''¡Ahora es el momento ideal para tener un hijo!'', nos dice una y otra vez un amigo que hasta hace relativamente poco, seguía viviendo en Shangai. La razón de esta desaforada pasión para hinchar la natalidad se debe a que en su China natal éste es el año del dragón, ergo todo crío concebido en este periodo nacerá con las cualidades de dicho ser mitológico, lo cual en el futuro seguramente le permitirá, entre otras cosas, conquistar sus propósitos con sangre y fuego. Una perspectiva por lo menos interesante. En occidente no debe gustarnos vernos igualados a vulgares y denigrantes animales (¿se imaginan lo retratado que hubiera quedado un banquero de haber nacido en el año del cerdo?), de modo que echamos la mirada hacia algo más nuestro: los tótems de la cultura popular.
Véase Blancanieves. Ignoro si al final de este curso académico voy a sacarme de una maldita vez la igualmente maldita carrera de derecho (sí, derecho, ¿qué pasa?), pero tengan por seguro que estoy meditando seriamente el mostrarle al Ministerio de Educación mis entradas de cine de esta temporada para que me las cambien por un bonito diploma con la firma de la casa Real, en el que se acredite que el portador de dicho papelito es un consumado maestro en la obra de los hermanos Grimm... o al menos un más que acreditado conocedor de las versiones que Hollywood nos ha ofrecido de ella a lo largo de este año.
Y es que si 1998 fue el año de la hormiga ('Antz' y 'Bichos' dieron buena cuento de ello) y un lustro después pudiera nombrarse aquel año como el del pez (en aquel caso, 'El Espantatiburones' contra 'Buscando a Nemo', otro round del apasionante e híper-morboso combate pugilístico Katzenberg Vs Eisner), 2012 puede considerarse sin duda el año Blancanieves. Con el recuerdo de 'Blancanieves (Mirror, Mirror)', último trabajo del siempre interesante Tarsem Singh, todavía fresco en la memoria, y sin apenas tiempo para acabar de digerir la acertadísima elección de Julia Roberts como bruja malvada que se niega a ceder su trono de la belleza -¿lo pillan?-, llega a las pantallas de todo el mundo otra adaptación del mismo cuento, ésta última, con verdaderas intenciones -y posibilidades- de dejar huella en la taquilla.
Para ello, nada mejor que un presupuesto más que generoso y un elenco estelar (confeccionado tras numerosos abandonos) capaz de arrastrar multitudes a la sala de cine. Para asegurarse de que este lujoso crucero llegue a buen puerto, entra en escena el capitán Rupert Sanders. ''¿¡Y tú quién eres!?'', preguntó Cristiano Ronaldo a Pedro Rodríguez durante una de los muchas tanganas producidas a lo largo de un famoso clásico. El jugador canario del Barça no contestó, quizás por la rapidez con la que sucedió todo, pero la verdad es que el portugués le dio, sin saberlo, un auténtico pase de la muerte. ''Soy el jugador que acaba de marcarte un gol'', debería haber respondido el culé, ya que a veces, los hechos hablan por sí solos, y son la mejor carta de presentación.
Rupert Sanders, consciente de ello, sabe que lo que necesita es marcar terreno desde el principio, una tarea para nada sencilla, sobretodo teniendo en cuenta que su película cuenta con dos gravísimos errores de base. Primero, ¿por qué diablos debería preocuparse la despampanante Charlize Theron de dejar por ser la más bella del reino cuando su principal rival en esta competición es la sosa de Kristen Stewart? No se sabe. Segundo, y sin movernos del apartado interpretativo, los designios del siempre cambiante star-system nos obligan a compartir el viaje con la mencionada Stewart, actriz, por llamarla de alguna forma, a la que, a juzgar por su cara, absolutamente todo le da asco... o tal vez una terrible sensación de somnolencia. Tampoco se sabe. El caso es que bajo el peso de su adormilada mirada, la reina, los enanos, el cazador y el príncipe quedan reducidos a poco más que basura.
En efecto, hacerse para la causa con los servicios de este proyecto de estrella surgido de la infame saga concebida por Stephenie Meyer es lo mismo que contratar a Sarah Jessica Parker para protagonizar una defensa tan descarada de la belleza exterior como lo fueron las no menos infames adaptaciones a la gran pantalla de la televisiva 'Sexo en Nueva York'. A esto se le llama una decisión contraproducente. Al margen de estos handicaps, decíamos que Rupert Sanders se pone inmediatamente manos a la obra, consiguiendo para su debut cinematográfico, un arranque sorprendente, vigoroso, y teniendo en cuenta las reglas del juego, casi perfecto.
