Comparece, por fin (y en las circunstancias más convenientes para sus intereses), el honorabilísimo Presidente del Gobierno para dar explicaciones sobre un incomodísimo caso de corrupción que lleva salpicándole (a él y a la práctica totalidad de su partido) y se da uno cuenta, por enésima vez, que vive, ahogándose, en un infesto pozo de mierda. El olor es insoportable y cada vez que los pulmones se llenan de aire se acercan, un poco más, a la más letal de las intoxicaciones. En la radio, en los periódicos, en la televisión...
el marrón putrefacto lo tiñe todo. Hoy ha sido peor que ayer, y todo apunta a que será mejor que mañana. A poco que se levanten las alfombras, aparecen, como si de una mala película de casas encantadas se tratara, todo tipo de horrores en forma de adjudicaciones opacas, obras públicas, en el mejor de los casos, inútiles, micrófonos ocultos y muchos, muchos sobres.
La monstruosa imagen concebida por Matt Taibi en su imprescindible artículo ''La gran máquina americana de hacer burbujas'', en donde se nos presentaba a los
políticos de la primera súper-potencia mundial como una élite extractiva disfrazada, a la hora de ejercer su noble oficio, de calamar-vampiro, por supuesto es extrapolable a casi todas las clases dirigentes de todo el mundo. Nuestro país, como a estas alturas debe(ría)mos saber todos, no es la excepción en lo que a asuntos fecales concierne. Argentina, por lo visto, tampoco. Pablo Trapero, uno de sus cineastas actualmente más activos (en todos los sentidos de la palabra), lleva mucho tiempo intentando dejárnoslo claro. Desde sus retratos más intimistas hasta sus estudios más trasversales, se ha desprendido de cada uno de sus trabajos la misma sensación de que el pozo de excrementos antes comentado, realmente existe, y de que, por si había alguna duda al respecto, estamos hundiéndonos en él.
A pesar de que 'El estudiante' esté dirigida y escrita por Santiago Mitre, destaca en los títulos de crédito, por encima de cualquier otro nombre, el del mencionado Trapero. Así pues,
los primeros compases del filme, muy cercanos a los de la tragicomedia romántica universitaria (en la que los arrebatos hormonales acostumbran a camuflarse de pedante inquietud intelectualoide... si el que dispara chorradas es un argentino, entonces cuesta horrores pensar en un escenario peor), son poco más que un -aburrido- amago de presentación para la auténtica chicha. Roque Espinosa, un estudiante rebotado de dos carreras distintas, vuelve a Buenos Aires para conceder una tercera oportunidad al mundo académico. Como nos ha pasado a muchos, las ganas, el interés y el ímpetu de los primeros días se van diluyendo rápidamente entre aburridas clases magistrales, de modo que toca buscar el encanto del curso más allá de los apuntes.
Cuando el bueno de Roque cree haber encontrado al amor de su vida, lo que en realidad ha sucedido es que se han abierto, delante de sus narices, las puertas de esa tan perseguida y mortífera ilusión a la que llamamos poder. Volviendo a Taibi, la revista Rolling Stone dejaba constancia de cómo aquel calamar-vampiro gigantesco e insaciable, anteponiendo los intereses personales a los colectivos, conseguía que sus tentáculos llegaran y asfixiaran todos los recursos que le interesaban.
El sector educativo, es sabido, por muchos -bochornosos- recortes a los que esté sometido hoy en día, es uno de los bienes más preciados que posee un país, sin importar las latitudes en las que éste se encuentre. Es por esto que no es de extrañar que los peces gordos que mueven los hilos, hayan fijado también su vista en las aulas.
Mitre lo sabe. Desde luego, Trapero también. Conscientes de las funestas consecuencias que esto puede conllevar no solo para el sistema educativo, sino también para una escala de valores día tras día menospreciada, van
metiendo, sin piedad, al espectador, en un perverso juego de tronos en el que, como marca el guión, las apariencias engañan y además se convierten en el mejor instrumento para asestar la siguiente puñalada por la espalda. A pesar de una narrativa que destaca mucho más por sus carencias (ahí queda el desagradable eco de esa voz en off que parece más bien un parche de emergencia para tapar brechas) que por sus -escasas- virtudes (sin duda, éstas se encuentran más fácilmente en la concepción, y no en la ejecución), y a pesar de que, quizás por esto último, dé la sensación de que, una vez alcanzada la meta, quedan todavía muchos frentes por cerrarse,
el interés por esta fábula perversa con sobreabundancia de cerdos (y por supuesto de calamares) no decae, al tener ésta una escala híper-ajustable (rectorías, ministerios y otros altos cargos gubernamentales se funden con una facilidad que, literalmente, asusta) y al convertirse, sin que apenas nos demos cuenta, en un acertado estudio sobre el acomplejante peso del -irresuelto- pasado en un país (en el que por desgracia pueden verse reflejados muchos otros) subyugado por los gestos huecos, por las sonrisas traicioneras, por las influencias de usar-y-tirar... y una lista interminable de otras falsedades. Y así hasta llenar el pozo.
Nota:
5,4 / 10
por Víctor Esquirol Molinas