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'Mucho ruido y pocas nueces': Whedon enamorado

Vía El Séptimo Arte por 19 de diciembre de 2013

Antes de 2012, año del gran terremoto causado por 'Los vengadores', Joss Whedon era poco más que un artista de consumo casi exclusivo de los devoradores de títulos de culto. Si bien su nombre constaba como principal causante de grandes sensaciones de la pequeña pantalla como 'Buffy Caza vampiros' o 'Ángel', consiguieron trascender mucho más los nombres más visibles de cara al público. Sarah Michelle Gellar y David Boreanaz (y otros actores que seguirían sus respectivas carreras con mayor o menor éxito) se quedaron con buena casi toda la fama, mientras el creador seguía a lo suyo, pariendo productos bajo una firma cada vez más reconocible e igualmente reivindicando, poco a poco, una marca personal cada vez más atractiva. La ruta marcada sufrió pocas variaciones hasta que la Disney, en una de las decisiones más sabias de los últimos años registradas en el siempre complicado terreno de producción, decidió otorgarle el control casi absoluto de uno de sus proyectos ambiciosos.

Los superhéroes de la Marvel llamaron a la puerta de Joss y éste hizo que bajo su techo se sintiesen como en casa. El punto de inflexión que conoce la carrera de Mr. Whedon entre 2011 y 2012 es de los que hacen época. No sólo hablamos de la que en un abrir y cerrar de ojos pasó a subirse, con todo merecimiento, a uno de los cajones del podio dedicado a las películas más taquilleras de la historia (consiguiendo además el favor de la crítica), sino también de un prodigio titulado 'La cabaña en el bosque', con guión co-escrito por él mismo y con una distribución pésima en determinados países (ejem...) que pasa por ser una de las cintas de terror (y de ciencia-ficción, y de fantástico en general) más inteligentes y divertidas jamás concebidas. Hay más, porque entre una cosa y la otra, o mejor dicho, justo (justísimo) después de ambas, cuando el cuerpo le pedía a gritos un descanso, su mujer le recordó que aquel era quizás el momento ideal para hacer realidad, de una vez por todas, uno de los proyectos de sus sueños.

Para ponernos más en situación, resulta que por aquel entonces, Joss Whedon andaba liado con la posproducción de la faraónica de 'Los vengadores', tarea igualmente titánica que, por acuerdo contractual, le concedió apenas dos semanas de descanso antes de rematar la faena. Dicho período de tiempo originalmente debía destinarse a un viaje para celebrar las bodas de porcelana entre el cineasta y Kai Cole, quien además de diseñar y decorar la mansión del primero, decidió, como ya se ha comentado, que mucho mejor plan era el de aprovechar para rodar una película... en el mismo escenario que ella misma, de forma involuntaria o no, se había encargado de preparar. Dicha alineación de astros no es sino una de las muchas demostraciones de que detrás de cada gran hombre, hay efectivamente una gran (o terrible) mujer. Para quien no haya tenido el gusto de conocerla (para él/ella, mis más sinceras condolencias), Lady Macbeth ha constituido desde siempre una de las manifestaciones más brutales de dicho principio.

Ya puestos, la -privilegiada- mente que le dio vida y forma, fue ni más ni menos que la del mismísimo William Shakespeare, quien aprovechara también el tiempo ''libre'' entre las distintas concepciones de sus grandes hitos dramáticos para dedicarse a dar a luz a sus grandes conquistas en el terreno de la comedia. Nos topamos ahí con títulos como 'Noche de reyes', 'Como gustéis' o 'Mucho ruido y pocas nueces'. Prohibidísimo hablar de ''obras menores'', sobre todo teniendo en cuenta que todas ellas sirvieron para confirmar el genio de un todoterreno como pocos se han visto a lo largo de la historia. Paralelamente, es muy comprensible la tentación de tener en poca consideración la película que ahora nos concierne, más aún teniendo en cuenta la envergadura (en lo que a nivel productivo se refiere) de los proyectos más cercanos en el tiempo del mismo autor, sin embargo, lo que a fin de cuentas hace la adaptación de 'Mucho ruido y pocas nueces' por parte de Joss Whedon no es sino dejar constancia del impresionante estado de gracia en el que ahora mismo se encuentra éste.

Rodado literalmente en doce días y fuera del alcance de la amplísima mayoría de radares de la comunidad cinéfila, es éste un filme de apariencias traicioneras. Su ficha artística nos habla de una naturaleza ''amiguete'' (entre los intérpretes que encarnan a los personajes de la obra, encontramos, entre otros, a Amy Acker, a Clark Gregg, a Frank Kranz, a Riki Lindhome, a Sean Maher, a Alexis Denisof, a Ashley Johnson y por supuesto a Nathan Fillion) y sus primeros fotogramas hacen lo propio de una ambientación poco al uso (atrás queda el alegre clasicismo de la estimable cinta de Kenneth Branagh, de quién sino). Si quieren añadir más motivos que alimenten el desconcierto general, deben saber los interesados que lo último de Whedon salió vitoreado de una plaza tan improbable como la del cine Prado, eterno emblema del Festival de Cine Fantástico de Sitges, que es donde la función fue presentada oficialmente en nuestro territorio.

