedante y apuesto de los literatos se libra de la puñetera pelusilla. Qué quieren... somos humanos, y la carne es débil. Los Larrieu, que parece que siempre han tenido esto en mente, se entregan a los placeres de un festín hedonista tanto en lo orgásmico como en la esfera cinéfila. Pequeño gozo tanto para los más leídos como para los principiantes (aunque mucho más para los primeros, admitámoslo), la clave está en saber dónde escavar exactamente en la nieve, o si se prefiere, en saber que debajo de tanta trascendencia late un disparate plenamente autoconsciente y mucho menos pretencioso de lo que quiere aparentar. Qué quieren... los maestros del psicoanálisis eran, son y serán todos unos guarros. Para ser justos, tanto como su objeto de estudio, vaya.

Nota: 6 / 10

por Víctor Esquirol Molinas

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