Y una vez más, la memoria, que simplemente es así, nos remite a los Simpson. A aquella época dorada cuyos capítulos pueden revisionarse hasta el infinito y más allá. Te acuerdas, pues, de la decimocuarta vez (por lo menos) en que viste aquella escena en la que Bart se encontraba en un coche junto a su padre, Moe, Barney... y tal vez algún maníaco depresivo más. El chaval no se había subido al auto por voluntad propia, y la verdad es que no tenía ningún reparo en exteriorizar dicha circunstancia. Las vibraciones no eran buenas y no iban a invertirse así como así, de modo que poco o nada importaba taladrar una vez más al conductor con la misma pregunta. ''Oye Homer, ¿qué puñetas estamos haciendo aquí?'' ;
''Ya te lo he dicho, hijo. Vamos a cazar. Vamos a hacer de ti un auténtico hombre'', a lo que el chaval contestó ''Pues no sé... sinceramente, a mí lo de un puñado de hombres reuniéndose en el bosque... como que me parece un pelín sospechoso.'' Y claro, se hizo el silencio.
Momento -incómodo- ideal para reírse a gusto y, claro está, reflexionar. Groening y su equipo lo habían logrado. De nuevo. En prime time, y bajo la apariencia inofensiva de los dibujos animados, nos habían vuelto a alcanzar con otro dardo envenenado marca de la casa, tan desternillante como amargo como, a la postre, certero. Se trataba, en aquel caso, de hablar de forma inteligente y sin tapujos, sobre un tema tan complejo y, por ende, peliagudo como la identidad (sexual, por ejemplo) y su difícil (¿imposible?) encaje en una comunidad demasiado hostil al factor diferencial. Ahí quedó... y como por arte de magia, parpadeamos y el episodio se terminó, dejando antes, eso sí, ese tan característico poso del que seguramente fuera el mejor show televisivo de todos los tiempos. Y qué tiempos aquellos. Los 90, que cuando quisimos darnos cuenta, volvimos a parpadear y nos encontramos en el año 2015. Así las cosas, con el siglo XXI asentándose cada vez más en nuestros riñones,
al espíritu de Bela Lugosi le toca compartir careto, voz y quién sabe si alma con Adam Sandler... aunque peores herejías se cometen en las redacciones de ciertos periódicos.
El caso es que, como somos así de tontos, hemos cambiado la pequeña por la gran pantalla, y a los Simpson por los Dracula. Por suerte (o no), cuando menos lo esperábamos, se nos presenta una escena de los más familiar. El rey de los chupasangre está en un coche junto a su nieto y compañeros de parranda. Podría parecer que se van de juerga, pero en realidad están en medio de las más crucial de las cruzadas:
rescatar la ''vampirilidad'' del mocoso del pozo de la ambigüedad. Cosas de los tiempos que corren (lo hemos avisado), ahora a cualquier cosa la llaman matrimonio, y así salen los frutos.
'Hotel Transilvania 2' luce sin demasiados complejos el número en la cola de su título, tanto por la derivación lógica de los eventos acaecidos en la primera aventura como por el descaro que permite la frialdad de unos números en el box office que funcionaron y que, de momento, siguen en las misas. En clara tendencia ascendente, por cierto... y tercera entrega, ya que estamos, casi del todo confirmada. Así de fácil. Quien avisa no es traidor, luego no se escandalicen ante, por ejemplo, lo desagradable de un (self-)product placement que, por desgracia, es del todo ilustrativo.
Un ordenador aquí, un smartphone allá y alguna que otra referencia más o menos disimulada a la legión de productos de un conglomerado empresarial que necesita reafirmarse ante el espejo para que éste siga devolviéndole su propia imagen. El objetivo es gritar ''¡Aquí estoy!'' para que el gran público, en su implacable e inmisericorde amnesia, no se olvide de mí... y obviamente, para que las puertas del hotel sigan girando, es decir, para que el dinero no pare de fluir. Cualquier placer artístico que pueda inmiscuirse entre las rejas de tan flagrante caso de mercantilismo, lo ha hecho por pura casualidad; en el mejor de los casos, por
el oficio y/o eventual inspiración de un pequeño-gran genio que por el momento sigue condenando a emitir destellos de su innegable calidad desde las catacumbas del (semi)anonimato. Por desgracia, la razones de tan injusta situación tienen mucho que ver con, precisamente, este a veces tan doloroso ejercicio de mirarse al espejo. En este tan incómodo escenario, se dice que los vampiros tienen que tirar de imaginación, y algo similar le ocurre al director de la cinta,
Genndy Tartakovsky.
Solo que aquí ésta brilla por su ausencia, al menos en la amplia mayoría de ocasiones en las que debería, no pidamos ''lucirse'', pero sí al menos hacer acto de presencia. Aquí
manda, por encima de cualquier amago de autoría, el conservadurismo de la continuidad... en su versión más rebajada y descafeinada. Como se ha dicho, el objetivo es cumplir con la hora y media que exigen los exhibidores para que sepamos que la familia sigue viva... aunque, eso sí, con algo menos de alma. Gajes de la eternidad vampiresca. Pregunten sino a Mel Brooks, quien para la ocasión pone voz al abuelo Vlad, es decir, al padre ficticio del ya citado Adam Sandler, quien por su parte extiende sus tentáculos hasta hacerse co-responsable de
un guión extremadamente negligente en lo que a consistencia de personajes e historia se refiere, pero hábil (las cosas como son) a la hora de propiciar un ritmo de los eventos tan endiablado, que los bultos puedan ir escurriéndose a ritmo de trilero. Tiempo, ahora sí, para que Tartakovsky mueva sus prodigiosos dedos, y nos lleve, de paso por una montaña rusa del gag que compensa su falta de acierto con la velocidad en la concatenación de pinceladas slapstick light, referencias pop evidentes y otras pedorretas mentales.
Aceptamos pues murciélago como animal de compañía. Mientras, el maestro animador responde, ante las insinuaciones de la más que probable tercera entrega, que de ésta él ya no se hará cargo, que con dos es suficiente, que tiene un montón de ideas diferentes, que sabe cómo expresarlas y cómo lograr que salgan a flote... Ojalá. Y ojalá vuelva a ese 2D que tanto supo exprimir. Antes de que esto suceda (repetimos: ojalá) , los que crecimos con (y gracias-a) uno de los puntales de esa maravillosa Cartoon Network de los años 90 (en serio, qué tiempos aquellos), nos quedamos con el regusto amargo del medio-gas; del potencial desaprovechado en pos de
una aventurita cuyos logros apenas se justifican escudándose en los pocos años de experiencia de un target que, eso sí, precisa de la mayoría de edad del ''papi'' de turno para ir al cine. Volvamos a la dichosa escena del coche, que reúne, en un reducidísimo espacio, a varias generaciones, además de otros muchos problemas (universalmente manidos). Antes el estudio estaba en la pantalla, ahora en el patio de butacas. Salta a la vista que, definitivamente, estamos a años luz de Springfield, y ya puestos, de cualquier Transilvania que venga a la mente. No por ese factor distintivo antes comentado, sino por todo lo contrario. Total, que la caja registradora de la taquilla trabaja el doble para que a continuación, si no ocurre nada fuera de lo normal, los primeros se rían... y los segundos saquen a pasear la sinfónica de los ronquidos.
Dependiendo de la etapa vital en la que se encuentre usted, mi más sincera felicitación o pésame.
Nota: 5 / 10
por Víctor Esquirol Molinas
@VctorEsquirol