El ''Érase una vez...'' de rigor adquiere un tono oscuro que nos sumerge de lleno en una pesadilla gótica tan bella como terrorífica. De esta combinación de cualidades se destila el combustible que alimenta este cuento de hadas reinventado para unos tiempos que, para bien o para mal, han hecho de la complejidad -en todos los sentidos- una de sus principales señas de identidad. Muy lejos queda ya el clásico Disney en el que una jovencita con el pelo negro como el carbón, cantaba alegres canciones junto a los animalitos del bosque y a unos simpáticos mineros. Por alguna razón, la sencillez del relato de los hermanos Grimm (que resultaba ser uno de sus principales encantos) ha dejado de ser un atractivo, de modo que se opta por sumir al producto en una profundidad en la que el director y su troupe acaban perdiéndose.
Y lo hacen porque este camino a seguir, a no ser que esté muy bien trazado -y no es el caso- traiciona tanto al espíritu de los Grimm, como al de cualquier producto cuyo presunto propósito debiera ser el servir al entretenimiento. Es aquí cuando surgen preguntas incómodas como ¿Era necesario hacer el amago de adentrarse en la psicología de la malvada -y auténtica estrella- de la función para terminar haciendo un dibujo tan simplista de ella? ¿Era necesario pasar de las saludables aventuras a una épica tan cogida por los pelos? Y la más importante de todas, ¿Era necesario tenernos más de dos horas sentados en la butaca? Por supuesto, la respuesta es un rotundo ''no''.
Una lástima, ya que lo que prometía ser un blockbuster memorable, y ligeramente distinto a lo que estamos acostumbrados, acaba convertido en ''simple'' y tontorrón mata ratos veraniego. A pesar de ello, este desagradable regusto en la boca tampoco debe hacer olvidar que cuando realmente se lo propone, 'Blancanieves y la leyenda del cazador' es una cinta que juega muy bien sus cartas. En este sentido, el as ganador está en el poderío estético de un autor que en sus trabajos publicitarios (a destacar los anuncios desarrollados para la plataforma de videojuegos de Microsoft) ya había dado señales de saber cómo causar impacto en la retina de la audiencia.
Sentando un solidísimo campamento base en un estupendo diseño de producción, una a ratos muy acertada partitura compuesta por el siempre cumplidor James Newton Howard, así como en diversos iconos pop (la reciente revalorización de la fantasía medieval, merced sobretodo a la fantástica dupla George R. R. Martin & HBO, o el inmortal universo del Conde Drácula, por ejemplo), Sanders se dedica a lo que mejor sabe hacer. Esto es, desplegar un barroquismo visual que más que antojarse cargante (que no ridículamente recargado, como en la estéticamente hermanastra 'The Tempest', ruidoso desastrillo shakespeariano a manos de Julie Taymor), impacta (como en todas las apariciones de la reina Ravenna) y deslumbra en los momentos de máxima inspiración, como en la presentación de la panda enana (ojalá Peter Jackson haya tomado buena nota de cara a 'El hobbit'), la primera y escalofriante visita al bosque oscuro, o las secuencias rebosantes de vida, en las que incluso parece que asistamos al milagro de ver materializarse las ensoñaciones que compartiera con nosotros el maestro Hayao Miyazaki en su genial 'La princesa Mononoke'.
Pero ya se sabe, los sueños de eterna juventud son solo esto: sueños que se convierten en venenosas pesadillas al verse enfrentados a algo tan sumamente feo como la realidad. Como sucede con el espejo mágico, la fuente de poder es al mismo tiempo el reflejo de las inseguridades de un autor con un potencial extraordinario pero al que todavía se le ve demasiado maniatado, ya sea por el anti-autoral sistema, ya sea por sus propios miedos a la hora de arriesgarse definitivamente. Sea como fuere, 'Blancanieves y la leyenda del cazador' es un interesante pistoletazo de salida a la temporada palomitera veraniega, dirigida por un joven príncipe algo verde en las artes que le han sido encomendadas, pero que apunta a convertirse, en un futuro más o menos lejano, a serio candidato al más bello de su reino.
Nota:
6 / 10
Por Víctor Esquirol Molinas