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'Menú degustación': Sencilla y mediterráneamente

por 13 de junio de 2013

En un idílico paraje mediterráneo se encuentra el mejor restaurante del mundo. Un triste hombrecillo llega a él después de haberse peleado durante media hora con su GPS, pero el cabreo y la desesperación han estado más que justificadas. Más aún si finalmente se ha conseguido llegar a la línea de meta. Resulta que el patético señorito reservó mesa hace dos o tres años (ya no lo recuerda) y durante todo este tiempo, aunque no lo diga abiertamente, ha estado aguardando, impaciente, el momento. Ahora que está ahí, nada ni nadie va a privarle del goce supremo que le han prometido. De modo que, ahora sí, se relaja y saborea el momento. Cierra los ojos, piensa en recuerdos felices y sincroniza su respiración con la sedante cadencia de las olas del mar. De repente, una camarera destroza su nirvana particular: ''¿Señor? ¿Me permite?'' El grisáceo cliente está indignado. El acto reflejo le invita a descargar toda la ira acumulada sobre la joven impertinente, pero a última ahora se reprime, porque supervisando toda la escena se encuentra, ni más ni menos, que la chef del mejor restaurante del mundo.

Además, tan grosera intromisión parece estar motivada por una especie de ofrenda de bienvenida. La camarera sostiene una bandeja en la que puede apreciarse... ¿una hoja de cactus? Y encima de la ¿hoja de cactus? hay una especie de... ¿sustancia gelatinosa? incolora. El cliente hace un esfuerzo sobrehumano para sonreír, alargar el brazo y aceptar el regalo. Antes de metérselo en la boca pregunta, con un hilito de voz, ''¿Qué estoy a punto de comer?'' (porque el ''¿Con qué están ustedes a punto de envenenarme?'' opina él que está fuera de lugar). ''Reducción de margarita servida en hoja de cactus'', responde la jefa del local, con un tono que implícitamente añade la coletilla de ''Elemental...'' En un acto de encomiable valentía, el joven cadáver en potencia injiere la sustancia. Pasan unos segundos eternos, presididos por un tensísimo silencio, y todos los sentidos parecen conservar su vigor. No hay que temer por la supervivencia. Es más, las papilas gustativas dan síntomas de haber empezado una fiesta de proporciones épicas. Cocinera y comensal intercambian entonces una mirada de complicidad, tras la cual ella afirma ''Así me gusta hacer las cosas... sencillas.''

Los dos personajes, muy convencidos de las tonterías que sueltan, asienten... y el espectador todavía reacio a tragarse las milongas de la cocina más vanguardista tiene todo el permiso -y el derecho- a partirse de la risa. De hecho, esta invitación tanto a la seriedad como a la carcajada es lo que ha caracterizado, desde la imprescindible 'Smoking Room' (cáustico tratado, de autoría compartida con J.D. Wallovits, sobre las ratoneras del día a día), la filmografía de Roger Gual. Tanto en su debut como en la también muy rescatable 'Remake', el cineasta barcelonés evidenció una más que bienvenida mala leche hacia todos los supuestos valores (¡qué concepto más depreciado!) de unas estructuras (económicas, amorosas, sociales, laborales, familiares...) tan repulsivas como -qué rabia- fáciles de amar.

Juraba el maestro Billy Wilder que hacía aquellas películas que le pedía el cuerpo. Lo curioso es que sus entrañas iban a contracorriente. En momentos de máxima felicidad, el espíritu artístico le arrastraba hacia el drama y cuando más triste se sentía, necesitaba empaparse de comedia. Esta misma ley compensatoria es la que parece aplicarse, a rajatabla, Roger Gual, pues no parece casual el que sus dos primeras películas, que vieron la luz en momentos de bonanza económica en nuestro país (¿se acuerdan?), nos incitaran a tirar piedras (y dardos, y puñales... valía cualquier arma arrojadiza contundente), por simple y saludable necesidad biológica, hacia todo lo establecido; hacia todo lo que supuestamente tenía que aceptarse y acatarse sin otra excusa válida más allá de la existencia del sistema.

Siete años después de 'Remake', ha quedado claro que España ha dejado de ''ir bien''. Cada noticia que se lee al respecto invita al deseo de, por lo menos, una muerte rápida e indolora. Para que todo termine de una vez. En el mejor de lo casos (y recuperando la voluntad de contrarrestar las malas vibraciones), invita a querer refugiarse en las pocas alegrías que incluso ahora siguen brotando de nuestra tierra. A calentar fogones se ha dicho. A recuperar el recuerdo de El Bulli (antiguo mejor restaurante del mundo) y a empaparse del savoir faire del Celler de can Roca (que ahora ocupa el trono cedido por Ferran Adrià), dos de los únicos puntales que, batallitas deportivas aparte, ha ayudado a que ese concepto tan repugnante como lo es el de la ''marca España'' no haya naufragado del todo. 'Menú degustación' es una comedia romántica culinaria hecha en (y parece que también ''por''... y también ''para'') uno de los pocos sitios que inducen a olvidarse de los problemas que día a día nos amargan la existencia.

Su acción transcurre en un reino mágico vetado a los mortales pero cuyas dulces mieles (en una infinitésima fracción) han logrado llegar a nuestra lengua gracias a las grandes corporaciones y a sus eslóganes tan vacíos y peligrosos como, pongamos ''mediterráneamente''. Un paraíso terrenal en el que confluyen todas las culturas de este lugar llamado mundo (representadas todas ellas con los tópicos que las hacen reconocibles) y en el que se masacra al huésped con una ración indigesta (por muy ligero que parezca todo) de autocomplacencia. Jan Cornet, Clàudia Bassols, Stephen Rea, Fionnula Flanagan, Akihiko Serikawa y muchos otros se olvidan del maldito stablishment, se abrazan a él y se marcan un atracón de azúcar y de chistes fáciles salteados, afortunadamente, con -ligerísimas- dosis de la mala baba y el marcianismo (esa aparición estelar de Mario Vaquerizo... ¿por qué no?) made in Gual. El resultado es, tanto en sus momentos inspirados como en los puntos que nos sacan de quicio, idéntico al de la maldita publicidad cervecero-veraniega: hueco, falso... incluso odioso, pero por una extraña razón fuera del alcance de todo raciocinio, ameno, simpático... incluso -qué rabia- entrañable.

Nota: 5 / 10

por Víctor Esquirol Molinas

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