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'El gran hotel Budapest': La tumba del narrador desconocido

Vía El Séptimo Arte por 21 de marzo de 2014

El siguiente ejercicio es puramente memorístico. Requiere, eso sí, de un poco tiempo, algo que en estos tiempos (perdón) escasea. Requiere viajar en el tiempo, precisamente. Concretamente hasta el año 1996, momento en que un tal Wes Anderson presenta al mundo 'Bottle Rocket (Ladrón que roba a ladrón)', su primer largometraje. Volvamos ahora al presente para fijarnos en 'El gran hotel Budapest', una película con especial obsesión por llevarnos a un pasado más o menos inventado. Entre una efeméride y la otra se suceden dieciocho años, seis películas más y aproximadamente una treintena de premios que merecen ser recordados... pero no mencionados en estas líneas. Casi veinte años para que un presunto niño mimado y recién graduado en la Universidad de su Texas natal, en Austin, pase de ser un completo desconocido a convertirse no sólo en uno de los directores americanos más importantes de su época, sino también en uno de los autores cinematográficos más fundamentales de los últimos tiempos.

¿Pero qué es exactamente un autor? O si se prefiere, ¿qué es lo que hace del supuesto autor, un verdadero autor? He aquí la cuestión. En términos fílmicos, y siempre según los estándares de la todopoderosa y muy sabia crítica francesa, podría decirse que la tan cacareada expresión (¿categoría?) ''cine de autor'' se emplea cuando una película es fácilmente atribuible a un artista (sobre todo a un director). Intervienen en este proceso de emparejamiento muchos factores distintos. ¿Vale la estética? Por supuesto, ¿por qué no?. Al fin y al cabo, a través de los ojos entra el séptimo arte, de modo que no es de extrañar el que el ''mero'' aspecto visual se tenga en cuenta a la hora de efectuar la prueba de paternidad. El siguiente ejercicio es, pues, puramente sensorial. Consiste en fijarse en la composición de los encuadres, en los movimientos de cámara, en la ropa que luce el elenco actoral... para al final darse cuenta de que, por supuesto, 'El gran hotel Budapest' es una película de Wes Anderson.

¿La que más? Seguramente... hasta nuevo aviso. Y es que, a riesgo de tirar demasiado de cine-ficción, no suena nada descabellado afirmar que, con ésta, el de Houston ha firmado una película más suya que 'Moonrise Kingdom'... y seguramente menos que la próxima, que, sea cuál sea, ya la esperamos ansiosamente. Estamos, pues, ante el más reciente eslabón de una evolución que parece no tener freno. El cine ''andersoniano'' de muñecas jamás había lucido tan bien. Porque esto en realidad no es un hotel, es una pastelosa casa en miniatura construida por y para el gozo de Wes... y para el de todo que aquel que quiera sentarse a su lado y deleitarse con sus juegos. Hoy resulta que toca coger a Ralph Fiennes y convertirlo en híper-perfeccionista conserje de hotel, a la vez que sensible mujeriego conquistador de octogenarias. También toca probar la nueva adquisición para la colección personal: Tony Revolori, quien ejercerá de entregado y muy sacrificado ''botones''. Tanto el primero como el segundo, para mayor regocijo del maestro de ceremonias, vienen con diferentes modelitos de serie limitada: el de convicto, el de monje y el de clandestinos. La mar de monos; la mar de convincentes.

Por supuesto, hay más. A Tilda Swinton le toca ponerse el vestido de acaudalada momia con un pie y medio en la tumba. Y ella encantada. Jeff Goldblum se disfraza, sin rechistar, de notario pomposo... también con algún que otro dedito en su propio sarcófago. A Mathieu Amalric le ha caído en gracia el papel de mayordomo asustadizo... con la muerte pisándole los talones, obviamente. Saoirse Ronan aparece con una llamativa cicatriz en la mejilla con la forma (y casi el tamaño) de México (así, así). Willem Dafoe revive sus mejores momentos vampíricos, Harvey Keitel farda de tatuajes en el trullo y Edward Norton sigue abonado a los papeles más -ridículamente- autoritarios. Parte de la gracia consiste, como no podía ser de otra manera, en tratar de averiguar, al grito de ''¡Más madera!'', las -llamativas- pintas con las que va a aparecer la siguiente cara que, por norma general, cada vez es más conocida, incluso entre un gran público, que, milagros del autor, cada vez se siente más a gusto apostando por esto a lo que llaman ''cine de autor''.

