Árbol dorado, ganadores de la 64ª edición del Festival de Cannes (+ ''Un autre film, S.V.P.!'' AKA Balance General)
Vía El Séptimo Arte
por reporter 22 de mayo de 2011
El Jurado presidido por Robert De Niro, y compuesto también por Olivier Assayas, Martina Gusman, Mahamat-Saleh Haroun, Jude Law, Nansun Shi, Uma Thurman, Johnnie To y Linn Ullmann, después de más de una semana de reclusión en una villa cercana a Cannes, ha dado a conocer por fin su veredicto, en una ceremonia presentada por Mélanie Laurent, cerrando así las dudas de una de las ediciones más abiertas de los últimos años.
¿Pedro Almodóvar, Lars Von Trier, Terrence Malick, Nuri Bilge Ceylan, Jean-Pierre Dardenne & Luc Dardenne, Paolo Sorrentino, Aki Kaurismäki, Nicolas Winding Refn, Michel Hazanavicius? Así como en la edición anterior el nombre del tailandés Apichatpong Weerasethakul y su 'Uncle Boonmee recuerda sus vidas pasadas' sonaba con más fuerza que el de todos sus competidores, en esta ocasión, ninguno de los muchos prestigiosos autores que se han citado en La Croisette, ha conseguido distanciarse en exceso del resto de sus colegas. La respuesta a todas las dudas haciendo clic en la imagen y después del salto.
SECCIÓN OFICIAL A COMPETICIÓN
Palma de Oro: 'El árbol de la vida', de Terrence Malick.
Mejor Dirección: Nicolas Winding Refn por 'Drive'.
Mejor Guión: 'Hearat Shulayim', escrito por Joseph Cedar.
Mejor Actor: Jean Dujardin por 'The Artist'.
Mejor Actriz: Kirsten Dunst por 'Melancholia'.
Premio del Jurado: 'Polisse', de Maïwenn Le Besco.
Gran Premio del Jurado: 'Once Upon a Time in Anatolia', de Nuri Bilge Ceylan. Y 'El niño de la bicicleta', de Jean-Pierre y Luc Dardenne.
CORTOMETRAJES
Mejor Cortometraje: 'Cross Country', de Maryna Vroda.
SEMANA DE LA CRÍTCA
Premio Caméra d'Or: 'Las acacias', de Pablo Giorgelli.
''Un autre film, S.V.P.!'' (AKA Balance General)
Suena a tópico quejica, pero no por ello deja de ser cierto. Los festivales de cine son agotadores. Maratonianos. La inmensa ilusión con la que se afronta cada una de esas citas es solo comparable al ataque de vértigo que produce ver el programa de todas las sesiones antes de que la maquinaria se ponga en funcionamiento. Prácticamente dos semanas por delante, y una cincuentena de películas listas para ser degustadas, o mejor dicho: devoradas. Aquí hay tiempo para engullir, pero nadie garantiza que lo haya para digerir. La experiencia nos dice que desde luego, sí lo hay para dormir. Los decibelios de los ronquidos de la crítica acreditada dan buena fe de ello, al rivalizar éstos cada vez con más fuerza con los diálogos y bandas sonoras que emanan de los filmes que la organización ha seleccionado para la ocasión.
Como ya le sucediera al hidalgo favorito de nuestra literatura, con el paso de los días, se le seca a uno el cerebro, y tanto los cafés como los zumos híper-vitaminados que -afortunadamente- corren a cargo de la organización, no se sabe si ayudan a seguir despierto, o a distorsionar aún más la percepción de la realidad. He ahí la gran cuestión. Una vez llegados hasta aquí, tan lejos, ¿es preferible empaparse de todo el cine que nuestras retinas sean capaces de retener o por el contrario es mejor tratar de gestionar los más bien escasos recursos disponibles para computar bien el sinfín de sabores que están a punto de desfilar por, en este caso, La Croisette? Dicho de otra manera ¿cantidad o calidad? ¿O por qué no las dos?
