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'Tres monos': No me chilles, que no te escucho

Vía El Séptimo Arte por 18 de junio de 2009

La película se centra en la lenta descomposición de una familia turca de tres miembros. Todo empieza con un accidente del jefe del padre por el que tendrá que pagar el segundo. A partir de ahí saldrán a la luz los problemas que durante tanto tiempo ha ido enterrando cada integrante. Infidelidades, violencia, secretos inconfesables y la muerte de un joven miembro amenazan con romper la calma tensa en la que está sumida la familia.

Atípico el caso de Turquía. Nuestro vecino europeo más oriental nos resulta cercano y distante a la vez. Su dubitativa entrada en la cada vez más extendida Unión Europea no ha hecho sino aumentar la división de opiniones. Incluso a día de hoy parece que no sepamos con qué ojos mirar al país otomano: ¿como una nación dinámica y preparada para afrontar los exigentes retos de un mundo globalizado? ¿O más bien como un país anclado en las viejas costumbres?

Con ‘Tres monos’, el prestigioso cineasta Nuri Bilge Ceylan reflexiona sobre esta temática (y sobre muchas otras también). Así, centrándose en un personaje de la política, deja entrever la dualidad antes comentada, decantándose eso sí por la visión más pesimista. Por un lado, la clase gobernante se muestra inquietada y atada por los intereses y opiniones de la población, hecho que evidencia el asentamiento del dogma democrático. Pero en el otro extremo tenemos un sistema que avanza aún a través de sobornos y trapicheos varios, y donde siempre pagan justos por pecadores.

En esta misma línea, ‘Tres monos’ hace un cruel dibujo de una sociedad con un terror endémico a la comunicación. La escasez y la torpeza de la mayoría de los diálogos hay que verlas como la muestra más palpable de la aversión a compartir las preocupaciones que martirizan interiormente a cada personaje. De este modo, los “tres monos” deambulan como almas en pena por una casa de reducidas dimensiones, evitando el contacto humano, callándose sus conflictos y al mismo tiempo haciendo oídos sordos a los de los demás.

Un panorama de lo más desolador que no habría cobrado tanta fuerza de no ser por Nuri Bilge Ceylan. El director justifica el premio a la mejor dirección que le otorgó Sean Penn y el resto del jurado en la 60ª edición del Festival de Cannes, con una puesta en escena meticulosa e impactante. De una manera muy sutil -casi subliminal-, el cineasta de Estambul crea una atmósfera asfixiante, donde los factores externos inducen al concepto de una violencia extrema y terriblemente reprimida. La fotografía de Gökhan Tiryaki ayuda también a la creación de imágenes poderosas que aumentan la sensación de malestar, a la vez que refuerzan el mensaje fatalista -incluso con tintes apocalípticos- del guión.

A pesar de la escasa duración del metraje, a más de uno se le puede hacer largo este recorrido a través de las desgracias cotidianas de esta familia turca. La razón es que el filme adolece de un ritmo demasiado oriental (no sorprende pues que Nuri Bilge Ceylan se inspirara para la ocasión en un antiguo cuento japonés), con lo que a veces parece encallarse en actitudes excesivamente contemplativas, que impiden el fácil seguimiento de la trama para nuestra mente occidentalizada. Asimismo, la supresión de un elemento tan básico como lo es la música, acrecienta la -inexistente- sensación de falta de ritmo del conjunto. Por suerte son sólo apariencias que obedecen a un objetivo mayor: el crudo y logrado retrato de una sociedad empeñada en taparse los ojos; las orejas; la boca.

por Víctor Esquirol Molinas

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