¿Qué es lo que define a un buen capitán? ¿La determinación? ¿El instinto? ¿La disciplina? ¿El coraje? ¿El escrupuloso cumplimiento del deber? ¿No creer en el escenario invencible? Difícil dar respuesta solamente con una de estas opciones. La misión se complica todavía más si tenemos en cuenta que la lista de posibles soluciones en realidad se alarga, para emplear la jerga al uso, hasta el infinito y -mucho- más allá. Como casi todo en esta vida (sin importar el satélite, planeta, sistema o galaxia donde ésta se desarrolle), el merecimiento de tan preciado rango se consigue mediante una alquímica conjunción de virtudes, todo esto con la híper-efectiva pieza de ensamblaje que supone disponer (y sobre todo, hacer-uso) de una mente privilegiada. Un cerebro que sepa aclimatarse tanto en ambientes gélidos como en abrasadores; que sea plenamente consciente del lugar y el momento en el que actúa y que, por consiguiente, haga que el cuerpo sobre el que manda se mueva y reaccione de forma óptima... sin olvidar que
para alcanzar la genialidad siempre hay que librarse, en la justa medida, a la locura.
El Capitán James Tiberius Kirk llegó a ser considerado, con todo merecimiento, como uno de los más brillantes miembros de la Flota Estelar de la Federación. Alcanzó dicho estatus sin apenas tener que sufrir por la resistencia de su faja reductora. Tenía madera de líder. Lo llevaba en la sangre. En las situaciones críticas; ahí donde los demás se desmoronaban porque osaban aventurarse más allá de los límites del manual de la academia, él vencía sus miedos y se sobreponía a las circunstancias. Tal vez, precisamente, porqué jamás prestó excesiva atención durante las clases teóricas. Dicho de otra manera: tal vez porqué las directivas, para mayor desconcierto de la comunidad vulcaniana, estaban ahí solo para saltárselas. Por su parte, el Capitán Jean-Luc Picard, quizás por aquello de no querer ser la oveja negra dentro de su distinguidísimo linaje, convirtió su nombre en uno de los más temidos, pero sobre todo, respetados, en todo el universo conocido. Lo logró sin despeinarse, obviamente. Con temple, elegancia y, faltaría más, leyendo a la perfección los momentos en los que la situación pedía a gritos que el reglamento, por mucho que los droides de su tripulación no acabaran de entenderlo, no fuera tomado en excesiva consideración.
Porque ambos valían su peso en oro. Lo valían, porque la Enterprise lo valía, valga la doble redundancia y valgan, dicho sea de paso, todas las veces que tanto el uno como el otro fueron relevados de su cargo. Pero poco o nada importaban las degradaciones o las -falsas- prejubilaciones, pues en más de una ocasión quedó demostrado que ese buque insignia intergaláctico no podía estar comandado por cualquiera.
En su puente de mando solamente debían mandar los mejores, aquellos cuyo currículum y aptitudes estuvieran a la altura de tan formidable nave. La grandeza llama a la grandeza (y basta con las cacofonías). Del mismo modo, después de 'Némesis' la historia y el justificadísimo culto de Star Trek exigían una rigurosísima selección previa para el puesto de su máximo responsable, por mucho que desde ciertos ''bandos contrarios'' (que en realidad, y sin saberlo ellos, juegan en el mismo equipo) se nos quisiera vender la idea de que la saga había caído en el pozo sin fondo de la repetición, de la vejez, del desprestigio... del olvido.
Falsas acusaciones todas ellas, ni falta debería hacer recordarlo. Pongamos, por ejemplo, el último parón fílmico en el que el legado trekie teóricamente se diluyó (a lo largo de siete años) para no volver a dar nunca jamás constancia vital alguna. Como se ha dicho, mentira podrida.
