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'Julieta' - Si no te vas...

Vía El Séptimo Arte por 08 de julio de 2016
Vía El Séptimo Arte | 8 de abril de 2016 a las 12:30 | Por

Sé que lo nuestro (llámalo cariño, llámalo amistad, llámalo amor) ha alcanzado quizás ese punto de no retorno en el que ya no haya nada que hacer. Sé que una vez llegados aquí, la peor decisión sería la de seguir juntos. Porque te necesito, y tú me necesitas a mí, pero juntos, no nos aportamos más que dolor. Nos estamos destruyendo el uno al otro. Lo entiendo, de veras, y en el fondo sospecho que, tal vez, a la larga, esta separación va a ser la mejor decisión que hayamos tomado en nuestra vida. Aun así, no puedo (ni quiero) evitar ser egoísta, y dejar de pensar en lo que el corazón me pide ahora mismo, de modo que... Si no te vas, te voy a dar mi vida. Si no te vas, vas a saber quién soy, vas a tener lo que muy poca gente. Algo muy tuyo. Mucho, mucho amor. Ay, cuánto diera yo por verte una vez más, amor de mi cariño. Por Dios que si te vas me vas a hacer llorar como cuando era un niño. Si tú te vas se va a acabar mi mundo, el mundo donde sólo existes tú. No te vayas, no quiero que te vayas porque si tú te vas, en este mismo instante, muero yo.

Y claro, ¿cómo te quedas? Ya puestos, dime, ¿cuánto has tardado en leerlo? ¿Y en asimilarlo? A la hora de interpretarlo, que de esto se trata, Chavela, según cómo tuviera la noche, podía liquidarlo en poco más de dos minutos, pero si las palabras despertaban demasiados sentimientos (que de esto va también el asunto), la duración de la función podía hasta quintuplicarse. No hay tiempo previamente pactado que pueda respetarse. Cada persona, y cada situación, requiere el suyo. Pedro Almodóvar, por ejemplo, necesita más de hora y media para solventarlo. El dolor, el auténtico, el que más duele (y perdón por la obviedad), tiene esto, que cada uno lo lleva como puede; que para ello no existe un manual sobre cómo gestionarlo; que cada uno lo lleva, y lo sufre, como mejor sabe. Chavela vivía con él, y se acostumbró tanto a su compañía, que no le quedó otra que compartirlo con los demás. Por aquello de aligerar la carga, pero también por lo de recordarnos que el arte, en parte, está aquí por esto. De nuevo, no existen (o no deberían) hojas de ruta al respecto, las entrañas no entienden de esto.

En el año 2016, y con una veintena de películas a sus espaldas, al director más internacional con el que cuenta nuestra cinematografía se le nota, y de qué manera, el libro de estilo. No es algo malo, sino seguramente la reafirmación de uno de los sine qua non de su autoría. Su cine aparentemente poco tiene que ver con el de sus movidísimos inicios, pero en esencia, conserva todo aquello que en un principio lo hizo distinto del de los demás, y poco después lo elevó ya como manifestación artística única y, en parte por ello, preciosa. En otras palabras, el buen envejecimiento del genio nos ha llevado a una fácilmente constatable sofisticación en su forma de expresarse, pero detrás, sigue habiendo la misma voluntad de agitar, mezclar y remover aquello que parece que sólo pueda hacerse a través de gritos, bofetadas y grandes catarsis. Pero no. No necesariamente. Está claro, las formas cambian, pero la esencia se mantiene. El volcán ya no ruge, pero sigue echando humo; la actividad no se reduce a simples indicios, sino que queda registrada en incontestables evidencias sismográficas.

