Lo curioso de los ''valores'' como concepto es que están infinitamente más desvalorizados que cualquier otro. La razón está en la
sobreexplotación a la que los departamentos de marketing de medio mundo les han sometido. El asunto tiene filón (pregunten sino a su caja de ahorros, partido político o empresa energética favorita) y por esto hay que sacarle todo el jugo posible. Esto se nos da de muerte: poner en marcha la exprimidora y no apagarla hasta que haya caído la ultimísima gota y el fruto en cuestión haya acabado, consiguientemente, como un irreconocible y arrugadísimo engendro de la naturaleza. Si se tiene esto en cuenta, deberían evitarse muchas futuras decepciones: Entonces, que quede claro, sólo se nos está intentando vender otra cuenta de ahorro. Lo demás es pura fachada.
Tatúenselo en la frente, si lo creen necesario: ''Todo es falso''. De modo que, háganle caso a este culé: Cuando respondan al timbre de su casa y vean al otro lado del umbral a un tipo sonriente que les hable de los valores a los que representa, estámpenle la puerta en todos los morros y, por si acaso, cierren con triple cerrojo.
Puede que Mark Shultz ganara la medalla de oro en la modalidad de lucha libre en los Juegos Olímpicos de Los Angeles, pero desgraciadamente tardó demasiado en aprender esta valiosísima lección vital. La historia, grosso modo, sigue así: la década de los 80 tocaba a su fin... y buena falta que hacía. Los Estados Unidos estaban encajando como mejor podían (es decir, de forma patética) los últimos coletazos de la era Reagan. La ''crisis'' estaba en boca de todo buen americano, y ésta, como nos sucede ahora, era multidimensional.
No sólo fallaba la economía; no sólo habían carencias alarmantes en el sector energético... también se resentían de aquel monumental catarro, los dichosos valores. Y así andaba la gente, capeando el temporal, y estornudando mucho. En estas circunstancias conoció Mr. Shultz, el luchador, a John du Pont, el heredero, y genio del marketing más rancio. El segundo acudió al primero con una tentadora oferta para reflotar su por aquel entonces maltrecha carrera como luchador profesional.
La zanahoria no sólo consistía en unos cuantos ceros depositados debidamente en el banco al final de mes, sino también en la promesa de volver a darle sentido a todos los valores olvidados. Como se ha dicho, Mark no le cerró a la puerta a John... y a partir de ahí todo se jodió.
'Foxcatcher' es la recreación cinematográfica, ''basada en hechos reales'', de esta jodienda, desconocida a priori por la mayoría de asistentes a un Grand Théaâtre Lumière que, las cosas como son, premió la propuesta con una sonora abucheada (que más tarde ser vería avivada por un muy merecido premio a la Mejor Dirección en el Festival de Cannes), pero que sin duda merecía ser contada. No por ser un documento histórico-deportivo imprescindible: no por ser una delicatesen para los amantes de la materia (que también), sino más bien por suponer un punto de partida ideal para adentrarse en una
exquisita ramificación de temáticas, tan diversas como apasionantemente complejas. La película viene firmada, por cierto, por quien ya viniera de dirigir en 2011 la imprescindible (tanto para los fanáticos del baseball como para los enfermos del deporte en general) 'Moneyball: Rompiendo las reglas'. El nombre del cineasta:
Bennett Miller, y por si a alguien le interesa, con éste su nuevo trabajo se consagra como
una de las voces más talentosas del cine americano moderno.
'Foxcatcher'
coge las bases del biopic... para hacer con ellas lo que quiera, remodelando así, y en cierto modo, el concepto de lo que debería ser un
modelo (casi) perfecto de dicho género. Ahora resulta que por mucho que la historia ya venga dada, ésta puede presentarse
de tal modo que el espectador se vea obligado a jugar una parte esencial en su (re)construcción. Milagro. Con un calculadísimo uso de las elipsis y del fuera de campo, Miller muestra lo justo para que al final cada uno se haga la película que más le agrade. Una de las infinitas posibilidades nos habla sobre un
angustioso estudio sobre la pertenencia a la unidad familiar (es decir, sobre el complacer y el ser recompensado por los seres queridos), y una de las más plausibles vendría a hacer referencia a todo lo concerniente a
la muerte de, ni más ni menos, los Estados Unidos. Al menos del brillante ideal (hablemos, una vez más, de valores) que algún día decidimos tragarnos. El tono no es crepuscular, sino directamente fantasmagórico (en más de dos horas de metraje, los nubarrones jamás nos permitirán atisbar el cielo), los personajes que vagan por el escenario, en el mejor de los casos, están condenados a la más cruel de las desapariciones.
El drama retroalimentado por el trío protagonista no sólo se ve reflejado en sus personas, sino directamente en el destino de la nación en la que, pobres ilusos, creen (o dicen creer) tan ciegamente.
Portentosa en el músculo y apabullantemente desoladora en lo que a fuerza espiritual se refiere, esta película impecablemente filmada no tarda en coger una
contundencia operística (imprescindible para ello la espeluznante partitura compuesta por Mychael Danna y Rob Simonen) que la llevará en volandas a la conquista de sus metas. Fundamental para tal labor los tres protagonistas principales: En una esquina,
Mark Ruffalo, el mejor del triángulo; en la otra
Steve Carrell, quien no desaprovecha el caramelo para confirmarse como uno de los mejores-peores jefes de la historia; en el medio, y debatiéndose entre ambos bandos, nosotros mismos, o mejor dicho,
Channing Tatum. La masa, el toro, el Hércules, la roca, la montaña de músculos, el volcán emocional a punto de estallar. El invencible; la piltrafa humana. Bennett Miller saca el máximo partido del físico goriláceo de su gran estrella, pero extrae de él, al mismo tiempo, una gracilidad que servirá, al fin y al cabo, para lo que sirve la propia película: para
zarandear al espectador de un lado del ring para el otro. Con toda la bestialidad y agilidad del mundo;
con todo el poderío exigible... con toda la malicia para que, una vez haya sonado la campana, nos quedemos justo en frente del cadáver, sin saber muy bien cómo demonios reaccionar.
Nota:
8 / 10
por Víctor Esquirol Molinas
@VctorEsquirol