Brandon es un hombre de treinta y tantos años que vive en un confortable apartamento en Nueva York. Para evadirse de la monotonía del trabajo, seduce a las mujeres, en una serie de historias sin futuro y encuentros de una noche. Pero el ritmo metódico y ordenado de su vida se ve alterado por la imprevista llegada de su hermana Sissy, una chica rebelde y problemática. Su presencia explosiva llevará a Brandon a perder el control sobre su propio mundo. La historia indaga en la naturaleza profunda de nuestras necesidades, en la forma en que afrontamos nuestra vida y las experiencias que nos marcan.
Llega a la ciudad que nunca duerme un viajante despistado que no conoce nada del país en el que se encuentra. No obstante, a los pocos minutos de pasear por sus calles se da cuenta de que se hala con toda seguridad en una de las urbes más importantes del planeta. Al llegar a un sitio llamado Times Square, ya no tiene ninguna duda al respecto: está en la capital de la Tierra... quizás del universo. Nueva York, dicen que se lama, y en ella caben todas las maravillas imaginables. Parques gigantescos, rascacielos cuya cumbre tapan las nubes, tiendas que no podrían vaciarse ni en cuatro vidas, luces de neón que dan un colorido inconfundible al asfalto... Es el mejor sitio del mundo, y un lugar ideal para sentirse solo.
Precisamente por sus calles el viajante solitario se cruza con un sudoroso neoyorquino del que no se diría que padece dicho mal. Hace footing a altas horas de la madrugada en una conocida avenida. Salta a la vista que acaba de mantener relaciones sexuales con una chica despampanante... y que seguramente vuelva a tenerlas cuando vuelva a su casa, que sin duda se tratará de un apartamento lujoso con vistas impresionantes sobre la ciudad. Quizás practique estas actividades para descargar tensión tras un arduo día de trabajo en el que se habrán conquistado nuevas metas profesionales, ayudando así a la empresa en la que trabaja a ser un poco más exageradamente poderosa. Cualquiera pensaría lo mismo: ¡Qué poderío!
Pero Steve McQueen (el director, no el actor), no se lo cree, de modo que decide desenfundar su arma más letal (la cámara, por supuesto) y seguirle allá donde vaya. A los pocos minutos de estar con él, llega a la conclusión de que efectivamente, no serían pocos los que harían cola para ponerse en su lugar. Al menos a simple vista, pues a veces la fachada esconde una realidad terrible, y éste es el caso. Brandon Sullivan, exitoso hombre de negocios, cuyo piso está abarrotado de muebles y aparatos carísimos, y cuya cama nunca llega a enfriarse... está solo.
Así, las reuniones de trabajo en las que se mueven millones de dólares, son tan pobres e intrascendentes como el vagabundo que le pide limosna cada mañana cuando sale de casa. Las chicas conquistadas y los elaborados cócteles degustados en las noches locas de fiesta con sus amigotes saben respectivamente a fruta podrida y a ceniza. No valen nada. Del mismo modo, el hecho de que su contestador automático eche humo no significa que pueda decirse lo mismo de su vida social. Todo lo contrario, al haber éste cortado comunicaciones con cualquier ser remotamente querido... hasta que uno de estos, quizás el que más, llame sin previo aviso a la puerta de su piso.
La irrupción de Sissy se descubre como el catalizador perfecto para que Steve McQueen (el británico, no el norteamericano) saque a relucir toda la visceralidad mostrada en 'Hunger', su muy recomendable ópera prima, y la eleve a la máxima potencia, para concebir -dígase ya- no solamente la mejor película del año 2011, sino también uno de los drama más perturbadores de los últimos tiempos. 'Shame', al igual que la incomprendida 'American Psycho', sitúa la acción en la ciudad más moderna y majestuosa del mundo. Pero sobre todo, al igual que el filme de Mary Harron, el fuerte impacto de lo mostrado no es nada comparado con el mensaje implícito.
Del mismo modo que sería injusto considerar 'American Psycho' como un filme sobre los impulsos homicidas de un tiburón de Wall Street, también lo sería afirmar que 'Shame' trata sobre la adicción sexual. Esto es tan solo la punta del iceberg, o la excusa, si se prefiere, para sumergirse de forma magistral en aguas muy profundas, no muy distintas de las exploradas por Bernardo Bertolucci en 'El último tango en París'. Para ello, Steve McQueen (que a este paso no necesitará más que le distingan de su difunta homónimo) obra el milagro de convertir su cámara en una especie de aparato de rayos X, capaz de atravesar de forma sutil pero directa las puertas, las paredes, las almas de los protagonistas... y por supuesto, su carne.
La carnalidad, la que debería provocar vergüenza a toda persona mínimamente decente, se impone pues solo en la superficie, que resultara ser una membrana de lo más fácil de penetrar. Tan frágil como la presunta fortaleza del hombre que ha hecho de su refugio su condena -o viceversa-, y que se da cuenta de que todas las banalidades con las que ha intentado ocultar su vacío existencial, no han conseguido maquillar lo solo que está. Con un amplio dominio del plano estático (ya demostrado en aquel magistral secuencia inacabable de la citada 'Hunger', en la que Fassbender y Liam McMahon se lo contaban... todo, y cuyo reflejo aquí sería una poderosísima discusión entre hermanos con una Silly Symphony de fondo), además de otros muchos más recursos, McQueen se asocia con dos actores en estado de gracia (colosales Michael Fassbender y Carey Mulligan), y nos regala escenas para el recuerdo (a la ya comentada, pueden sumarse la de apertura, o cómo no, el desgarrador "New York, New York"). No solo esto, nos regala también una de estas películas que tan raramente se ven ahora, que te atrapan y no te sueltan hasta el final... y que incluso después, en la soledad, siguen dando patadas en nuestra memoria.
Nota:
8,4 / 10
Por Víctor Esquirol Molinas