Jaime, Marta y su hija Isa componen una feliz familia que acaba de mudarse a su nueva casa, un impresionante y grandísimo inmueble situado en una acomodada urbanización en las afueras de Madrid. Entre cajas listas para desembalar y las típicas riñas entre padres e hijos, transcurre plácidamente el traslado, y a pesar de las reticencias del miembro más joven, parece que la familia podrá celebrar esa misma noche la inauguración de su nuevo hogar. Lo que nadie de ellos ha previsto es que cuando el sol caiga, van a recibir la visita de tres encapuchados que por medio de la fuerza, van a desposeerlos de todo lo que aman.
Ocurre muy pocas veces, cada vez menos... quizás por esto sea un hecho tan especial. Una razón que puede explicar esta escasez es que a estas alturas, ya todo está inventado en el conocido como séptimo arte. Una excusa esgrimida por los mediocres, que desgraciadamente da la sensación que son cada vez más numerosos... y que parecen tener cada vez más peso en el sí de la industria. Sea como fuere, hay ocasiones en las que el cine, a pesar de todo, se las ingenia para asombrar; para crear un fuerte impacto en el espectador, dejando así en evidencia a aquellos que se empeñan en seguir escudándose en la -repugnante- actitud conformista que se ha apropiado de nuestros tiempos.
Resulta que, incluso hoy en día, por el cada vez menos módico precio de una entrada de cine, el espectador puede salir de la proyección invadido por una sensación que no tiene precio: la de saber que le han sorprendido; la de saber que todavía queda gente en este mundillo con las agallas suficientes como para desmarcarse del resto de sus colegas de profesión. Gente que, sin ofrecer necesariamente algo radicalmente nuevo; sin llegar a concebir una obra maestra, puede sentirse en pleno derecho de recibir una soberana ovación por parte de unos espectadores que, al ver su producto, no sienten más que gratitud.
Cripticismos a parte, la experiencia tuvo lugar en el Auditori Melià, buque insignia del Festival de Cine Fantástico de Sitges. Unas mil personas abarrotaban el recinto y la expectación era máxima (principalmente debida al siempre efectivo boca-oreja, en esa ocasión fruto del éxito apabullante que había cosechado la cinta en cuestión en el certamen gemelo de Austin). Antes de que se apagaran las luces, resonaba fuerte el vibrante tema 'Mombasa', compuesto por Hans Zimmer para 'Origen', lo cual no hacía más que presagiar que lo que iba a verse en pantalla sería muy grande. Efectivamente. El palmarés dirá lo contrario (quizás por miedo a ir demasiado a rebufo de la ciudad tejana antes mencionada), pero no fuimos pocos los que tuvimos inmediatamente claro que aquella iba a ser la mejor película vista aquel año en Sitges (con el permiso de la marginada -y marginal- 'Super', de James Gunn).
En todos estos eventos, el jurado puede opinar lo que más le plazca, pero como casi siempre, el veredicto final lo tiene el gran público... y después de la proyección, éste decidió volverse literalmente loco. Aplausos sonando durante los títulos de crédito finales, y cuando las luces del Auditori volvieron a encenderse, una imagen celestial: la inmensa sala prácticamente abarrotada, con todo el mundo de pie, algunos siguiendo aplaudiendo y algunos otros dejándose la poca voz que les quedaba entre las alabanzas más superlativas. ¿Y hacia quién iba dirigida aquella ovación? Hacia los representantes de la película: Miguel Ángel Vivas, Fernando Cayo, Ana Wagener y Manuela Vellés.
