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'Los becarios': God Bless Google

Vía El Séptimo Arte por 27 de junio de 2013

Son uña y carne. Culo y mierda. Inseparables. Son compis de trabajo que establecieron entre ellos, hace mucho tiempo, una especie de relación simbiótica que los ha llevado hasta la cima... o quizás no. Sea como fuere, lo importante es que sacan todo el jugo posible del factor humano y de la conexión presuntamente irrompible que los une. Cuando están con un cliente, éste último disfruta a más no poder tanto con las bromas que van dirigidas a él como con la batería de ''internal (pero muy accesibles) jokes'' que no paran de dispararse el uno al otro. El bueno de Nick y el bueno de Billy son unos cracks. Son, además, unos golferas de la vieja escuela. Están ciertamente anclados en un pasado que quizás hayan mitificado en exceso... pero indudablemente sigue siendo una gozada verlos en acción, tanto durante las horas de trabajo como en los -prolongadísimos- momentos de descanso, en los que ponen a prueba, por enésima vez, los límites de su cada día más maltrecho cuerpo.

Juergas antológicas y una eficiencia laboral que se ve sustentada en una camaradería que ya quisiéramos nosotros en nuestra oficina (si al menos tuviéramos alguna en la que dejar nuestro currículum...). Pero hay trampa. Por mucho que todos los síntomas (presentación y evolución de los personajes, tanto los principales como los secundarios; momentos y cuantidades recetadas de dramatina y comediol) indiquen lo contrario, esto no es la secuela de la despreocupada 'De boda en boda (Los cazanovias)'. La película que ahora nos concierne es mucho más seria. Un pelín más, dejémoslo así. Porque por mucho que los dos conquistadores se sientan en la cresta de la ola, la abrumadora realidad está a punto de estallarles en todos los morros. Sin saberlo ellos, se encuentran en la desoladora segunda década del, de momento, bastante desolador siglo XXI.

Con la crisis hemos topado... una vez más, y van... (a saber). Resulta que el antaño prometedor y muy lucrativo sector de la venta personalizada, aquella en la que salía a relucir la calidez entre todas las partes contratantes, se ha quedado (al igual que muchos otros aspectos presuntamente inamovibles de nuestra vida) totalmente desfasada. Game Over. Se acabó lo que se daba. A nadie le importa que unos cuantos vejestorios se hayan dedicado, durante prácticamente toda su vida, y en cuerpo y alma, a crear una solidísima base de satisfacción bilateral en la que es casi imposible discernir la esfera de los negocios de la de la más encomiable amistad. ''O te mueves o caducas'', rezaba aquel famoso eslogan, lo cual aplicado a Nick y Billy se traduce en un espeluznante ''O te reinventas o mueres''... o lo que es peor, ''O espabilas o te quedas en la puta calle, y más endeudado que el país al que, inexplicablemente, sigues adorando.''

El sueño americano ha muerto... una vez más, y van... (a saber). Pero por mucho que desde fuera (somos unos envidiosos, esto es lo que somos) se lo quiera asesinar, la promesa de una vida -materialmente- mejor en la eterna ''tierra de las oportunidades'' resucita una vez más, y van... basta. Para los interesados, el horizonte de prosperidad en los Estados Unidos no se ha desvanecido. Solo hay que saberlo encontrar. De nuevo para los interesados, ahora éste se halla en el puesto de trabajo más maravilloso jamás concebido por la raza humana. Cámaras de siesta para los trabajadores cansados; saludable y nutritiva comida gratis para los empleados famélicos y toboganes por doquier para desplazarse de un piso a otro (además de otros muchos gadgets que hasta harían sentir desgraciados al mismísimo Willy Wonka y a su ingente horda de Oompa Loompas).

Deje de buscar la mítica fábrica de chocolate. La felicidad absoluta ahora se encuentra en las oficinas de Google, esa magnífica empresa que tan desinteresadamente ha contribuido a incrementar los niveles de felicidad de todos nosotros. ¿Quién dijo polémicas de espionaje? ¿Quién insinuó prácticas monopolísticas que van mucho más allá del control del mercado? Si puede extraerse alguna conclusión fuera de la pantalla después de haber visto 'Los becarios' es que la gran G (qué mal suena... o no, qué bien suena) no anda demasiado lejos de concretar sus más que probables planes de dominio planetario. Casualidad o no, pocos días después de que Edward Snowden lo largara todo (antes de largarse a... Putin sabe donde), llega a nuestras salas una película dedicada, por encima de todo, a recordarnos que aquellos que se han lucrado traficando con nuestra intimidad, son también unos tíos muy majos.

El cinismo induce a partirse, literalmente, de la risa. El sentido común obliga al espectador mínimamente concienciado, a reflexionar... al menos a no dejarse embaucar por la tentadora -admitámoslo- fiesta. Lo cierto es que, a pesar de su apariencia y espíritu de ligera comedieta veraniega, hay algo muy inquietante detrás de 'Los becarios'. Será por la amarga coincidencia en la encadenación de sucesos referentes a las filtraciones en el seno de las agencias de inteligencia estadounidenses, o simplemente porque la cartelera ha querido que el filme caiga en el peor (o mejor, según como se mire) de los momentos, pero nada puede borrar el que éste sea un producto tremendamente incómodo. Lo es tanto como recibir -y aceptar-, en el pase de prensa, y a manos de la vanagloriada Google, una bolsa cargada de obsequios. Una libreta, un bolígrafo y un pen drive... hasta una colchoneta inflable. Piensan en todo. El gesto adquiere la forma de broma que no hace sino despertar la risa nerviosa cuando, mirándolo bien, todo ese merchandising ha sido pagado con nuestro consentimiento en forma de ''Sí, he leído y acepto'', que emitimos, cual robots, un día u otro a lo largo de nuestra vida.

El cachondeo puede incluso convertirse en indignación cuando, rindiéndose a la frialdad de los cálculos, el periodista se da cuenta de que, por el mismo precio, ya hubiera podido haber recibido un coche de súper-lujo. Por falta de dinero seguro que no sería... Y ya que estamos, cabría preguntarle a Vince Vaughn (principal artífice de la jugada, suyo es el guión) cuantos ceros de más figuran ahora mismo en su cuenta corriente. Lo suyo ya no es product-placement; los suyo es, seguramente, el anuncio más largo y descarado jamás concebido para la gran pantalla. Y, como se ha dicho, es, ante todo, un producto incómodo. Lo es porque consigue que lo naif se diluya en lo perverso; porque a pesar de que el cabreo debiera ser la reacción más sana, el humo llega a cegar los ojos. El lavado de cara se ratifica gracias a la casi infalible camaradería ochentera entre el propio Vaughn y Owen Wilson. Sí, hasta es simpática; hasta cae bien. Cuando estalla el enésimo choque entre tíos guays y pringaos (o entre jóvenes y vejestorios), hasta se oyen risas en la sala. Cosas del olvido. De un modo similar, y ojo al dato, la atávica rivalidad entre Griffindor y Slytherin nos hacía borrar del mapa, en cada curso, a Hufflepuff y Ravenclaw. Con ese mismo mágico y peligroso olvido juegan Nick y Billy, consumados ilusionistas que solo nos exigen, a cambio de algo tan inocente como pasar un buen rato, otro ''Sí, he leído y acepto''. ¿Qué nos cuesta?

Nota: 4,5 / 10

por Víctor Esquirol Molinas

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