Los inconfundibles acordes de guitarra de Santo & Johnny empezaron a invadir acústicamente la sala. Para cuando llegaron a los tímpanos de James Cole, éste supo inmediatamente que aquel era el mejor sitio en todo el planeta. Sonaba el ''Sleepwalk'', aquella canción que tantas veces había escuchado antes... y que tantas otras veces tenía pensado escuchar de nuevo. No importaba la cantidad de repeticiones a las que la hubiera sometido, pues a cada nueva reproducción sonaba mejor, y ya de paso parecía incitar más y más la producción de esas endorfinas que tan a gritos le pedía el cuerpo. Y es que el pobre Cole no pasaba precisamente por el mejor de sus momentos. La vida y el universo en general venían puteándole de lo lindo desde el mismísimo momento en que adquirió conciencia, pero especialmente durante sus últimas semanas de vida. Su cuerpo y mente estaban al borde del colapso, y
lo único que en ese momento crítico iba a servir de salvación sería un poco de esa siempre tan deseada evasión.
Y a eso se puso el pobre diablo. Aupado por el hilo musical que impregnaba la habitación, se concentró al máximo y fijó todos sus sentidos en la imagen que tenía delante suyo: una playa tropical bañada por el sol y, obviamente, un océano de aguas cristalinas. La cálida arena blanca invadía el espacio entre los dedos de sus pies y el romper de las olas estaba en perfecta sintonía con aquel ''Sleepwalk'' que jamás había sonado tan bien. Además, la palmera en la que estaba apoyado formaba un ángulo con respecto al horizontal del suelo ideal para apoyar en él todo el peso de su aquejada espalda, y las hojas del árbol, tambaleadas por la suave brisa marina que soplaba continuamente, llevaban a cabo un control casi quirúrgico de su temperatura corporal.
Todo era perfecto; la felicidad, absoluta. En ese momento, el bueno de James giró ligeramente la cabeza hasta establecer contacto visual con uno de los pintorescos nativos que pasaban por ahí. ''Perdona'', dijo para romper el hielo, ''este sitio es fantástico... ¿Me podrías recordar cómo se llama?'' A lo que el otro, sin prácticamente inmutarse, respondió con una sonrisa y un misterioso silencio.
No es que los habitantes originarios de la región guardaran con recelo el nombre geográfico de dicho enclave por miedo a que la industria turística se enterara de su existencia y que, por consiguiente, acabara por agotar toda su esencia... es que en realidad, aquel lugar no existía. No era más que un cuadro colgado en una pared; una canción que despertaba viejos recuerdos y eternos anhelos; una metáfora, si se prefiere. De lo que no tenemos y, por ende, deseamos; de
aquello que, aunque puede que no exista, sigue estando allí para ayudarnos a no pensar demasiado en ese día a día que nos mata por dentro. Lenta y dolorosamente. Es verano, no sólo en el calendario, sino también en una climatología que te obliga a salir de estas cuatro paredes que ahora mismo te están aplastando el alma. Miras a través de la ventana y ves a los chavales correteando libremente por la calle mientras tú... no. Sigues estudiando, o pegado a la pantalla de tu smartphone para lidiar con los problemas familiares/sentimentales de siempre, o escribiendo una crítica por la que no te van a pagar un duro pero que al menos, esto dicen, te va a servir para seguir hinchando el curriculum. Es la dictadura del CV... ante esto, ¿qué nos queda?
No mucho, la verdad. El consuelo de las pequeñas cosas. Y no, esto no va de vender cerveza, sino de otros placeres más o menos equiparables, pero supuestamente más nobles. Volvemos a la playa de marras. Atrás quedan las preocupaciones más rutinarias. Una carrera universitaria que no avanza ni a patadas, un padre que no deja de dar por saco, el recuerdo dolorosamente imborrable de una madre que se fue antes de lo previsto... Nada de esto parece importar en
este sitio mágico que sabes que vas a tener que abandonar en poco tiempo, pero que precisamente por esto pretendes disfrutar al máximo cada segundo que pases en él. La playa no tiene nombre, pues no existe; la sala de proyecciones tampoco, pues puede ser cualquiera. El cine también tiene esto, que cuando más lo necesitas, más raudo acude (a veces) al rescate. En forma de boya a la que agarrarse para no morir ahogado; en forma de pistola lanza-bengalas para emitir señales de socorro; en forma de Blake Lively medio-flirteando con Óscar Jaenada, medio-enamorándose de ''Steven Seagull''... e intentando sobrevivir a los constantes y terribles ataques de un tiburón gigantesco.
Los caminos del entretenimiento palomitero (sus formas, al menos) son ciertamente inescrutables... que no imprevisibles. 'Infierno azul', nuevo film del catalán afincado en Estados Unidos Jaume Collet-Serra, es un producto que se debe a otros productos, tanto del pasado (la mención a la fundacional 'Tiburón', de Spielberg, no por obvia debe pasarse por alto) como de un presente al que, después de la experiencia, para nada le cambia la cara, pero que por el contrario, sí vemos con mejores ojos. Más complacidos, seguro. Cosas de
adecuar la vista a las promesas apriorísticas. Éstas nos hablan, primero, de un proyecto maldito (el guión de Anthony Jaswinski fue pasando, durante años, de estudio en estudio sin que nadie se atreviera a hincarle el diente) a un tráiler que cuando por fin ve la luz, llama la atención, entre otras cosas, por el esmero con que retrata, durante sus primeros segundos, esas imágenes y sonidos que tan fácilmente identificamos con el eternamente deseada salvación del escape. Los posteriores bocados del escualo, por tantas veces visto antes, casi que no importan. Lo que realmente pesa son
esos momentos previos de calma en los que poder desconectar el cerebro y zambullirse, porque ya va siendo hora, en ese mar de sensaciones (más o menos impostadas, qué más da) que tanto placer proporcionan. No hay playa, de acuerdo, pero no importa, siempre y cuando logremos engañar al sistema neuronal.
En este sentido, Collet-Serra vuelve a erigirse como el profesional que es, manufacturando una vez más
una película tan consciente de sus ambiciones y posibilidades que ni por un segundo se le pasa por la cabeza la insensatez de ir más allá de lo que se espera de ella. De lo que se trata es, en primera instancia, de no quedar en evidencia, y después, de honrar el código del buen cumplidor. La propuesta es ciertamente mínima, pero en la era de las 'Gravity' o 'Buried' (no en vano, Blake Lively, pareja de Ryan Reynolds, no ha dudado en definir este film como una especie de réplica acuática del famoso largo que catapultó internacionalmente el nombre de Rodrigo Cortés), no tiene por qué estar reñido con el espectáculo. Éste se queda, por pura decisión tomada en frío, en poco más que entretenimiento; en un pasatiempo inteligente a la hora de ocultar sus carencias y explotar sus virtudes. A saber, una factura visualmente bella, un entorno en el que el director se mimetiza la mar de bien y una gestión de la tensión óptima para
convertir la angustia de la supervivencia en el gozo de la evasión. Nada más y nada menos. La hora y media estipulada en el programa ha pasado en un abrir y cerrar de ojos. Y ya. No hay playa, está claro. ¿Quién la necesita, teniendo una sala de cine?
Nota: 5,5 / 10
por Víctor Esquirol Molinas
@VctorEsquirol