Él, viejo entre jóvenes
Vía Festival de Cannes
por reporter 22 de mayo de 2016
Pues sí, para lo que le quedaba en el convento... fue, y se cagó dentro. Pero muy adentro. Hasta el fondo. Al tío ya se la sudaba todo, y lo cierto es que la actitud estaba totalmente justificada. Estábamos ya en el último día de Competición de la 69ª edición del Festival de Cannes, momento en el que los asiduos al certamen ya estaban pensando más en hacer las maletas y largarse corriendo, que en cualquier otra cosa; momento en el que, siguiendo con el tema, lo mismo nos daba defecar fuera que dentro de la taza del váter. Y es que Thierry Frémaux ya nos advirtió, antes de que empezara todo a rodar, que si se volvían a repetir los clásicos (y muy lamentables) accidentes en los retretes del Palais (en serio, los de la crítica cinematográfica somos lo peor), empezaría a quitar acreditaciones, sin importarle lo más mínimo de qué color fueran éstas. Al principio la amenaza cuajó, de modo que obedecimos, no por respeto ni mucho menos por educación, sino por miedo. Por miedo a tener que irse antes de lo previsto (¡y con el apartamento pagado para 13 días!), por miedo a la bronca de la organización y sobre todo, por ese terrible miedo al ridículo público; al ''¿qué pensarán de mí?''
Y así, como si nos hubiéramos puesto delante de un espejo a media noche y hubiéramos repetido tres veces su nombre, apareció, desde las profundidades del averno, el semi-desaparecido Paul Verhoeven... Y resucitó. Como ya se ha dicho, andaba el personal muy destrozado, deambulando por los pasillos del Gran Théâtre Lumière; buscando cual alma en pena una butaca mínimamente cómoda en la que dejarse caer muerto... sin importarle demasiado el tan lamentable espectáculo de destrucción humana que estaban protagonizando. Se había instalado en el ambiente, y por puro agotamiento, un ''melasudatodismo'' que, en cierta manera, empezó a preparar el caldo de cultivo. Que si tosíamos con más fuerza e insistencia porque ya no nos importaba que el de al lado no pudiera oír bien la peli; que si ya no bajábamos la voz al hacer comentarios groseros; que si ya no gestionábamos tan bien la emisión de gases... que si ya nos cagábamos dentro. Porque al fin y al cabo, esto ya se acaba; ya tenemos un pie y medio en casa (o en la tumba)... y tras casi dos semanas de cine por un tubo, nos ha quedado claro que el invento ése de las convenciones sociales, no es más que un estorbo. A la mierda con él. A la mierda con todo.
Lo repetimos unas dieciocho veces, gritando más y más... hasta que un gato que pasaba por ahí, se detiene a pocos metros de nosotros, nos mira fijamente y, a los pocos segundos, empieza a asentir. Incluso a reír. Y es que los felinos son seres malignos, que van-hacia y se alimentan-del mal. Lo sé, lo sabes, lo sabemos y Verhoeven, desde luego, también. 'Elle', su nueva película, es la encargada encargada de clausurar la Competición de este año, y empieza con uno de estos amables animales domésticos presenciando, con sumo interés, una escena cuyo sonido (al principio, se nos priva de la imagen) ya pone los pelos de punta. Cuenta la leyenda que en los primeros pases del film celebrados en el Marché du Film, estos primeros instantes introductorios ya bastaron para registrar las primeras desbandadas en masa de la sala. En el Lumière no ha sucedido tal cosa, pero nos ha quedado claro que dichas reacciones no estaban del todo justificadas. El caso es que la función empieza con una violación a Isabelle Huppert. Así, sin adornos ni rodeos. Tal cual, a cámara fija y con la distancia suficiente para que el mirón (Paul, nosotros) no se pierda detalle... pero tampoco corra el más mínimo riesgo de verse salpicado. Por lo que sea. A hacer volar la imaginación...