No tienen que pasar demasiados días para darse cuenta de que ésta última pregunta carece de sentido, o por lo menos, es harto complicado planteársela con conocimiento de causa. Resultado, una vez pasados las once intensivas jornadas de festival, hace falta un intensivo tratamiento de desintoxicación, solamente posible con el paso de los días y un régimen estricto de visionado de películas. De nuevo entramos en la autocomplaciente atmósfera de los más improductivos lamentos, que a pesar de todo no dejan de ser la mejor explicación -que no excusa- para justificar el tiempo transcurrido entre la entrega de premios y este artículo de cierre. Es lo que pasa cuando tanta información intenta entrar de golpe en el cerebro, que se agolpa y cuesta asimilarla, en pos de sacar unas conclusiones que no tienen por qué ser agradables.
Así, la primera impresión que surge al hacer balance general de la sexagésimo cuarta edición del Festival de Cine de Cannes, es que ésta pasará tristemente a la historia no por ninguna película -aunque debería- sino por un escándalo fruto de unas declaraciones que por otra parte, ya se olía desde hacía años. Ni la celebración vitalista de Terrence Malick, ni las perversiones tarantulescas de Pedro Almodóvar, ni la nostalgia parisina de Woody Allen... si por algo será recordado el certamen de este año será porque un danés (que resulta ser, les guste o no a determinados sectores, uno de los cineastas más geniales que ha dado el celuloide en las últimas décadas) metió la pata hasta el fondo. Lo que popularmente se conoce como mear fuera de tiesto. No era la primera vez (de hecho, esperándose ya un bombazo, no fueron pocos los periodistas que habían establecido en prioridad máxima la asistencia a la rueda de prensa de marras) ni seguramente sería la última que sucedía esto.
Pero, y que no se ofendan los seguidores del agente James Bond, resulta que a veces sí puede decirse aquello de ''nunca jamás''. En este caso, quien pronunció esa frase maldita fue la organización del festival, de la que no puede obviarse el hecho de que le estuvo riendo las gracias durante décadas a su niño mimado; su enfant terrible favorito, y que cuando los nubarrones que amenazaban tormenta se acercaron, no dudaron en darle la espalda, no sin antes hacerle pasar por un patético proceso de humillación, aderezado con falsas promesas de redención. Un frío repaso a la secuencia de eventos nos revela que Lars se declara nazi, unas horas después, los mandamases del certamen le exigen que escriba una carta pidiendo perdón. Lars -cosa rara-, obedece. A la mañana siguiente, visto que las palabras de disculpa no han surgido ningún efecto, se decide apagar el fuego declarando a Lars persona non grata.
Gracias por todo, au revoir, y no olvide usted mantenerse alejado del Palacio de los Festivales. Lars dice estar triste al haber sido expulsado de su hogar por algo en lo que no cree... y otros festivales ya deben estar preparando el comité de bienvenida, porque lo que ha hecho Cannes este año, usando símiles deportivos es comparable a que Ferrari hubiera despedido a Fernando Alonso; o que Los Angeles Lakers rescindieran el contrato a Pau Gasol; o que el Fútbol Club Barcelona declarara transferible a Lionel Messi. ¿Hablamos de los mejores activos en dichos grupos? Seguramente. Lo que es aún más irrefutable es que, de darse esos casos, a los deportistas en cuestión les saldrían una legión innumerable de pretendientes en un abrir y cerrar de ojos. Lo mismo puede aplicarse al infame caso Von Trier, que de buen seguro concluirá con el ''fichaje estrella'' del cineasta danés para otro gran certamen cinematográfico.