Más allá de la incorruptible memoria colectiva, la obra originalmente concebida por Gene Roddenberry siguió viva en la ''pequeña'' pantalla, en forma de (sub)productos televisivos y -ahí viene lo interesante- camuflado nada discretamente como la más obvia (y por esto principal) fuente de inspiración de la magna space-opera de Bioware: la -de momento- trilogía Mass Effect, que a buen seguro marcará un capítulo de imprescindible estudio dentro de la cada vez más imprescindible historia de los videojuegos. El fenómeno seguía vivo pues (incluso revitalizándose), reciclándose y remodelándose, fuera de las salas de cine. Es decir, -y seguramente no sea casualidad- en los formatos / plataformas que mejor han sabido comprender las necesidades del s. XXI.
Precisamente en el campo las propuestas de entretenimiento hogareño, cuando éstas todavía hacían pensar en un escalofriante agujero negro -y parece que fuera ayer- fue asomando la cabeza, poquito a poco, un joven valor en alza. Un líder nato que con descaro, pero a la vez con pleno conocimiento de causa, reinventó y (re)moldeó a su imagen y semejanza las leyes -impuestas- del mundillo que lo vio nacer. Así, entre segundas lecturas, reescrituras al-gusto-del-consumidor y, por supuesto, omisión de las normas de conducta más engorrosas, J.J. Abrams consiguió que el mundo entero se subiera a un avión en un formidable viaje de ida sin vuelta a la vista, para acabar estrellándose en lo que posteriormente sería definido, con mucho acierto, como ''el juego interactivo más grande de la historia''.
Entre la inspiración y el golpe de suerte (duda razonable que a día de hoy sigue sin esclarecerse del todo, aunque, si se piensa detenidamente, es cortísima la distancia que separa a ambas musas), Perdidos construyó a su alrededor un delicioso laberinto conspiranoico que de paso convirtió a su principal arquitecto original en el nuevo gurú de la industria.
El hombre a seguir era un maestro del marketing que, como tal, sabía vender el producto mejor que nadie. Buena parte de la materia gris se reservaría para una previa en la que ya empezaría a ganarse el partido (no en vano, son muchos los que todavía deifienden que los méritos de 'Cloverfield' en realidad no cabe atribuirlos a Matt Reeves... y quizás no les falte razón). El resto de neuronas y de potencia muscular irían destinados a confirmar las buenas sensaciones, rubricándose así su particular visión del showtime.
Inteligente pero sin pasarse de listo, tramposo pero sin faltar al respeto y, cómo no, espectacular. Los distintos saltos de Abrams a la gran pantalla atestiguan siempre una orgullosa reverencia dedicada a los maestros y modelos que lo han educado.
Nostálgico respeto que más que hacer varar al producto en las peligrosas arenas de la autocomplacencia, impulsa a su autor a crear una solidísima estructura a partir de la cual poder lanzar sus siempre contundentes tratados sobre la modernidad estético-narrativa.
¿Cómo no iba a triunfar este ''niño prodigio'' en el universo Star Trek? ¿Cómo no iba a convertirse la undécima -que se dice pronto- entrega en una de las mejores de dicha serie cinematográfica? Retomando las clases sobre la buena capitanía, el intrépido nuevo recluta se plantó ante la inmensidad del espacio exterior y lo que vio no pareció impresionarle demasiado. ''No podría haber hecho una Star Wars porqué siento demasiado apego por el universo de los Jedi; en cambio con Star Trek me sucede todo lo contrario'', vino a decir el propio Abrams durante la presentación de su primera aventura espacial. Lo que a la larga se convertiría en una de las mejores bromas imaginables gastadas por el destino no implicó, ni mucho menos, falta de respeto hacia la materia prima, sino que se tradujo en la posibilidad realizada de un calculadísimo estudio de ésta, primero para entender su -complejo- funcionamiento y después para poder agitar la disolución sin riesgo a que el laboratorio saltara en mil pedazos.
No hubo bajas que lamentar. Porque el científico loco, en el fondo, sabía lo que se hacía, y porque el producto manipulado demostró estar hecho, él mismo, a prueba de bombas. Y es que la primera aparición en el cine (cortesía de 'Star Trek. La próxima generación') del Capitán Picard y su tripulación, en una realidad holográfica que recreaba la vida en un barco diseñado para surcar los mares durante las Guerras Napoleónicas, no era ningún farol.
