Desfilan por la pantalla los títulos de crédito de apertura. Los nombres se suceden de forma moderadamente rápida y sin excesivos adornos, para que la atención del espectador no se pierda en detalles irrelevantes. Suena de fondo, como era de esperar, una breve sesión de
jazz ligero, y cuando la cámara por fin se despierta, descubrimos que estamos en
Nueva York. Ahí una vieja librería de barrio se une al destino de otras muchas compañeras suyas, es decir, se precipita silenciosamente hacia el olvido. Al parecer, ya nadie se acuerda de estos antaño templos de sabiduría; a nadie le importan ya. El drama de la vejez, reflejado en este caso concreto en un modo de entender la cultura (y por extensión, la propia vida) que igualmente va cayendo -en picado- hacia lo más profundo del pozo de la amnesia colectiva... sin siquiera la promesa del eco en el impacto final. Toma ya,
ahí te pudras.
Como existe el riesgo de que el panorama descrito induzca en exceso al suicidio en masa (y es que en este mundo sigue habiendo hueco para los seres sensibles), entra en escena un personajillo cuya sola presencia despierta, como pocas logran hacer, la sonrisa más sincera en la audiencia. De carita tristona y cuerpo arrugado, no sólo por la edad sino también por su timidez patológica, nada le impide, no obstante, desatar su lengua viperina para decirle al mundo lo que opina de él. Se trata, por supuesto, del genial
Woody Allen, quien resulta dar vida al pobre propietario de la agonizante librería, y quien se consuela compartiendo las penas con quien parece ser su mejor amigo, un florista que tampoco pasa por su mejor momento. Las presentaciones, tanto en el plano formal como en el más estrictamente conceptual, muestran los elementos y las sensaciones (esa
combinación entre dulzura, amargura y acidez) suficientes como para que nos hagamos ilusiones... y
para que un poco más tarde nos estampemos en ellas.
'Aprendiz de Gigoló' tiene la desfachatez de hacernos creer que es una película de Woody Allen, cuando en realidad, es una
película en la que sólo aparece Woody Allen... y gracias. John Turturro es el hombre que realmente mueve los hilos (aparte de ser el protagonista delante de las cámaras, ejerce también de guionista y de director), y por lo visto en éste su último trabajo, suficientes problemas tiene como para llegar al tan paupérrimo nivel del
quiero(?)-no-puedo. El librero y el florista, como ven que la vida cada vez les ofrece menos alternativas al morirse de hambre (o al tener que mudarse de su ostentoso barrio en la Ciudad de los Rascacielos... lo cual es mucho peor), deciden dejar las manías a un lado y no hacerle demasiados ascos al lucrativo negocio de la prostitución, ideal no sólo para darle un -merecido- respiro a la cuenta corriente, sino también para, quién sabe, encontrar el amor... porque sí, los gigolós, también son personas.
Los putos y los chulos, claro que sí, que sin ellos no habría show con el que reírse... solo que este espectáculo, en la práctica totalidad de tiempo que te obliga a sentarte en la butaca,
no tiene ni pizca de gracia... y cuando se le intuye (ni que sea un poco), es gracias a los balbuceos aleatorios allenescos marca de la casa. Con tan pobre balance, a uno le queda la esperanza de que el título cumpla al menos con alguna de sus promesas implícitas. ¿Será esto una comedia dominguera con al menos un mínimo de picante? Como antes, la esperanza se transforma rápidamente en frustración, pues todos los apuntes subidos de tono corren a cargo de Sharon Stone (lo cual hace que la propuesta oscile peligrosamente
entre lo incómodamente sexy y lo directamente desagradable) o de una Sofía Vergara a la que parece que le han vendido que está en uno de esos programas televisivos de semi-alterne llevados por aquel productor cuyas deudas para con sus colaboradores se cuentan todavía en pesetas. Efectivamente,
podría ser mucho peor, pero pronto uno se da cuenta de que éste argumento es el mejor con el que sabe / puede jugar Mr. Turturro.
Ni rastro de la genialidad de los maestros con los que ha trabajado a lo largo de su carrera. La herencia, al igual que el recuerdo de las bibliotecas, se diluye lentamente, pero de forma cada vez más irremediablemente. El
nulo desarrollo de los personajes tiene su máxima expresión en el propio Turturro, quien a pesar de tener los mandos de la embarcación, no da síntomas de creerse absolutamente nada de lo que hace o dice, lo cual puede ser interpretado como una clara -y aterradora- evidencia de la autoconciencia que el artista vuelca en su propia obra. Por su parte, Bob Balaban, después de cubrirse de gloria en la horrible 'Monuments Men', hace lo propio en esta insulsa historia sobre gigolós agitadores de conciencias, y demuestra de paso que con amiguetes como los suyos, no le hacen falta enemigos. Es tan solo uno de los muchos agujeros que explican el hundimiento de la embarcación. La lista es interminable, lo cual no nos debería impedir detenernos en la
falsa creencia de que Vanessa Paradis es atractiva, o en que seguramente estemos ante
el triángulo amoroso más soso e increíble desde la infame saga ''Crepúsculo'', o en que no hay manera de que Turturro acierte en alguno de los incontables frentes que se empeña en abrir. Ni denuncia al hermetismo de las comunidades más fundamentalistas ni canto al amor, esa fuerza que no entiende ni de edades, ni de religiones, ni de etnias, ni de clases sociales... 'Aprendiz de gigoló' no es nada de esto.
Es desgana, desidia y desacierto. Es Woody Allen... sin Woody Allen. Es la tristeza del aprendiz, conformándose incomprensiblemente con ostentar la categoría de novato.
Nota:
3 / 10
por Víctor Esquirol Molinas