Fin del idilio de la manera más bochornosa posible, lo cual no hace más que evidenciar la falta de reflejos y de tacto de una organización que al principio quizás no supo contener a su criatura, y que después no supo hacia dónde mirar cuando todo apuntaba a que el affaire le iba a explotar en la cara. Si alguien me pregunta, diré que por lo peliagudo del asunto, éste merecía ser analizado con una cura que no se manifestó en ningún momento. La escena es engañosa, y por los términos que se emplean (además de otros factores), es -demasiado- hacer un juicio precipitado de valores. Un reputado director de cine se declara nazi mientras los actores de su última película, que se sientan a su lado, están deseando que la tierra les trague. No hacen falta más pruebas, que se detenga el proceso. Este hombre tiene la palabra ''culpable'' tatuada en la frente. ¡A la horca con él!
No tan deprisa. Una vez superado el impacto inicial, no hay que ser excesivamente avispado para darse cuenta de que todo esto es un colosal malentendido. Una pregunta que poco o nada presagiaba la tempestad que estaba por venir es lanzada al aire, y Lars la recoge con ganas de bromear. Bromear. Lo que pasa es que la fama de huraño que le precede parece estar más que justificada, al ser la ironía un territorio en el que salta a la vista que no se desenvuelve demasiado bien. El caso es que la más que probable poca experiencia a la hora de distender el ambiente, sumado a un cúmulo de traumas familiares que ahora mismo sobra mencionar, llevaron al Sr. Von Trier a decir lo que ya todos sabemos. Cuando se visita de nuevo la escena del crimen, se ve todo con más claridad. Todo se resume en siete palabras: Tiro por la culata por chiste fallido.
De acuerdo, aquello de que la comedia es igual al drama más tiempo no siempre se cumple. O tal vez sí, pero desde luego hay traumas que exigen más tiempo que otros... más aún en determinados sitios, en los que parece que las heridas cicatricen a otro ritmo. Sin quererlo, el reputado cineasta danés puso el dedo de lleno sobre una herida que, visto lo visto, todavía está abierta. Y sangra. La resolución por fulminación que se dio a dicho escándalo es la prueba más palpable de ello. ¿Merecía Lars un tirón de orejas? Sin duda. ¿Merecía ser tratado como un criminal de guerra? Definitivamente no. Mientras el futuro no nos dé la razón solo queda lamentar el que en el año 2011, en Cannes, ganó el morbo... y perdió el cine.
Esta es, no nos engañemos, la imagen que sobrevivirá al paso de los años, porque el ruido siempre prevalece al arte, que es mucho más aburrido. Pero, y para dar carpetazo de una vez por todas al dichoso asunto, sería injusto no remarcar que entre tanta melancolía, hubo también hueco para algún que otro rayo de luz de esperanza. Si el Sr. Von Trier y la organización se hubieran controlado, ésta 64ª edición hubiera sido sin lugar a dudas la de 'El árbol de la vida', más que por la (en opinión de un servidor, merecida) Palma de Oro, por la inmensa expectación que levantó su presentación. Comentaban los periodistas que llevan tiempo acudiendo a la cita que pocas veces habían visto tanta locura desatada por una película. A las ocho y media de la mañana del 16 de mayo, ¿por qué se daban codazos y pisotones los miembros acreditados de la prensa? ¿Por qué había tanta histeria por no quedarse fuera de la Grand Théâtre Lumière? ¿Por ver a Brad Pitt? ¿O quizás a Sean Penn?
No. Aquella cola de gente cada vez más nerviosa la alimentaba el hecho de ver antes que nadie el nuevo trabajo de Terrence Malick, un director situado en las antípodas del cine revienta-taquillas. Y de verle el pelo mejor olvidarse, ya que (siempre según la versión oficial), el autor de maravillas como 'Días del cielo' o 'La delgada línea roja' es un tipo muy tímido, y a no ser que le vaya la vida en ello, tratará de evitar por todos los medios mostrarse en público. Todo el mundo conocía el miedo escénico del director tejano; nadie apostaba a que dicho perfil fuera a experimentar algún cambio de última hora, y así fue. Ni rastro de Terrence, pero como se ha dicho, esto ya entraba dentro del guión. Es decir, la mayor expectación del festival fue debida no a la presencia de ninguna celebridad, sino a la presentación del nuevo trabajo de uno de los más ilustres componentes de este más bien poco glamoroso grupo de directores malditos. Alcanza tales proporciones la mala estampa de dicho realizador que la mencionada 'El árbol de la vida' tuvo que hacer valer el dicho de "a la tercera fue la vencida" para ver finalmente la luz.