¿Pero qué es exactamente un autor? O si se prefiere, ¿qué es lo que hace del supuesto autor, un verdadero autor? He aquí la cuestión. Siguiendo con la materia de estudio, y para no estancarnos en el envoltorio (que en este caso en concreto daría para escribir centenares de tratados al respecto), ¿el que 'Bottle Rocket' y la maravillosa 'Academia Rushmore' todavía no nos zambulleran (al menos no de forma obvia) en la fantasía del que a la postre ha acabado siendo uno de los universos cinematográficos más ricos y personales jamás concebidos, implica que no podría empezarse a hablar del ''Wes Anderson autor'' hasta llegada la siguiente, es decir, 'Los Tenembaums. Una familia de genios'? En absoluto, mucho menos cuando la historia de todas estas películas surge directamente (o en directísima colaboración) del cerebro del director en cuestión. Siguiendo con la teoría de la autoría, es de suponer, pues, que el individuo tiene que implicarse personalmente en el proceso de gestación de la mencionada trama.

¿Es esto un requisito sine qua non? Por supuesto que no, ¿o acaso una película de Tim Burton deja de serlo porque su nombre apenas aparezca citado en el apartado de Guión? ¿O acaso 'Nebraska' (por citar un ejemplo reciente) no puede considerarse de Alexander Payne por ser la única en que éste no haya firmado el libreto? Falso, por supuesto. ¿O acaso hemos decidido ignorar la importancia capital del narrador? Y ahora sí. Por fin hemos llegado. Por fin tenemos todas las piezas. Si 'El gran hotel Budapest' puede considerarse como uno de los mejores filmes (¿el mejor?... el más redondo, sin duda) de Wes Anderson es porque conjuga a la perfección (una vez más: a-la-perfección) la práctica totalidad de los elementos que, a lo largo de estos últimos dieciocho años fantásticos, han ido componiendo su inconfundible propuesta; han ido confirmándole como el autorazo que es.

Mírela cuántas veces desee (la película se presta a los bises, palabra), y deléitese con la infinidad de detalles que pueblan cada uno de sus fotogramas. Todo está calculado al milímetro. El ángulo con el que están dispuestos los bolígrafos en el pupitre del abogado, el enésimo nombre estrafalario, imprescindible para la configuración del nuevo chiste gráfico-conceptual, la forma en que está colgado aquel cuadro de al fondo, que en realidad está en primerísimo primer plano... La inventiva / orfebrería visual marca de la casa, siempre en asombrosa y refinadísima simetría, parece, una vez más, no conocer límites. El inmenso potencial actoral, entregado, al cien por cien, a la causa camaleónica (imprescindible para alcanzar ese tan identificativo toque estrambótico, sumamente recatado), se aprovecha al máximo, tanto en la avalancha de apariciones estelares, como en la siempre bienvenida sorpresa de los (''del'', para ser más exactos) roba-escenas. La partitura de Alexander Desplat, en perfecta sintonía con el espíritu juguetón del dueño del hotel, induce también a la reproducción en bucle infinito... Por su parte, la técnica, más y más pulida / depurada, obedece, como el mejor de los ''lobby boys'', a la voluntad de su maestro.

