Los argumentos, al igual que las armas, se gastan a fuerza de usarlos. Antes que la obsolescencia programada, existía el simple desgaste, no está de más recordarlo. Los argumentos usados a modo de arma, obviamente no escapan a dicha ley. Si al gobierno español le hubieran dado, tan solo durante los dos últimos años, un céntimo por cada vez que alguien esgrimió aquello de que ''los artistas parecen vivir en otro mundo'', seguramente ya habría recuperado la totalidad de aquella grotesca millonada que tiró al retrete en forma de rescate a sus queridas entidades financieras. Del mismo modo,
los motivos artísticos, a fuerza de echar mano de ellos, también se gastan. Mejor dicho,
acaban cansando. Más pronto que tarde.
Para ir directos al trapo, si el año pasado era comprensible el estado de irremediable desesperación por parte de los que acabaron hasta el gorro de Blancanieves, los siete enanitos y la manzana que los parió, esta temporada va a tocar compadecerse de aquellos a los que les salgan sarpullidos por toda la piel la próxima vez que entren en una sala de cine para ver
otra película de pintores y musas. La -muy- alocada cronología de la cartelera de nuestro país nos habla, primero, de un tal Fernando Trueba que vuelve a la imagen real bajo un título la mar de elocuente: 'El artista y la modelo'. De momento, ninguna pregunta al respecto. Imposible perderse. A continuación, la línea temporal nos presenta por enésima vez a Jean Becker, quien con 'Mi encuentro con Marilou' nos habla de un pintor cuyo enfermizo fastidio causado por el mundo en el que le ha tocado vivir se revierte radicalmente por el descubrimiento casual de una jovencita gravemente afectada por la rebeldía adolescente.
Por último, y sin apenas tiempo para reponerse del segundo plato, llegan unos postres que tampoco parecen ayudar demasiado al a estas horas maltrecho sistema digestivo. Después de su fallida aventura en las Américas, Gilles Bourdos regresa a casa para completar ese particular menú de filmes que usan
. En este caso, una peligrosa mezcla entre drama familiar, triángulo pseudo-amoroso y, cómo no, ''una partida de campo'' para otra muestra del normalmente exquisito cine rural francés. En este caso, la acción, si es que puede considerarse como tal, nos lleva a un lugar y a un momento (vitales ambos dos) peligrosamente conocidos: 1915, Costa Azul, el maestro Pierre-Auguste Renoir, mortificado por la artritis, por la muerte de su mujer y por las noticias fragmentadas que llegan de su hijo Jean desde las trincheras, se va hundiendo, cada vez más rápido, en un pozo de amargura del que ni la pintura puede sacarle... hasta que -¡tachán!- conoce a Andrée.
Curvas mareantes, carácter peleón, ojos ideales para perderse durante toda la eternidad, melenaza besada por el fuego (sí, Christa Theret es un amor)... La chica lo tiene todo para quitar el hipo en casa de los Renoir, donde además de convivir las raras inquietudes y preocupaciones de esa gente tan rara que ''parece vivir en otro mundo'', hacen lo propio
dos maneras de entender / plasmar el arte a través, primero, de un soporte más viejo que la tos, y después, de otro que apenas ha empezado a dar sus primeros pasos (y que por ello todavía tiene que soportar las burlas de los círculos más carcas, que se refieren a él como algo todavía impuro). Como era de esperar, Andrée, que ejerce de modelo para la pintura pero que en realidad aspira a convertirse, ni más ni menos, que en la más prestigiosa actriz del séptimo arte, está justo en medio.
En definitiva, llega a nuestras salas otra cinta con la fórmula de ''artista y modelo'', sólo que aquí el primer factor se ha duplicado... si es que esto implica un cambio realmente relevante. En definitiva, sin excesivas novedades en el frente. Cabe esperar pues, que la introducción de nuevos factores que eviten el déjà vu total corra a cuenta de Monsieur Bourdos, a quien a estas alturas se le presupone la experiencia suficiente como para sacarle a sus historias un mínimo exigible de jugo. Pero no. Desde el papel, 'Renoir' se revela como una película demasiado fiel al objeto de estudio. En efecto, su tratamiento denota que éste es
un trabajo claramente concebido por alguien que ''parece vivir en otro mundo'' (de hecho, lo mismo podía aplicarse a la teóricamente mucho más comercial 'Premonición'), y que por esto no siente el peso de las concesiones a su audiencia.
En apariencia (demasiado en apariencia) difusa, confusa, incluso conquistada por una profunda sensación de dejadez y -peor aún- de antipatía... lo que sucede en realidad es que
el ''qué'' (para entendernos, la historia en cuanto a narración clásica) pasa a tener una importancia secundaria.
Lo que realmente busca este cineasta de Niza es centrarse en el ''cómo'', dando así un paso más en su personal y, por supuesto, muy reconocible
cine atmosférico. De repente, los estados de ánimo y las etapas por los que pasan los personajes no quedan marcados por el guión, sino por el montaje: por el suave encadenado de escenas, por la algo desconcertante (pero indudablemente acertada) combinación de planos y contra-planos, por el cadencioso tempo que marca la entrada y la salida de las piezas en el tablero...
Lo mismo que darle voz propia, de la forma menos obvia, a un moribundo al que ni le quedan energías para hablar. Pero por encima de todo, donde realmente se crece este 'Renoir' es, tal y como de hecho exigía el programa, en un
sobresaliente apartado visual. La luminosa y -por descontado- prodigiosa fotografía a cargo de Mark Ping Bing Lee (colaborador de Hou Hsiao-Hsien en la cromáticamente también impactante 'Millennium Mambo') sea tal vez el mejor homenaje al genial pintor.
Con la fuerza del impresionismo y el magnetismo del clasicismo barroco, luce, durante la hora y media larga de metraje, una excelsa paleta de colores que, por sí sola, ya casi justifica este lujo en el que se ha convertido una entrada de cine y que, como viene siendo habitual en
Bourdos, convierte las distancias cortas en un inteligentísimo e híper-visible segundo plano.
Nota:
5,4 / 10
por Víctor Esquirol Molinas