En efecto, en el año 2009 se anunció a bombo y platillo que en este mismo escenario iba a darse la premiere mundial de dicho filme. Pero no pudo ser, la criatura aún no estaba lista para dar sus primeros pasos. En la edición siguiente, tres cuartos de lo mismo: parecía que Malick ya había concluido el trabajo... pero no. A efectos prácticos, ya nadie podía negar que el -enfermizo- perfeccionismo de dicho artista era por lo menos comparable al de Stanley Kubrick, el obseso del trabajo bien hecho por excelencia. Así, tras dos amagos de presentación y después de haber pasado por las manos de cinco montadores distintos, 'El árbol de la vida' consiguió germinar, maravillando y defraudando a partes iguales. En este sentido, el resultado final poco importaba, pues lo que más pesa en esta historia se resume en un anglicismo que últimamente está tomando una importancia capital en el mundillo: hype.
Cuántas veces habremos oído este término referido normalmente al blockbuster de turno (y a las altísimas expectativas que levanta dicha obra antes de que sea presentada). Y hablamos de grandes producciones porque se supone que sólo estos productos cinematográficos son capaces de suscitar tanto interés a priori. ¿Por qué? Porque obviamente cuentan con el inestimable apoyo económico de las majors, imprescindible para poner en funcionamiento la maquinaria de marketing, para muchos igualmente fundamental para que surja el interés por parte del gran público en un proyecto que todavía se está gestando. Se convocan a los medios de comunicación y se va filtrando información convenientemente (para más detalles, preguntar a J.J. Abrams). Unas imágenes del set, un póster promocional, un tráiler, un sneak peek... Todo esto es posible, repetimos, si se cuenta primera con una mente especialmente dotada para el arte del marketing, y el suficiente capital financiero para materializar sus ideas.
¿Contaba con esos elementos Terrence Malick para promocionar su última creación? Improbable, pero ni falta que le hacían. Con su nombre, un poco de fuego lento y un -esperanzador- avance de apenas dos minutos, ya hubo más que suficiente. Una vez más, justo en el ecuador de la sexagésimo cuarta edición del Festival de Cine de Cannes, los asistentes al Palais des Festivals estaban nerviosos primero porque la organización había retirado para la primera sesión de la jornada el sistema de ''castas'' con el que había clasificado a los miembros representantes de la crítica especializada (esfumándose así las preferencias con las que contaban las ''clases'' más privilegiadas), y segundo porque, dos años después de lo previsto, estaban a punto de ver, no a Brad Pitt; no a Sean Penn, sino el nuevo trabajo de un director que nunca ha contado entre sus principales objetivos el engrosar los números de su cuenta corriente, si es que la tiene...
Para los que creían que el cine de autor era cosa de cuatro gatos. Seguro que no mueve tanto dinero como el erróneamente conocido como cine ''comercial'', pero capítulos como el ahora comentado demuestran sobradamente que en un mundo en el que la rentabilidad económica parece ser la única llave que abra el proceso de gestación de cualquier proyecto cinematográfico, sigue habiendo sitio para el arthouse. Cuando los resultados en taquilla son un bonus, más que una prioridad; cuando las inquietudes artísticas se imponen al temor de que los espectadores le den a uno la espalda. Hablando del gran público... hay algo que todo aeropuerto debe tener para causar una buena impresión. Tan o más importante que una terminal capaz de gestionar una gran cantidad de llegadas y partidas de aviones. Tan o más importante que unas pistas lo suficientemente largas como para posibilitar vuelos intercontinentales.