Porque a partir de este momento, todo; absolutamente todo, puede pasar. En la rueda de prensa posterior a la primera proyección oficial, Verhoeven ha repetido, una y otra vez, que ha centrado buena parte de sus esfuerzos en huir del recurso y/o camino fácil; de aquello que el manual y/o el sentido común le pedían a gritos. ¿Que la reacción lógica a tan traumático arranque hubiera sido refugiarse en el victimismo del melodrama? Pues sí. Claro que sí. Hasta que va ÉL, y decide cagarse en todo esto. Tirar por otros derroteros. Más arriesgados, más atractivos, más tentadores. Sin esa locura punk que caracterizó sus estupendos trabajos antes de desembarcar en Estados Unidos, pero con un temple adquirido a base de tiempo, palos y experiencia, Verhoeven manufactura un perverso thriller sobre las volcánicas lees del deseo, que a simple vista, y por aquello de buscar referentes más modernos, podría pasar por ''ozonesco'', pero que no, en realidad es cien por cien ''verhoeviano''.
Ésta es, en esencia, la mejor noticia que nos deja 'Elle', la recuperación de uno de los artistas más interesantes (por atrevidos, por agitadores, por cafres... por locos) que nos dieron las décadas de los 80 y 90. Casi veinte años han pasado ya desde aquella formidable explosión, y visto lo visto, como si apenas hubieran pasado unos pocos días. Como si el hombre no hubiera envejecido. Al contrario, como si hubiera rejuvenecido. Como si lo más sensato fuera prescindir, precisamente, de la sensatez. Así, sin que nos dé tiempo a activar las alarmas de peligro, el cineasta holandés se mete, de lleno, en pantanales como los abusos sexuales y la violencia de género sin pensar demasiado en las consecuencias. Solo que en realidad, el tipo lo tiene controlado. No es que se las apañe para salir ileso de cada una de las situaciones planteadas (repetimos, todas eran de un peliagudo que asusta), sino que además sale reforzado. Siempre. Y por el camino, nos reímos (mucho), y nos estremecemos, y nos aterramos, y admiramos la manera en que ese concepto llamado Isabelle Huppert encaja tan bien en la ecuación. Como el mejor Polanski (encargado, por cierto, de la clausura en este mismo escenario hará dos años), la propuesta te lleva al límite (moral, principalmente), mientras te da un disfrute (cinéfilo, dejémoslo así) directamente proporcional. Hoy fueron pocos los que se fueron antes del final. Poquísimos. Tocaba aguantar, y gozar, y desde luego, aplaudir. Verhoeven ha vuelto.
Algo similar podría decirse con otro de los -incombustibles- maestros que pasean estos días por Cannes. Sólo que en el caso que ahora nos ocupa, no debería hablarse de retorno alguno. Básicamente, porque Marco Bellocchio (en pie) nunca se fue... por mucho que las Secciones Oficiales de los grandes festivales del mundo hayan decidido, casi siempre, aislarlo en la más cruel de las ignominias. No en vano, su nuevo film 'Fai bei sogni', quedó relegado a la que este año ha sido, sin duda alguna, la sección más infectas de todo el certamen, la Quincena de los Realizadores, que de repente, y sin merecerlo lo más mínimo, se vio con, atención, la mejor película que hemos visto este año en Cannes. Y ya veremos si alguien la supera en lo que queda de 2016. Así de contundente; así de escandaloso. Todo lo relacionado con la película (desde el tratamiento que le ha dado la organización hasta lo que vemos en la propia pantalla) clama al cielo. Sin medias tintas, sin piedad, sin concesión alguna.
