1789. En la víspera de la Revolución Francesa, las personas que viven en la Corte de Versalles continúan con su liderazgo sin preocupaciones, la vida sin inhibiciones, lejos de la creciente inquietud en París. Cuando la noticia del asalto a la Bastilla llega a los oídos de la corte, los nobles emprenden la huida junto con sus sirvientes, abandonando el palacio. Pero Sidonie Laborde, una joven lectora de la Corte dedicada en cuerpo y alma a la Reina, se niega a creer en los rumores. Cree que bajo la protección de Marie Antonieta ella no sufrirá ningún daño. No sabe que estos serán los últimos tres días que pasará al lado de su reina.
Tras los fiascos ofrecidos a lo largo de la primera jornada por el cine hollywoodiense y hollywoodiense (y de cuyos títulos no hace falta acordarse), en la Berlinale tocaba depositar esperanzas en la Sección Oficial, que al fin y al cabo determinaría quién se llevaría este año el preciado Oso de Oro. El primer candidato a dicho galardón fue el francés Benoît Jacquot, que sin duda alguna forma parte del "resto del mundo" al que Mike Leigh (Presidente del Jurado en aquella ocasión de dicho certamen) invocó en la rueda de prensa de presentación en la Berlinale, en un claro grito en contra del cine de las majors norteamericanas. La inclasificable 'Villa Amalia', último trabajo hasta la fecha de Jacquot, debe servir para dar buena cuenta de esta condición de alternatividad.
Ahora, con 'Adiós a la reina' adopta un posado más clásico, aunque no en exceso, como bien demuestra el -discreto- uso en ciertos momentos del zoom y de la cámara al hombro. Aunque se transmita cierta de sensación de modernidad a través de los recursos mencionados, además de un gusto disimulado por el regusto que deja todo buen anacronismo (no se trata ni mucho menos de las famosas Converse de Sofia Coppola, pero por ahí parece que vayan los tiros en más de una ocasión), no hay que olvidar que el propósito principal obedece a motivaciones más, llamémoslas así, convencionales. Al fin y al cabo de lo que se trata aquí es de retratar por enésima vez la Revolución Francesa, pero no desde la óptica del incendiario pueblo, sino del bando opuesto. Estamos pues en la inconfundible opulencia de Versailles.
Allí se da una especie de triángulo lésbico no-declarado (por no-declarable a efectos prácticos) entre una sirvienta (sólido trabajo a manos de Léa Seydoux, nueva y bellísima musa del cine galo), una duquesa y la mismísima Maria Antonieta. Oh la la. Pero que no se agolpen los más morbosos ni los más salidos, ya que dicha relación sentimental a tres bandas es solamente el combustible -o excusa- que utiliza Jacquot para vagar por los pasillos de aquella maravillosa jaula de oro, suerte de burbuja a priori impenetrable (o esto querían creer sus ocupantes) en la que la mente humana podía desvincularse de cosas tan tontas como la realidad, convirtiéndose el sujeto en lo que son los personajes de esta cinta: fantasmas de lo que fue.
Entes fantasmales (genial la escena del pasillo abarrotado e iluminado por la luz de velas) son los que precisamente vagan por un escenario tan visualmente cargado como hipnotizante. En este marco se mueve también como pez en el agua un cineasta cuyo gusto por lo meramente estético no empaña la clarividente visión de un excelente historiador en potencia. Excelente porque sabe que una composición gigantesca está construida a través de pequeñas imágenes que si bien a simple vista no parecen relevantes, no menos cierto es que cada una de ellas es imprescindible para comprender el entramado general. Así, por ejemplo, la historia del anciano y decrépito aristócrata que empeña todos sus bienes -y buena parte de su salud- para ver de pasada dos veces a la semana a "su" rey, trasciende lo anecdótico para descubrirse como síntoma revelador de la decadencia de una clase social, así como de la obsolescencia de un sistema político al que le quedaba poco para perder literalmente la cabeza.
A este enfoque entre el modernismo y el clasicismo se le suma la sólida interpretación del trío protagonista, a parte de otras decisiones acertadas, como la de orquestar con maestría una sinfonía de primerísimos primeros planos que, debido a que sabemos cómo terminó la función, se descubre como una deliciosa broma casi macabra. Con todo, es de lamentar que el cineasta parisino se dé excesiva prisa en terminar una historia que al final parece quedar en el limbo, pero a parte de esto, se agradece la mirada introspectiva y plenamente accesible (una calidad más que bienvenida en el cine de autor) de aquellos convulsos días en aquel -en el fondo- trastocado palacio, testigo excepcional del fin de una era. Reto mayúsculo era pues caminar por este escenario, pero Jacquot, sale indemne, incluso reforzado.
Nota:
6 / 10
Por Víctor Esquirol Molinas