Suena el despertador e inmediatamente se pone en marcha la radio. Del transistor sale la voz del locutor favorito de Ana. No sabría explicar racionalmente por qué, pero le encanta el tono de aquella voz, la sutileza e ingenio de sus comentarios, la manera que tiene de machacar a la gente que entrevista, el cachondeo y buen rollo que se trae con sus colaboradores habituales. Poco a poco se va desperezando. Muy lentamente. Hoy las sábanas se le pegan demasiado al cuerpo. Será porque la noche se alargó demasiado. Esto está claro... todo lo demás discurre en una confusa y tempestuosa nube de recuerdos borrosos. Algo pasó. Algo malo que no alcanza a recordar. Esto la pone enferma. Y ya estamos: Otra vez, vuelta a empezar... El pulso y la respiración de Ana se aceleran exponencialmente.
El pedal del freno no responde. Por mucho que intente poner la mente en blanco, el mundo a su alrededor sigue desmoronándose. Todo se tiñe de negro... Hasta que en la pantalla del ordenador aparece un rayo de esperanza. Una sonrisa se aprecia en el rostro de Ana.
El programa radiofónico de sus amores vuelve a sonar. La calma y una profunda sensación de felicidad invaden ahora su cuerpo... Hasta que su madre anuncia, con su voz melosa, que acaba de llegar a casa. Otra vez, vuelta a empezar.
Entre la montaña a la ruleta rusa, la distancia es, efectivamente, ridícula. Dicho esto, se concede el permiso para hablar, una vez más, sobre los instintos masoquistas que a veces despiertan en nosotros ciertas expresiones artísticas. ¿Por qué vas a ver esta película si sabes que lo vas a pasar mal? Pues precisamente por esto. Asumiendo que lo peor que le puede pasar a una obra de arte es no saber / querer ir más allá de la apatía (que como es sabido, tiene infinitas formas de manifestarse), entonces lo que cabe esperar de ella, en el mejor de los casos, es que despierte, en el interior del espectador,
un alud de emociones y sensaciones que, puestos a andarnos con exigencias, agiten la conciencia, las entrañas... y lo que se preste.
Hablamos, por ejemplo, y por supuesto, del efecto Michael Haneke. ¿Cuál fue su última película que no te dejó destrozado? Correcto. Por esto mismo nos encanta. Pongamos ahora sobre la mesa la leyenda negra que cosechó aquella inmortal novela de J. D. Salinger. 'El guardián entre el centeno', como otros muchos ''demonios'' de la historia, quizás tuvo la mala suerte de caer en las manos menos indicadas (véanse infames asesinos de la talla de Mark David Chapman o John Hinckley Jr.)... lo cual no quita que en las vivencias de Holden Caulfied; en la combinación de palabras usadas por aquel inmenso escritor de Nueva York, se encontrara tal vez el
detonante para poner en marcha un imprevisible efecto en cadena en el sistema neuronal del lector. Sin entrar a juzgar la intencionalidad del autor, lo cierto es que, incluso a día de hoy, cualquier mente, sin importar lo enferma o sana que esté, se enfrenta a un reto de altura si se dispone a enfrentarse a dicho libro.
No puede definirse de otra manera, pues lo que al fin y al cabo hizo Salinger fue meternos de lleno en el interior de un factor divergente, cuyos fútiles intentos de encajar, sin traicionarse a sí mismo, en una sociedad hermetizada en su hipocresía, desembocaban en
la más profunda de las depresiones... que a su vez mutaba en virulenta alergia. La patología iba dirigida a todo lo que se encontrara al alcance de los sentidos. El malestar, ni falta hace decirlo, se contagiaba. Cada página te hundía más que la anterior... y por esto no paraste de leer hasta llegar al final. Sesenta y dos años después, y con el hito en plena vigencia, un consagrado montador (suyo es el prodigioso trabajo detrás de la no menos magnífica 'Blancanieves', de Pablo Berger) llamado Fernando Franco tuvo a bien debutar en la dirección de largometrajes... y de paso salvar buena parte de la dignidad -perdida- de la Sección Oficial a Competición del Festival de Cine de San Sebastián. Ni más ni menos.
'La herida' al rescate. No sólo por ser
una de las mejores películas españolas de la temporada (el mayor descubrimiento patrio, sin duda), sino directamente por ser una de las más agradables revelaciones registradas este año en el panorama internacional. Como sucediera en el texto antes citado, Fernando Franco parece quitarle todas las capas a su película para que al final quede lo que realmente importa. Es como si los escenarios, así como las personas que pueblan el paisaje, desaparecieran, quedándonos nosotros, pobres voyeurs, solos ante ella: Ana, quien en realidad es una
bestia parda que responde al nombre de Marian Álvarez (más allá del descubrimiento, lo suyo cabe considerarlo como una brutal eclosión que, para ser justos, ya llevaba tiempo asomando, sino pregunten en Locarno). Afirma el director y co-guionista de la cinta que su primer trabajo para la gran pantalla surge del intento frustrado de documental, condenado al fracaso por el factor intrusivo del invento más intrusivo jamás concebido: la cámara.
Así es como
la mentira de la no-ficción se convierte en veraz ficción, empeñada en ir más allá del ya de por sí complejo estudio de personaje. De lo que se trata aquí es de hacer del más autodestructivo estado de ánimo el leitmotiv de la función.
Sin concesiones; sin piedad y con una honestidad que asusta, la dupla de ensueño compuesta por Fernando Franco y Marian Álvarez dota a la tragedia del juguete roto (que no sabe por qué lo está) de una potencia de impacto raramente vista en una sala de cine. Sin notas traperas ni cualquier otra impostura (¿qué falta hace?). Ana, aquel encanto que todos quisiéramos a nuestro lado en los momentos de máxima necesidad, se convierte, en un abrir y cerrar de ojos, en un monstruo del que es casi imposible no apiadarse.
No diga bipolaridad; diga bomba de relojería cuyo temporizador se activa a la mínima sacudida. Y apártense tanto las almas sensibles como las autoestimas en horas bajas: los efectos destructivos de esta herida, abierta y supurante, pueden ser irreparablemente devastadores. Entonces, volviendo al principio, ¿es concienciación o es masoquismo? Ahora mismo, ¿qué más da? Mientras sigan existiendo estas directas y certeras bofetadas, el mutilador (para la cartera seguro) acto de ir a una sala de cine seguirá teniendo sentido.
Nota:
8 / 10
por Víctor Esquirol Molinas