Dicho de otra manera, quien tuviera que esperar fuera de la sala durante aquel pase (el que fuera) de 'Julieta', seguramente no le quedaría otra que quedarse (más allá de algún brote voyeur) con aquello que le indicaban los decibelios que se filtraban a través de las puertas y las paredes de la sala. No debió sacar mucho de la experiencia... hasta toparse, al final de todo, con la cara de algunos de los asistentes. Durante la proyección, las orejas no habrían detectado síntomas de grandes broncas, ni de arrebatos marca de la casa en la banda sonora de Alberto Iglesias, y sin embargo, ahí estaban algunos, atestiguando un sufrimiento que iba mucho más allá de la dimensión del oído. Por supuesto, esto no era suficiente ni para con Chavela. En el caso de Pedro, hablamos de cine, claro; de cine en estado puro, con lo que efectivamente, hacen falta más sentidos. La cuenta no se detiene con la vista, sino que debe seguir hasta alcanzar el intangible de la sensibilidad, fruto de la unión no sólo sensorial, sino, por supuesto, sentimental.

Tras su genial pero algo fallido último garbeo con la comedia, Almodóvar vuelve en 'Julieta' al drama puro. Estableciendo el punto de partida en la adaptación del mundo literario de Alice Munro, nos topamos con una historia que, a manos del manchego, podría llevarnos, en más de una ocasión, a la tentación del déjà vu. Grosso modo, loc conceptos familia y tempestad se nos vuelven a presentar como sinónimos indisociables. La circunstancia, que en cualquier otro caso habría sido un handicap casi insalvable, se salda aquí con . Las formas, ni falta hace decirlo, son fundamentales. Tanto, que el narcisismo, que lo hay, es compartido; tanto que el ''cómo'' supera al ''qué''; la narración a lo narrado... en fin, el séptimo arte, a todo lo que se le intenta parecer. No hay dudas al respecto: después de la maduración, viene la sublimación, y ahora mismo, nos encontramos en este punto. Volvamos, por ejemplo, a la partitura de Iglesias, en la forma en que ésta renuncia a sus tradicionales picos de intensidad, para convertirse en un implacable hilo conductor emocional. Hablemos de la magia en la puesta en escena, en cómo las mismas sábanas, que respiran cual animal herido, presencian tanto la pasión del amor más ardiente, como el sobrecogedor último momento de lucidez de ese ser querido. Hablemos, para seguir con los ejemplos, de cómo Adriana Ugarte y Emma Suárez, colosales ambas dos, se convierten en las dos caras de una moneda (la de un universo femenino inconfundible) que brilla como casi nunca antes lo había hecho.

Hablemos de cómo la contención, magistralmente gestionada, golpea mucho más fuerte que la truculencia, en cualquiera de sus formas. De cómo la distancia ya no se mide con el sistema métrico, sino con segundos, minutos, horas, días, semanas, años... con tartas de cumpleaños arrojadas al cubo de la basura, y por supuesto, con litros de lágrimas. De cómo el amor puede ser la fuerza más destructiva de todas (y no, no es cursi, es desgarrador). De cómo el Silencio (que así iba a titularse en un principio la película, por cierto), atronador donde los haya, se convierte en el magnificador perfecto de una culpa brutalmente catalizada por la amargura de la pérdida. El dolor, ya lo ven, es omnipresente, y el que se lleva en silencio, es el que más duele. Por suerte, ahí está el cine (en forma de confesión epistolar en riguroso diferido) para darle voz; para tratar de arreglarlo todo, o para que al menos podamos purgar con él buena parte de esta pena que nos persigue a través del tiempo. Por suerte, ahí está Pedro Almodóvar, en una de las cimas de su carrera. Con él, cada intérprete eleva su nivel hasta mucho más allá de sus aparentes posibilidades, la escenografía se convierte en puro duende y la narrativa adquiere la hiriente forma de una foto familiar hecha trizas. El séptimo arte, en definitiva, encuentra su razón de ser. Y que no se vaya, por favor, porque si lo hace, en ese mismo instante, morimos. Seguro.

Nota: 8 / 10

por Víctor Esquirol Molinas
@VctorEsquirol


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