En el momento de su máximo esplendor, el imperio romano se extendía a lo largo y ancho del mundo conocido. En sus territorios nunca pudo llegar a decirse aquello de que jamás se ponía el sol, básicamente por la troglodítica concepción del planeta que se tenía en aquel entonces, y también porque aparentemente el mapamundi ya no daba más de sí. En este sentido, historial impoluto. ¿Seguro? ¡No! En su recuento de conquistas siempre hubo una mancha que todavía a día de hoy empaña en cierta manera el recuerdo histórico de la que indudablemente fue una de las fuerzas militares más infalibles de la historia de la humanidad. Mucho antes de que se pudiera decir que la Galia había quedada dividida en tres, existía una pequeña -minúscula- aldea en cuyo ADN estaba el engorroso -siempre visto desde el bando del invasor- gen de la resistencia impertérrita.
Dicho insignificante poblado fue el origen de incontables pesadillas por parte de romanos, y pasó justamente a la historia -imaginaria- como una de las únicas comunidades que no solamente no cedió ni un solo centímetro cuadrado de su territorio, sino que además se permitió el lujo de jugar -en el más perverso sentido de la palabra- con las fuerzas enemigas. Admirable. Eso sí, siglos después, cuando la cartografía geopolítica había conocido ya incontables cambios y la nación del pueblecito en cuestión se autoerigió en defensora universal del fair-play deportivo, unos doctores helvéti... ejem, suizos, hicieron un terrible descubrimiento. Algo que de hecho ya se sospechaba desde el principio; algo que los derrotados alegaron desde el principio, pero que nunca logró demostrarse científicamente.
Resulta que todos los logros de los irreductibles galos tendrían que ser invalidados. Todas las victorias deberían ser readjudicadas, pues los bravos guerreros no jugaron con deportividad. Resulta que, momentos antes de cada batalla, se ponían hasta las cejas de una sustancia altamente dopante que les daba una exagerada ventaja frente a los rivales. Nos tenían a todos engañados; cayó el mito. Resulta que cuando nadie miraba, un druida que formaba parte de una compleja trama de narcotráfico, preparaba un misterioso brevaje que decantaba de forma irremediable la balanza a favor de los que, en un principio, no tenían ninguna oportunidad de victoria. Muy feo... así no se hacen las cosas.
Aunque más fea aún es la manera como la industria cinematográfica está tratando a la obra magna de René Goscinny y Albert Uderzo. Lo que empezó hará ya trece años como una inofensiva -incluso sana- muestra de fuerza por parte de la cinematografía francesa (en lo referente a capacidad para manufacturar productos tecnológicamente potentes y tan efectivos en taquillas como fácilmente digeribles), ha acabado por desembocar en una infame franquicia, ofensiva a casi todos los niveles, especialmente para la inmensa comunidad que creció -y que sigue creciendo- junto a la compañía de tan entrañables personajes. 'Astérix y Obélix: Al servicio de su majestad' es el último y totalmente innecesario último ejemplo de ello. Sobrero es precisamente el calificativo que más se acerca a describir la triste realidad del filme.
Rescatando 'Astérix y Obélix en los Juegos Olímpicos', hasta la fecha última entrega fílmica de los inmortales galos, no hay que olvidar cómo terminaba ésta. Después de que se hubieran celebrado todas las competiciones deportivas (y después de que, ni falta hace decirlo, los supuestos bárbaros hicieran morder el polvo a los romanos), era hora de que desfilara por la pantalla la flor y nata del deporte francés. El exfutbolista Zinédine Zidane y el baloncestista Tony Parker se zambullían en el mundo del cómic para hacer unas cuantas filigranas con el balón, dar muestras de su nulo talento interpretativo... y alargar la película unos minutos más, quizás por aquello de que el espectador viera amortizado (al menos en lo que a tiempo se refiere) el precio de la entrada de cine. En otras palabras, no era más que relleno.
En 'Astérix y Obélix: Al servicio de su majestad' (bochornoso título que ensucia el buen nombre de uno de los mejores films de James Bond, y perdón por el ramalazo fanático) esta sensación de pérdida de tiempo impregna del primer al último fotograma. La historia, torpe mezcla de ''Astérix y Obélix en Bretaña'' y ''Astérix y Obélix y los normandos'', lejos de prestar la debida atención a los originales de Goscinny y Uderzo, coge las viñetas solamente para crear un absurdo tablero compuesto únicamente por distintas bromas (siendo las que despiertan casi-imperceptibles sonrisas en el espectador la excepción a la regla). De chiste a chiste y tiro porque me toca. No hay hilo argumental, mucho menos coherencia, simplemente un cada vez más insufrible apelotonamiento de gags. De este modo, la particular, simpática y anacrónica revisión histórica original (de la que se desprendía la clásica visión franco-chovinista del mundo, no exenta de eventuales lanzamientos de piedra sobre el propio tejado) se mantiene aquí pero interpretada, al igual que el también característico diálogo con otras obras de la cultura pop, de la peor de las maneras, esto es, como otra estúpida gracieta, más cercana a la búsqueda desesperada de la risa insustancial, que a la plasmación de la encantadora personalidad del material de base.
Por si fuera poco, se añade a la lista de crímenes el imperdonable agravante del talento desaprovechado (el de la inutilidad del 3D, por ser un clásico, ya ni se contabiliza). Más allá de la enésima constatación del pozo sin fondo en el que ha caído la carrera de Gérard Depardieu, nutre el descalabro general un reparto en el que vemos hacer el ridículo (AKA cuando la expresión ''vergüenza ajena'' se queda corta) a actores de la talla de Jean Rochefort, Catherine Deneuve o Fabrice Lucchini (éste último, para más inri, viene de protagonizar 'En la casa', una de las mejores cintas de la temporada). Todos ellos, seguramente unidos por la necesidad de añadir más efectivo a su cuenta corriente, más que salvar al barco del hundimiento (esto era una misión imposible) añaden más indignación al balance final, estando éste marcado por la seguridad de que estamos ante una película hecha con la inteligencia de Obélix y con la fuerza de Astérix (sin el empujoncito de la poción, claro está). Están locos estos galos... si creen que así les vamos a aguantar muchas más. Espera...
Nota:
3 / 10
Por Víctor Esquirol Molinas