Hacia los tres últimos (especialmente a la última) por haber ofrecido unas actuaciones sobrecogedoras... a Miguel Ángel Vivas (director sevillano que, de hacer bien su trabajo el brain drain, no debería extrañar en absoluto verle rodar su próximo trabajo en el otro lado del charco) directamente por ser la mente pensante y ejecutora de aquel monstruo de película. Quién iba a pensarlo viendo sus antecedentes, entre los que encontramos 'Reflejos', infumable y sobresaturado de tópicos thriller policíaco y 'I'll see you in my dreams', interesante pero a la postre fallido mediometraje de temática zombie. Cartas de presentación que no invitaban en exceso al optimismo, pero que muy gustosamente borramos de nuestra memoria al ver 'Secuestrados', un filme que se vendió muy erróneamente como la respuesta española a la insuperable 'Funny Games'.
A riesgo de abrir la sección ''Haciendo amigos'', quien hizo dicho símil salta a la vista que vio aquella aterradora cinta protagonizada por Ulrich Mühe y Arno Frisch (nadie duda que el punto de partida es por lo menos muy similar... familia adinerada que llega a su casa, relativamente apartada de la civilización, y que recibe la inoportuna visita de unos intrusos con intenciones hostiles), lo que no queda tan claro es que entendiera la esencia de Michael Haneke. Detrás del desquiciante y aparente sinsentido, el cineasta germano impregnaba de violencia -y perversidad- cada fotograma de su película, al igual que Vivas, pero lo hacía de forma sutil, adentrándose poco a poco en el cerebro del espectador.
Si Haneke atacaba el cerebro, Vivas se lanza directo al cuello. Si uno podía alardear de violencia psicológica, el otro puede hacer lo propio... pero en un plano mucho más visceral, situándose así cerca de cineastas que hacen de lo extremo (en todas las acepciones del término) su principal seña de identidad, véase por ejemplo Gaspar Noé. El director franco-argentino, gran conocedor de los impulsos más morbosos del ser humano, ocultó la escena más dura de su 'Solo contra todos' detrás de una cuenta atrás que advertía al respetable sobre la dureza de las imágenes que estaba a punto de presenciar. Dicha intermisión, lejos de ser usada para dar tiempo a que la gente se tapara los ojos (o directamente huyera de la sala de cine), tenía la función de incrementar las ganas de sensaciones fuertes de aquel que estuviera viendo la cinta... y en efecto, todos picamos.
Al fin y al cabo, en mayor o menor medida, a todos nos va la marcha, lo cual volvería a quedar latente en 'Irreversible' y aquel famoso plano fijo de casi diez minutos en el que Monica Bellucci iba a descubrir los peligros de pasar por un paso subterráneo a partir de ciertas horas de la noche. Diez minutos repulsivos... pero en los que pocos apartaron la mirada de la pantalla. El abismo; lo más oscuro del hombre como carnaza de celuloide. ¿Reprobable? Puede... pero indudablemente efectivo, y más si el ensamblaje final es de una calidad tan alta. Ya en una esfera más técnica, Gaspar Noé se apoyaba en un montaje endiablado y en unos movimientos de cámara imposibles (que tuvieron su máxima expresión en la alucinante y aquí inédita 'Enter the Void') para acrecentar la asfixia. Por su parte, Miguel Ángel Vivas lo hace tirando de planos secuencia.
Concretamente doce (como los días que duró el maratoniano rodaje... uno por escena). El primero de ellos, desvinculado de la trama principal, una excelente declaración de intenciones que de alguna manera presagia la falta de oxígeno que va a padecer el espectador. El segundo, una lección magistral a la hora de presentar el espacio en el que va a desarrollarse la acción. Y a partir del tercero, una híper-magnética tormenta de ira, furia y dolor que no dará tregua hasta el trágico desenlace. Cuando los secuestradores entran en el hogar, ya no hay vuelta atrás, y se desata una espiral de violencia que destila terror y adrenalina en estado puro. Un descenso a los infiernos tan bien ejecutado que hasta el tan odiado recurso de la pantalla partida funciona a las mil maravillas. Imposible respirar; imposible cerrar los ojos, a pesar de la crudeza de alguna de las imágenes. Imposible no rendirse ante la brutal maestría de 'Secuestrados'.
Nota:
8 / 10
Por Víctor Esquirol Molinas