Sí, 'El gran hotel Budapest' es un monumental logro de la estética. Sí, 'El gran hotel Budapest' se descubre, desde su primera y asombrosa pirueta narrativa, como un divertimento casi perfecto: ágil, dinámico, rimbombante enloquecido... pero también meditadísimo y plenamente autoconsciente (al igual que su humor, que también es absurdo, negro, y marciano). Cuando apenas hemos podido ver cuatro fotogramas seguidos, ya se nos ha inyectado en el tímpano esa esquiva criatura cuya picada hará que todo lo que se filtre a través de nuestros sentidos en la próxima hora y media, produzca en nuestro sistema neuronal (y hormonal), algo muy parecido al amor. Exactamente el mismo ingrediente primordial usado aquí y ahora por Mr. Anderson, quien por cierto, empieza su nuevo relato, literalmente, con un cuádruple salto mortal no apto para cardíacos. En el año 1985, en un gélido cementerio, una niña se dirige hacia la tumba de un escritor, canonizado, por cierto, con el anonimato de ''El Autor''. Cuando se topa con su busto conmemorativo, la máquina del tiempo nos ha hecho retroceder hasta hallar con vida al difunto artista. Nos mira fijamente y después de declarar que no hay posible creación sin previa observación (enmarquémoslo), miramos al calendario y nos damos cuenta de que estamos en 1968. Tom Wilkinson (el idolatrado novelista) se ha convertido en Jude Law, y ahora se encuentra en el hall de un hotel decadente pero majestuoso. Ahí conoce a F. Murray Abraham, quien le coge de la mano y lo lleva directamente a 1932.

Todo esto en menos de diez minutos. Respiremos. Y dejemos que la legendaria (?) República de Zubrowka cobre vida al ritmo de una habilísima narración entestada en zambullirse en infinitos frentes... y en lucirse en cada uno de ellos. ¿Cine detectivesco y bélico? ¿Películas de espías y fugas carcelarias? Todo esto (y mucho más) es homenajeado a través de un seguido de píldoras híper-atractivas que hacen gala de aquel tan característico punto intermedio entre la burla y el cariño (bendita parodia guiñolesca, que rinde homenaje, a su manera, y con un respeto total a todo lo que está en su rango de visión), algo visible en unos personajes principales aparente y exageradamente esquematizados, pero a la vez complejos en su cómica (sino perturbadora) ambigüedad. Sin rodeos ni cargas supletorias que puedan poner en peligro la consecución del objetivo que figura en lo más alto de la lista de prioridades. Sí, 'El gran hotel Budapest' es un divertimento redondo que funciona como un reloj... austrohúngaro: con elegancia, solemnidad, apabullante saber hacer en la puesta en escena... y marcando la hora que más le conviene.

Porque los narradores, simplemente, son así. Porque debajo del rosado y muy atrayente paquete de la pastelería Mendl’s, hay, efectivamente, un premio de lo más suculento. Sí, 'El gran hotel Budapest' es seguramente uno de los homenajes más lúcidos y sentidos a la a veces demasiado olvidada figura del narrador, quien resulta tener tanto o más derecho a ser considerado como el creador de la historia, es decir, como el auténtico autor de todo el embrollo. El flashback sísmico (y sus consiguientes tres réplicas) con el que abre la película no pretende quedarse en la filigrana. A partir de ahí es cuando el mesías Wes Anderson (narrador, creador y autor a la vez) nos dice que su nueva historia, al igual que casi todas las que en algún momento u otro de nuestra vida hayan llegado a nuestras orejas, es de propiedad compartida. Le pertenece a él, pero también a El Escritor, y a M. Gustave, y a Zero Mustafa, y a Serge X., y...

El juego del teléfono llevado a la enésima potencia, de forma genial; magistral. La historia, por supuesto, es también del narrador. Es también fruto de su versión. Del énfasis que él, y sólo él, decide poner en determinados momentos / personajes (véase el angustioso fatalismo con el que se impregna el personaje de Agatha), de sus adornos, de sus obsesiones. Y así nos dimos cuenta de que uno de los universos autorales fílmicos más ricos, asombrosos, deslumbrantes y -eternamente- sorprendentes de la historia del séptimo arte era en realidad la suma de muchos otros. Del nuestro, también. La ucronía (de entreguerras) no era un reflejo narcisista, sino la evidencia de que, lo que en un principio no existió, en realidad sí lo hizo. ¿En nuestra cabeza? Claro, por eso mismo existió. Y ahora sí, una vez llegados al final de este ejercicio multidisciplinar, pudimos afirmar que su universo (donde se redefinen los límites del cuento moderno, donde la cinefilia se moldea a la imagen y semejanza del creador y donde, por supuesto, todo es posible), al igual que el nuestro, da síntomas de expandirse sin cesar... y en el que pueden encontrarse, consecuentemente, infinitas maravillas.

Nota: 8 / 10

Por Víctor Esquirol Molinas

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