Tampoco cabría atribuirle completamente a la divina providencia el que a Roddenberry se le encendiera la bombilla casi al mismo tiempo en que empezara a publicarse la obra de Patrick O’Brian, prolífico autor dado especialmente a la novela histórica, género en el que se dio a conocer sobre todo gracias a -atención- la serie Aubrey-Maturin (AKA ''Master and Commander''). Los periplos de la Surprise son, efectivamente, primos-hermanos de los de la Enterprise.
El que los capitanes Kirk, Picard y Aubrey sean caras de la misma moneda viene a confirmar la atemporalidad -y por ende, inmortalidad- de la propuesta. En eras (documentadas o imaginadas, poco importa) de supuesto milagro científico-tecnológico, unos exploradores metidos a guerreros ensanchan los límites cartográficos y se apoyan en la táctica, la amistad y la siempre conflictiva cadena de mando (más que en unos testosterónicos cañonazos que tampoco quedan del todo descartados) para resolver sus conflictos. En los tiempos de descanso surge el inevitable halo existencialista del hombre que con todo el conocimiento a su favor, y con todos los rincones por ser descubiertos, se siente pequeño y se hace las mismas preguntas que sus troglodíticos antepasados. Llegado el momento, el micrófono vuelve a apuntar a Abrams y éste, sin ningún remordimiento, declara, ante un atónito Jon Stewart:
''Star Trek era demasiado filosófico para mí''. Así. Palabra por palabra. Para matarle... o para hacerle un monumento, dependiendo de hacia dónde sople el viento.
Afortunadamente, el cosmos trekie, aparte de eterno, es también flexible (solo así se explica que haya sobrevivido a tantas secuelas, reinicios y otras operaciones de cirugía estética), calidad ésta última compartida por el cineasta nacido en Nueva York. Todo se reducía pues, a encontrar un punto intermedio, o, puestos a citar a Abrams: ''Una película disfrutable tanto para los novatos como para los fans de la(s) serie(s) / película(s) original(es).'' Dicho y hecho, la
búsqueda del placer orgullosamente nerd pero buscadamente cool, (es decir, no-hostil para el público fuera de la órbita freak) resultó en la familiar imagen del más maltrecho de los navíos, en la clásica sinfonía de acentos raros, en las pequeñas dosis de siempre de picaresca y sexo alienígena, en la bien trazada interacción de presente y pasado en simétrico diálogo y en los tele-transportes y anotaciones en el cuaderno de bitácora como benditos atajos / salvavidas de toda la vida. Todo esto amparado por otra innegociable constante: la reformulación de las directivas.
Se perdió por el camino parte del espíritu Roddenberry, cierto, pero no las formas. El árbol genealógico no se había quebrado. Seguía pudiéndose apreciar el reflejo de lo que en su día significaron los Shatner, Nimoy, Stewart, Spiner y demases. Se materializó este efecto gracias a la
elevación, a la enésima potencia, del espíritu aventurero que había caracterizado a todo humano, vulcano, romulano o klingon que alguna vez hubiera llegado a constar en el manifiesto de a bordo de la Enterprise. La secuencia de clausura y los títulos de crédito finales de 'Star Trek XI' lo insinuaron y el gran Michael Giacchino con su ''End Credits'' para la ocasión (alarde de clasicismo y modernidad al mismo tiempo, como casi siempre en sus partituras) vino a darle la puntilla. A nuestro querido Spock, ni caso: Abrams nunca tuvo la menor intención (al menos no aquí) de ''alcanzar lugares donde nadie había llegado antes''. No pretendió cambiar ni su nuevo juguete ni mucho menos el género en el que éste último navegaba.
En lo más alto de su lista de prioridades figuraba el embriagarse, hasta el coma etílico, del gusto por descubrir nuevos planetas, nuevas formas de vida y civilizaciones. Su apuesta era, indudablemente, la de la borrachera aventurera... y todo el mundo quedó -más que- satisfecho.