Una imagen totalmente indisociable de cualquier aeropuerto de primera fila es la de un innumerable ejército de personas esperando pacientemente en la entrada del recinto, y llevando cada una de ellas un cartel en el que esté escrito el nombre del afortunado que va a disfrutar de sus servicios de transporte... y lo que haga falta. Podemos ser nosotros o no dichos suertudos, esto es lo de menos. Lo importante es que cualquier pasajero, al bajar de su respectivo avión, se tope con ese panorama para comprobar de primera mano que ha elegido bien su destinación. La nueva ciudad en la que se encuentra le recibirá bien o mal... pero de entrada el recién llegado ya recibe buenas vibraciones, al quedar claro que al menos en el aeropuerto en cuestión hay actividad; hay idas y venidas. Por la razón que sea, aquel sitio capta la presencia de mucha gente. Buena señal.
Con una imagen muy similar se topaban los asistentes al Palais des Festivals después de cada proyección programada en esta sexagésimo-cuarta edición del Festival de Cine de Cannes, una cita a la que sólo pueden acudir unos cuantos afortunados, ya sea a través de acreditaciones de prensa; ya sea a través de alguna más que preciada invitación cedida por la propia organización. Tan preciadas; tan perseguidas, que desde que salía el sol hasta que éste ya hacía horas que se había puesto, había siempre vigilando atentamente las entradas del recinto donde se celebraba el certamen, un ejército de cinéfilos de todas las edades y procedencias, ansiosos por hincarle el diente a cualquier película en cartel. La enésima excentricidad del reencontrado Kim Ki-Duk, la última aventura pirata de Johnny Depp, el nuevo hallazgo de la cinematografía australiana... Toda propuesta contaba con una innumerable legión de potenciales adeptos, cargados de moral, y carteles, papeles, cartones, i-pads, o cualquier soporte en el que dejar constancia de sus peticiones fílmicas.
Nunca faltaba el ''S.V.P.'' (abreviación francesa de ''s’il vous plait'', en castellano ''por favor'') al final de una frase que siempre empezaba con el título del filme que se deseaba visionar. Esta es la imagen que debería alimentar más el orgullo de los organizadores del festival. Al fin y al cabo esta es la prueba irrefutable de que el cine de autor del que tanto se hace bandera por estas latitudes no tiene por qué estar reñido con los gustos del público. Dicho de otra manera: las necesidades de los artistas no tienen por qué pelearse con las de la taquilla, pues el buen cine está por encima de estas rencillas insignificantes. Este enjambre de fanáticos del séptimo arte; esta afluencia masiva de prensa de todo el mundo; este incremento en el volumen de negocios del Marché du Film... son síntomas inequívocos de que las dudas sobre la conveniencia de seguir apostando por Cannes.
Con una selección de autores casi inmejorable (son muy pocos los nombres de primera fila que se quedaron fuera de la selección final), la batalla particular con los demás certámenes que componen la Santísima Trinidad (a saber, a parte del que nos concierne, Venecia y Berlín), este año parece más que ganada, y la continuidad del modelo, más que reforzada. Los catálogos mostrados en la Sección Oficial a Competición, en Un Certain Regard, en la Semana de la Crítica, en la Quincena de los Realizadores... han hecho gala del eclecticismo sine que non de estas citas, permitiendo la entrada de todos los sabores del mundo en las distintas pantallas de La Croisette. Los paladares más exigentes no tienen razón para quejarse, ni tampoco los menos acostumbrados a los sabores exóticos. Tampoco tienen razón para fruncir el ceño los más escépticos, pues la 64ª edición del Festival de Cine de Cannes se salda con una nota excelente. Ha habido de todo... y para todos los gustos. Celebridades, locos marginados, descubrimientos, consolidaciones, sorpresas, polémicas y -sí- horas y horas de gran cine. ¿Alguien da más? ¿Alguien no quiere repetir? Nosotros desde luego no, de modo que, à bientôt, y...
¡El año que viene, más!
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Por Víctor Esquirol Molinas