Olivier Assayas es sin duda uno de los directores que mejor ha sabido hacer suyo este tan maleable (y por esto tan difícil de interpretar) concepto que responde a la siguiente encadenación de palabrotas: ''cine de autor''. Nunca está de menos recordar que el séptimo arte ante todo es (y lo sabemos todos) una industria que necesita, como cualquier otra, la promesa (más bien las pruebas pringosamente palpables) de que el flujo de dinero no va a ser cortado por ninguna anomalía indeseada. Hay que darle al pueblo el pan y el circo que parece que pide. Lo de quién creó las necesidades de quién ahora mismo no viene al caso. Lo importante es que el manual -y la práctica- nos dice que el estudio, esta entidad diabólica que también ha caído en el inquietante pozo de lo inconcreto, es quien lleva las riendas, sea cual sea el proyecto. El director de esta hipótesis es un mero títere al servicio del mayor beneficio -económico- común.
Es quizás por este panorama desgraciadamente tan generalizado que se han acabado creando determinadas mecas fílmicas (véanse los festivales más prestigiosos) en las que poder reverenciar el milagro de la supervivencia de esos locos osados capaces de obrar otro milagro:
que su criterio prevalezca por encima de la homogeneidad impuesta por los peces gordos a los que, tarde o temprano, y siempre de alguna manera, hay que rendir cuentas. El cine de autor es pues aquel logro (¿se acepta?) que da fe de la
independencia inviolable e innegociable del artista. Es también el lugar de encuentro del que muchos profesionales (aunque no lo admitan) quieren formar parte. Para lograr esto, hay quien tira de efectismos, por muy paradójica que pueda llegar a sonar la jugada. Hay quien reivindica su firma de forma rabiosa: aullando, dando patadas al aire y mordiendo al grito de ''¡YO!'' siempre que se les presente la ocasión... y si esto no sucede, se la hacen venir. No problemo.
En el otro lado de la balanza tenemos a tipos como Olivier Assayas, que
saben tan bien a lo que juegan, y lo saben desde hace tanto tiempo, que a estas alturas ya no se ven con la necesidad de rendir cuentas (absolutamente a nadie) sobre unas intenciones que marcan ellos y solo ellos. No por ser -prácticamente- invisible deja de existir un arma que, por supuesto es de doble filo. Poco importan los antecedentes en el currículum, mucho menos las sinopsis y las opiniones que nos hayan podido llegar sobre la película de marras. Lo único seguro es que la audiencia que esté dispuesta a enfrentarse al reto va a gozar de total libertad a la hora de descifrar qué demonios está viendo. 'Después de mayo', una de las pocas propuestas que se salvaron de la quema en la última y muy complicada -para variar- edición del Festival de Cine de Venecia, no es la excepción a la regla.
En la esperadísima para algunos 'Después de mayo' (más todavía después de 'Carlos', faraónico y último trabajo hasta la fecha del director francés en forma de biopic dedicado a la controvertida figura del Chacal), el siempre interesante Assayas se enfrenta al complicado reto de hacer
resucitar el mítico -y algo cansino- mayo del 68, o para ser más concretos, las secuelas que éste dejó. Siendo ésta una pieza con marcado tono autobiográfico, Monsieur Olivier construye su discurso a partir de la reconstrucción de sus memorias. La linealidad y la continuidad son, para mayor horror de los más vagos, poco más que dos quimeras.
Cine de autor libre de ataduras, como exige su propia -y a veces olvidada- definición. Cine de momentos, cine sincero que no se acomoda en la facilona nostalgia, sino que nos muestra las luces y las sombras (sobre todo lo segundo, mostrando en reiteradas ocasiones una deliciosa fijación por lo -lisérgicamente- siniestro) de una generación y de unos tiempos marcados por la violenta y desesperada ruptura con el pasado más inmediato.
Lejos de la mitificación sistemática, la valentía de este producto que parece condenado, desde su primer fotograma, a caer en la brecha insalvable entre crítica y público, se percibe en la actitud de unos personajes que, en plena facultad de su conciencia, no se ven forzados en ningún momento a caerle bien al observador. Como es habitual en su carrera,
el director y guionista francés pone a prueba a un espectador que si es capaz de seguirle el ritmo y conectar con su onda, tiene asegurada una experiencia cinematográfica excepcional, difícilmente repetible con cualquier otro autor... lo cual no quita que
el aburrimiento en potencia (esto no puede ocultarse) sea irónicamente épico. Aunque siendo justos, lo de apoyarse en una notoria excusa histórica para retratar a la adolescencia como la revolución fracasada (en cristiano, ''bluf'') por excelencia es prácticamente lo mismo.
Nota:
6 / 10
por Víctor Esquirol Molinas