Cuatro años después, y sin salir del campo gravitatorio del maestro Giacchino, si no se cuentan las cuatro-mal-contadas nuevas incorporaciones en el programa (como por ejemplo, un impactante ''London Calling'' durante el cual el director vuelve a mostrar sus apabullantes aptitudes con las presentaciones silentes), parece que no haya cambiado ni una sola nota en el pentagrama, lo cual no deja de ser indicativo de los planes de cara a esta ''segunda'' entrega por parte Abrams. El compás de aquella y de la de ahora es casi calcado, las proporciones de dramatismo y comicidad son prácticamente idénticas... incluso el planteamiento, ejecución y las set piece en sí mismas se empeñan en imitar a los antecedentes (véase el ''baumgartniano'' salto al vacío, cumbre prácticamente insuperable del cine de acción, que en 'Star Trek: En la oscuridad' tiene su réplica). El concepto general queda claro desde el híper-dinámico prólogo, especie de mini-episodio de Indiana Jones del espacio, en el que el realizador reivindica, muy socarronamente, el acto de pasar página... teniendo en cuenta de dónde se viene.
Se trata pues de asentarse en el buen sentido del ''más de lo mismo'' y aliñarlo con unas cuantas gotas del ''más difícil todavía''. Son, en efecto, los requisitos ''sine cuánticos'' de la buena secuela intergaláctica. El ''más y mejor'' de un cine palomitero que no oculta su condición, y que en la permanente lucha entre lógica y visceralidad en la que ha resuelto enfrascarse, ahora apuesta, sin miramientos, más por la segunda vía.
Como muchísimos otros relatos de características similares, la historia bebe del maná que emana de la siempre tentadora figura del mal. El villano más legendario al que se podía aspirar resucita de la mano de la mística de Benedict Cumberbatch y su en esta ocasión engrandecida voz, elementos todos ellos que nos recuerdan, con pocos miramientos, que
vivimos en la oscura etapa histórica ''Homeland''. El enemigo está en casa (principalmente porqué lo ha creado la propia casa), y éste no es otro que un hombre convertido en inestable arma de destrucción masiva con patas. Un terrorista dotado de una mente privilegiada, cómo no, en lo que asuntos criminales se refiere. Hasta aquí los apuntes políticos y las descargas neuronales. El resto corre a cargo de una adrenalina que se suministra en vertiginoso non-stop y que obliga a la mente del espectador a saltar constantemente, sin tiempo para respirar, en el continuo espacio-tiempo.
Mientras,
Kirk, Spock, Uhura, McCoy, Scotty, Sulu y Chekov (todos ellos con perfectos álter-egos en la vida real) se presentan en cuerpo pero no en alma, contentándose (y no es poco) en ejercitar el cuerpo y en condensar toda su personalidad en una amalgama de chistes algo simplones pero innegablemente efectivos (a propósito de... no está de más recordar que en 'Star Trek: En la oscuridad' Damon Lindelof ha pasado a jugar un rol mucho más activo). Si la herencia era demasiado ''filosófica'', Abrams se ha encargado de quitarle toda la densidad que a él se le atragantaba. El capitán (y su querido equipo) se siente más cómodo en esta nave que, por fin, ya siente más suya. Por esto se ha tomado la libertad de hacerle todos los ajustes -internos y externos- necesarios. Sí, la nueva Star Strek tiene mucho más de J.J. que no de Roddenberry, pero más allá del pasado, del presente y de lo que depare el futuro, lo más importante de la experiencia es que
detrás de esta nueva y cegadora oda pop al diseño de producción, a la cámara con parkinson, al zoom imposible y a la poli-cromática saturación de flare, se esconde una auténtica y aplastante carta de amor al cine de evasión; a aquellas películas que nos inducen a poner la velocidad de curvatura hacia todas las ''últimas fronteras'' habidas y por haber. Ya que estamos, y mientras hablamos de la que podría ser considerada como
una magnífica previa para la Star Wars post-Huracán Lucas, el capitán Abrams ha fijado las coordenadas de su próximo destino en una galaxia muy, muy lejana... y el universo ya tiene permiso para babear ante las perspectivas de esta nueva odisea.
Nota:
7 / 10
por Víctor Esquirol Molinas