Durante la década de los años sesenta, surgió un movimiento artístico que consiguió el milagro de revitalizar una cinematografía que había quedado completamente devastada por la Segunda Guerra Mundial. A la todopoderosa Alemania la habían divido, y su producción de celuloide obviamente estaba en un bache del que parecía casi imposible salir. Al menos a corto plazo. Para la soñada y casi utópica reactivación tuvo que esperarse a la eclosión de un grupo de cineastas a los que se puso bajo un mismo techo (más por cronología que no por compartir inquietudes) llamado ''Nuevo cine alemán''. En él sobresalieron nombres ahora tan míticos como Rainer Werner Fassbinder, Wim Wenders, y cómo no, el de Werner Herzog. Centrémonos en éste último.
Se han escrito cantidades innumerables de libros y ensayos que han tratado de reflejar y/o comprender la personalidad de uno de los directores más fascinantes de todos los tiempos, pero lo cierto es que su obra, para los no iniciados en la materia, puede resumirse poniéndonos en actitud cretina y reduciéndolo todo a que es un tío que está como una chota, que hace películas sobre tíos que están como una regadera... y a poder ser, les da vida juntándose con otros tíos que están aún más locos que él (véanse sus célebres colaboraciones con Klaus Kinski, su querido ''enemigo íntimo''). Ejemplos: si hay que subir un barco por una montaña, se hace. Literalmente. Nada de maquetas. Otro, si una isla está a punto de ser irremediablemente borrada del mapa por el estallido de un volcán, Werner va a la isla con una cámara, a ver si en ella encuentra a pirados que puedan hacerle sombra.
Hay centenares de ejemplos más (al fin y al cabo, hablamos de un creador ciertamente fecundo), pero lo importante es que prácticamente en cada obra que lleve su firma late con fuerza el mismo espíritu suicida de querer enfrentarse al destino; a las fuerzas de la naturaleza, en lo que casi siempre termina siendo un romántico, bellísimo y a la postre desgarrador intento de -tal y como él mismo lo bautizó- ''conquista de lo inútil''. Algo similar puede percibirse en el filme de enigmático título 'El río que era un hombre', sorprendente debut en el largometraje del director alemán de fotografía Jan Zabeil, que le valió el Premio a la Mejor Película en la Sección Nuevos Directores, en la última edición del Festival de Cine de San Sebastián.
Es ésta una de estas películas cuyo desembarco en las salas comerciales cabe tildarse de auténtico milagro -o locura-, al ser el ar thouse su único y verdadero hábitat natural. No obstante, o quizás precisamente por esto, es de agradecer que alguien haya tenido la insensatez -empresarial, que es lo que manda en este mundillo- de ponerla al alcance del público medio. Eso sí, el riesgo de que el autor y su séquito salgan a pedradas del escenario es más que alto (de hecho, en su presentación oficial en el Zinemaldia, los asistentes, en el mejor de los casos, reaccionaron con tibios y apagadísimos aplausos). Es lo que pasa cuando un experimento tan radical llega a ojos de un público que, en su amplia mayoría, tiene la vista desentrenada para apreciar o entender propuestas que van -mucho- más allá de un mainstream cada vez más fácil de digerir. Aquí estamos en las antípodas.
Por esto llegar a la comprensión total de obras como 'El río que era un hombre' es una meta que sólo podría alcanzarse teniendo suficiente poder telepático como para ser capaz de leer la mente del autor. Una vez descartado pues el vano intento de entender qué es lo que realmente pretenden decirnos los avatares de este viaje único y totalmente inmersito, en el que reinan los silencios, es hora de esperanzarse con el descubrimiento de un cineasta rabiosamente diferente y con una capacidad sobrehumana para filmar lo que teóricamente no puede filmarse. Lo que seguro que no se puede es explicarse con palabras, solo puede mirarse (que no ver). Es algo así como aquello conocido como ''la llamada de África''. Algo que va mucho más allá de toparse violentamente con un depredador en la inmensidad de la sabana, algo que va más allá de estar en el ojo del huracán. Es la búsqueda instintiva de lo plástica y espiritualmente sublime, mezclándose cines tan alejados como hermanos como lo son el del mencionado Herzog y el de Apichatpong Weerasethakul. Es querer estar en el sitio y momento exacto donde va a caer el relámpago; es querer mimetizarse por completo con la naturaleza... Definitivamente no hay forma humana de explicarlo. Por suerte, donde no llegan las letras, sí lo hace el fotograma. Amén.
Nota:
6,4 / 10
Por Víctor Esquirol Molinas