Hace unas semanas, en un afortunadamente muy conocido programa de televisión, la también muy notoria cara visible de éste indagaba sobre la preocupante poca repercusión que a la larga ha acabado teniendo el accidente de metro con más muertos en toda la historia de España. No se trataba simplemente de mostrar que los responsables de dicha catástrofe se fueron de rositas, lo que también buscaba dicho espacio era averiguar cómo diablos había sucedido esto último. La trama de complots sobrevolando todo lo referente a la red ferroviaria valenciana es, por supuesto, una maraña en la que es demasiado fácil perderse. Está claro que hay que apuntar bien alto a la hora de tirar las piedras. Pero, ¿y si parte de la culpa la tuviera una población que no mostró el interés y/o indignación suficientes para que este drama humano no quedara relegado demasiado pronto al sucio pozo del olvido? ¿Y si lo realmente espeluznante de este expediente fuera que, siete años después, más allá del Turia, ya nadie se acordase de lo sucedido?
Quizás lo más perverso del sistema (llámese también ''gran aparato'', llámese también ''gran mecanismo''...) que controla nuestras vidas es su abominable capacidad para crear escándalos. Éstos se suceden a tal velocidad y cada uno responde a una naturaleza tan exageradamente diferente a la del anterior que cuesta horrores no pensar que aquí, lo único que nos gobierna es un terrorífico caos. No obstante, y abrazando ya la teoría de la conspiración, la imagen general de este desorden nos deja con la muy inquietante conclusión de que no hay nada mejor para tapar un escándalo que otro escándalo... a poder ser, más gordo todavía. Lo injustificable, cuanto más destructivo sea, más capta nuestra atención. No obstante, la resolución tarda en llegar -especialmente en nuestro territorio-, y mientras no se descubre la verdad, ya ha explotado en nuestras narices una nueva bomba que vuelve a ponerlo todo patas arriba. Para que este círculo vicioso se alargue hasta el infinito -y más allá-, solo hace falta la imaginación humana, que como es sabido, y como sucede con su estupidez, es infinita.
Lo más triste de 'Díaz: No limpiéis esta sangre' no es que esté basada en hechos reales... es que ella misma es tan real que asusta. Huele a la verdad más putrefacta, muy por encima -en el mal sentido- de la más prolífica de las imaginaciones. Todo sucedió en 2001, año que en la memoria colectiva aparece en un horizonte muy lejano... casi olvidado, pues desde aquel entonces han llovido muchos escándalos. En aquel entonces, a la ciudad italiana de Génova le tocó doctorarse a la fuerza en esta tan poco agradecida materia. Antes de que un muy escandaloso mar de sangre arrasara sus laberínticos pasajes, el ambiente que se vivía a pie de calle no era el más propicio para la calma y el sosiego. Es, esencialmente, lo que siempre sucede con las reuniones del G8. Cuando los líderes de los países más industrializados del mundo coinciden en un mismo sitio, el comité de bienvenida no es precisamente el más cordial. Es sabido.
Pero en Génova algo era diferente. Sería por el malcontento instaurado por la acción del gobierno Berlusconi, que empezó demasiado pronto a dar muestras de lo que iba a dar de sí su lastimero legado (herencia que, parece, va a seguir dando sus frutos... por llamarlos de una manera). Sería porqué el pueblo llano ya había tomado consciencia de todo lo que estaba en juego en este tipo de reuniones. Sería tal vez por la históricamente contrastada accesibilidad de una urbe que siempre ha recibido a sus visitantes con los brazos abiertos, importándole más bien poco el credo que profesara. La conjunción de todos estos elementos puso en el mismo escenario a posiciones demasiado radicales, tanto en sus planteamientos como en las irreconciliables diferencias que los separaban. El caldo de cultivo perfecto para una tragedia que no tardó en hacer acto de presencia.
El resto es una amalgama de imágenes, portadas de periódico y recuerdos borrosos. Un furgón policial, unos disparos, sangre y el cuerpo inerte de un joven sobre el asfalto. Gritos, caos y confusión... y un brevísimo lapso hasta llegar al siguiente estallido. Éste se dio en la escuela Díaz, donde la policía confió/deseó/decidió encontrar a los cabecillas del grupo antisistema Black Block; al enemigo que había estado primero amargándoles la existencia y después escabulléndoseles de las manos una y otra vez. O a quién hiciera falta. Durante los últimos días se habían cruzados muchas líneas... ¿qué importaban unas cuantas más? El ambiente previo tampoco invitaba al optimismo. Y efectivamente, la experiencia se saldó en lo que más tarde sería definido por Amnistía Internacional como ''la más grande suspensión de derechos democráticos desde la Segunda Guerra Mundial''.
Rescatando la mejor y casi olvidada tradición del periodismo de investigación, Daniele Vicari y su equipo hacen una reconstrucción minuciosa y sin concesiones del escándalo. De la masacre, de la carnicería que las fuerzas del presunto orden perpetraron contra un grupo de estudiantes y periodistas que aprendieron de la peor de las maneras que en este mundo pagan justos por pecadores. El gran público, que más de una década después seguramente lo había olvidado, tiene la ocasión dorada de recordarlo. Y lo hace gracias a la precisión y total compromiso con la causa por parte del cineasta de Collegiove (cuya figura debe resaltarse incluso teniendo en cuenta el incomodísimo hecho que cierta entidad financiera, símbolo de los poderes fácticos contra los que se nos dice que nos rebelemos, haya co-financiado la cinta en cuestión). La presentación de los personajes, obviamente condicionada por la gravedad de unos sucesos que los superan a todos, es relativamente escueta (40 minutos dedicados a este efecto en un metraje que sobrepasa las dos horas de duración) pero más que suficiente empatizar tanto con las víctimas como con los verdugos.
Una vez afianzado el factor humano, es hora de que los actos hablen por sí mismos. Vicari les da voz y lo hace como exige la ocasión: de manera brutal, exagerada, visceral y, desde luego, dolorosa. La película es, vaya esto por delante, una tortura. Pero no para nuestros ojos, sino para nuestras conciencias aletargadas, porqué puede que aquella noche todo el mundo estuviera mirando... pero a la mañana siguiente los ojos ya estaban puestos en otro escenario. Para redirigir la escurridiza mirada, entra en escena el alma del Paul Greengrass más rabioso y valiente. ¿La 'Bloody Sunday' italiana? Sí, en cuanto a dramatización perfecta (sincera, contundente y tan exagerada como la realidad que plasma), al servicio de una denuncia libre de ataduras que lleva a la audiencia al estado de conmoción que jamás debería haber abandonado. Lo que venga después vuelve a depender de nosotros. Mientras, la justicia espera... o desaparece para evitar un nuevo escándalo, confiando en que la sangría cese algún día. Mientras, la memoria se sumerge de nuevo en la amnesia, seguro. Pero al menos espera a que películas como 'Díaz: No limpiéis esta sangre' nos digan a grito pelado que lo recordemos todo, pues la sangre olvidada no mancha.
Nota:
7 / 10
Por Víctor Esquirol Molinas