Tanto, que a las primeras cambio, la historia ya nos ha tirado la primera bomba, de efectos masivamente devastadores. A joven Massimo, que no llega ni a los dos dígitos en su contador de edad, le acaba de dejar, de forma repentina, el ser al que más ama en este mundo... Y ya. Es esto. La base es la misma que compone el esqueleto del edificio. Y todavía quedan más de dos horas. Ciento veinte minutos en los que el espacio y el tiempo desaparecen como referentes narrativos, para dejar al punto de referencia que más importa; el más potente. Un estado de ánimo que arrolla y se contagia. A través de los momentos musicales, del desarrollo de la narración, de los calculadísimos encuadres que presiden cada escena, del tratamiento de la imagen, del trabajo actoral... Bellocchio le saca el máximo partido a todos los activos cinematográficos de los que dispone. Los eleva a la enésima potencia, los dignifica y hace que remen, en apabullante armonía, hacia la misma dirección.
Todo para hablarnos de algo tan profundo e insondable como el sentimiento de pérdida de aquello que más importa. De cómo se puede (si es que se puede) llenar ese vacío matador. Hay tanto control en la técnica que la película, en cuanto a objeto fílmico, merece ser estudiada hasta la saciedad. Hay tanta verdad en su discurso; tanto calado humano, que el carácter autobiográfico en el que se fundamenta la trama conecta, y de qué manera, con cualquiera que sea el perfil y trasfondo sentimental con el que cada espectador acuda a la sala. Hay tanta potencia en todo ello que ni los diques más resistentes podrían contener las lágrimas; que ya no se puede rebatir el que esto de la edad no depende de loa años, sino de la actitud y de la fuerza que uno vuelca en sus pasiones. ÉL, Marco Bellocchio, por cierto, arrastra 76 primaveras a sus espaldas... y como si fuera el mozo aquel de 'I pugni in tasca'; como si fuera imposible encontrar a alguien más joven estos días por la Croisette. Larga vida.
Así las cosas, se ha confirmado, con pasmosa e insultante facilidad, el síndrome del telonero súper-dotado, aquel que deja en evidencia a cualquiera que se atreva a tocar después. Con la broma, ya era casi la una de la madrugada, y aun así, el Lumière volvía a estar hasta los topes. Era la última sesión de medianoche de esta 69ª edición, es decir, la última ocasión para sacar a relucir las mejores galas... y mostrarle al mundo lo vulgar que eres. La fauna de Cannes, que es única. El caso es que la excusa iba servida por 'Blood Father', primera aventura norteamericana de Jean-François Richet, con Mel Gibson (de aquí el interés) como estrella principal. La historia es la de siempre, las maneras también y el resultado, obviamente, es tan pobre como indican los augurios. Un ex-convicto/drogadicto/despojo-humano se reencuentra, muchos años después de su último encuentro, con su amada hija... solo para darse cuenta de que la criatura está siguiendo los pasos que ya le llevaran a él hasta la perdición.
La pobre vienen huyendo del desgraciado de su novio, y de su banda, y del consumo abusivo de todo aquello que te jode el cuerpo. La gracia, por aquello de ponerle buena cara al mal tiempo, está en que el salvador es el mal personificado. Mel Gibson al rescato, claro que sí. Con sus barbas, sus arrugas, su voz cascada... y ese oscurísimo historial que todos le conocemos. La cosa se encomiendo al carisma de la estrella. A sus ataques de ira, a su entrañable malhumor, a esas meta-referencias que nos dejan perlas del calibre de unos amigotes filo nazi-sureños, y la más acérrima defensa de las tesis sobre política inmigratoria, al más puro estilo Donald Trump. Más allá de esto, nada. El más absoluto, absurdo y aburrido de los vacíos. El resto de actores están de juzgado de guardia (Eryn Moriarty rivaliza, desde ya, con Kristen Stewart por el Premio a la Peor Actriz de la Historia), la historia se encalla una y otra vez en tiempos muertos de relleno y la acción, que eso habíamos venido, es tan escasa como rancia. Un desastre. Triste, antipático, tedioso... Viejo. Decrépito. El tal Richet, por cierto, nos dice su carnet de identidad que era el director más joven a presentar hoy trabajo en Cannes. Pues va a ser que no.
Mañana, más.
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por Víctor Esquirol Molinas
@VctorEsquirol