Tanto un factor como el otro... y como el otro, a ojos de jueces poco pacientes, pueden ser vistos como síntomas que atestiguan el poco respeto del adaptador para con el material original, sin embargo no tiene que esperarse ni al comienzo del segundo acto para darse uno cuenta de que lo tiene ante los ojos es la plasmación del mejor resultado a priori pronosticable. Para entendernos y para no andarnos con más rodeos: Shakespeare es eterno, y a Whedon, aunque parezca (y sólo parezca) que es sin querer, le sale todo redondo. Desmenuzado en dos puntos. Primero, el legado artístico del legendario dramaturgo inglés es una inagotable fuente de inspiración (para aquel con la capacidad suficiente para aprovecharse -en el buen sentido- de ella) y gozo (especialmente para el poseedor de una sensibilidad que sólo tiene que estar ligeramente por encima de la del cretino medio). Segundo, y viendo cómo han terminado sus trabajos más recientes, no es descabellado afirmar que Joss Whedon tiene todos los números para convertirse (si no lo es ya) en uno de los llamados a darle un nuevo sentido (así de ''fácil'') a la industria (así en general) del espectáculo.

Cómics, medios online, teatro (de aquella manera), televisión y cine. Nadie se ha resistido (¿cómo podía?) a los encantos de este talento convertido en algo mucho más grande (e importante) que uno de los grandes orgullos de la comunidad freak. En su 'Mucho ruido y pocas nueces', el blanco y negro y un breve prólogo que rompe la santísima trinidad de unidades teatrales dan paso a unos títulos de crédito que recuerdan a los de la mayoría de shows de la caja tonta (?). La mezcla de formatos, por supuesto, no es accidental. Es más, la fusión entre las más grandes artes escénicas va a ser el hilo conductor formal para una historia que ya conocemos, pero que aun así no deja de sorprender. Las sagradas escrituras de Shakespeare son respetadas (aparte de alguna levísima adecuación para los actores, sólo se ha suprimido una referencia con connotaciones antisemitas, incomodidad mayormente atribuible, no lo olvidemos, al desarrollo de la Historia) hasta tal punto que se ha instaurado, a lo largo de toda la representación, una inesperada -pero bienvenida- añadidura cómica que de paso pone otra piedra en la desbocada construcción de la posmodernidad.

Los valientes caballeros de Mesina llegan en limusina al palacete californiano de su anfitrión, y no dudan en hacer una pausa cada vez que alguno de sus diálogos se regodea en anacronismos que por supuesto han sido deliberadamente conservados. Entre el cariño y la socarronería (pero siempre bajo el más solemne respeto, que no miedo), Whedon dialoga directamente con Shakespeare, riéndose ''con'' él y en algunas poquísimas ocasiones, ''de'' él, que también está permitido. También lo está el que a Claudio le dé por atiborrarse de cócteles en la piscina de su futuro suegro, o el que a Leonato le parezca bien poner música en el iPod para así tapar sus -bienintencionadas- maquinaciones, o el que Dogberry sea un rechoncho guardia de seguridad con serios problemas con los pinganillos y los ordenadores. Así, todo vale, porque todo cabe en el recipiente de la materia prima. Hasta los mecanismos de la sit-com de toda la vida. Con esta naturalidad y lógica aplastante se mueve todo por el escenario.

Así, los condes y las princesas (y viceversa) se dan cita para jugar, una vez más, a lo que mejor saben. El baile de máscaras (con sus consiguientes enredos y malentendidos) está servido y presentado a través de un mimo sin igual por la palabra escrita (y hablada). El resto corre a cargo de una química encantadora y de una puesta en escena que no se mete donde no la piden, y que se muestra tan ligera y sugerente como la partitura de ''Sigh No More'', uno de los temas más destacables, a la vez que reveladores, de la también muy acertada banda sonora. Y basta ya, porque los nobles italianos (¿o eran americanos?), y sobre todo, los imperecederos Benedicto y Beatriz, han vuelto a quedarse desnudos por obra y gracia de los caprichosos designios del corazón. El amor, que es lo que sin duda siente el alumno por el maestro, es lo que a fin de cuentas acaba desnudando también a un divertimento casi perfecto, pensado y ejecutado tanto para los profanos como para los puristas. Whedon adapta más allá de la literalidad del texto; no recita, sino que hace suyo un tesoro que, por enésima vez (y que sean muchas más), vuelve a ser de todos nosotros. Silencio, porque a partir de ahora hablan los clásicos, más modernos que nunca. Y a disfrutar... con pareja o sin ella.

Nota: 7,4 / 10

por Víctor Esquirol Molinas

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