Hará exactamente un año, pocos días antes de que terminara aquella formidable (y desgraciadamente extraordinaria) 60ª edición, todo el mundo lo tenía claro en San Sebastián. No en la Sección Oficial, tampoco en Horizontes Latinos, tampoco en Nuevos Directores... sino en Cine en Construcción. Había una película que destacaba -muy- por encima de sus rivales. Tanto, que hasta la ''competición'' parecía adulterada. Como en aquellos equipos de fútbol: la estrella indiscutible más otros diez... Sebastián Lelio, amparado por
la cada vez más poderosa factoría Larraín, llegó a la desembocadura del Urumea con una película que, precisamente, parecía haberse asentado ya en el delta de su proceso de concepción. Por lo visto, la maduración estaba casi completa y para que la criatura pudiera dar sus primeros pasos, hacía falta algo tan nimio como una añadidura digital en una pantalla de televisión que ocupaba un plano, siendo generosos, secundario.
No se admitieron discusiones con respecto a la concesión del Premio, en forma de último empujoncito financiero. Antes, los afortunados que vieron la inacabada (?) 'Gloria' ya hicieron correr el rumor de que, en pocos meses,
el mundo tendría la ocasión de ver una pequeña-gran joya proveniente de Chile. Y así las cosas, en un abrir y cerrar de ojos llegó la 63ª Berlinale, cuya Sección Oficial a Competición, tal y como estaba estipulado en el guión, tardaba en arrancar. Hasta que... una bomba de decibelios estalló en el patio de butacas del Palast. Desfilaban por la pantalla los títulos de crédito finales y flotaban en el aire las notas de aquel mítico tema popularizado por Laura Branigan. En este escenario, algunos miembros de la prensa optaron por los aplausos; incluso por los gritos de éxtasis. La ovación estaba servida; aquellos primerizos informes que llegaron desde el Zinemaldia no mentían: 'Gloria' era la gran película que necesitaba un gran festival (hasta que se demuestre lo contrario) con el que empezábamos todos a impacientarnos.
Paciencia es precisamente lo que caracteriza a Sebastián Lelio en su última película. Esto y honestidad.
De una pureza pasmosa. Transparencia máxima en cada fotograma. El objetivo aquí no es otro que hacer que el espectador abandone la sala de cine con la
sensación de haber conocido totalmente a un personaje que se antoja real como la vida misma. Que conste en acta: hablamos de una misión prácticamente imposible La mirada da paso al retrato, y éste a la fotografía de alta definición, y ésta a la radiografía... y ésta a la
disección que, como mandan los cánones, deja desparramadas por toda la mesa las entrañas de la víctima. Ésta última se llama, como ya se ha dicho, igual que aquel famoso hit, y la primera vez que la vemos es en el recoveco del rincón del lugar más apartado de una fiesta, escondida bajo unas inmensas gafas, mostrando al personal una mirada de lo más tristona. A los pocos segundos de ver cómo se desenvuelve en sociedad, creemos que ya la tenemos calada, y seguramente sea esto lo que pretende el director... solo para que nuestra percepción cambie radicalmente pocos minutos después. Así sucesivamente durante casi dos horas.
Bravo, porque por muchas veces que las representaciones artísticas hayan intentado demostrar lo contrario, lo cierto es que
no existen buenas o malas personas, sino gente con especial propensión a días dulces o, por el contrario, amargos. La vida de Gloria, la
heroína magistralmente interpretada por Paulina García, es precisamente esto, el imprevisible pero siempre coherente en su credibilidad -ahí reside el auténtico encanto- encadenado de experiencias divertidas, tristes, terroríficas o sin más trascendencia que la del más discreto, improvisado y, quizás por esto, mágico de los números musicales.
Todo fluye de manera casi subliminal, pero el afilado humor se clava en el corazón y las emociones brotan y golpean la cara de forma violenta. Como debe ser. Lelio, como podría hacer Carlos Sorín en pleno ataque de inspiración,
lo muestra todo a veces sin mostrar nada (esa utilización de los silencios...), y exprime al máximo cada uno de los ingredientes con los que trabaja, consiguiendo de este modo que el jugo resultante sea lo suficientemente adictivo como para que lo aparentemente carente de interés nos muestre la incontestable verdad sobre el encanto de las bromas más crueles que nos tiene deparada la vida. Y sin darnos cuenta, Gloria, cuya hipnotizadora e inimitable presencia se palpa en todo momento,
se convierte en el reflejo universal de una etapa vital en la que ya se visualiza la línea de meta. Frustrante porque el recorrido a recorrer es sensiblemente inferior al ya recorrido... aunque nunca está de más recordar, por obvio que pueda sonar, que todavía queda camino.
Nota:
7 / 10
por Víctor Esquirol Molinas