Entre baguette y baguette, al pobre Martin se le escapaban cada vez más suspiros. En éstos,
se le iba de paso buena parte de su propia vitalidad. Podía contar con los dedos de las manos los años que habían pasado desde que su padre muriera y, consecuentemente, él se viera obligado a volver a Normandía para recuperar el negocio familiar. Tampoco hacía tanto de esto, le decía el calendario, pero las entrañas opinaban que ya había pasado, mínimo, una eternidad y media. Con su carnet de identidad, pasaba tres cuartos de lo mismo. Cada noche, antes de irse a dormir, y cuando se aseguraba que nadie le miraba, sacaba de la cartera aquel maldito documento, localizaba la calculadora y se ponía a hacer restas. ''Veamos, si hoy estamos a... y yo nací el... esto significa que...'' Aquello no eran matemáticas, era auto-fustigación pura y dura. Su ojos veían aquella terrorífica cifra, pero su cerebro se negaba a procesarla. ''No. De ninguna de las maneras... esto no puede ser''. El pobre Martin se había hecho viejo, pero él no se sentía así. ¿Qué le había pasado? ¿Cómo había llegado a este punto?
Varios factores. El primero, el más obvio. La edad, que por mucho que no fuera aceptada, seguía estando ahí. Pesando. El segundo, la memoria, recordatorio constante de lo que hubiera podido llegar a ser... pero nunca fue. El tercero, la ubicación. La campiña francesa, realmente a pocos kilómetros del mundo civilizado, pero por lo visto, a varios siglos de distancia. El aislamiento, que no sólo era geográfico, era asfixiante. El cuarto era el más importante de todos porque, básicamente, era el resultado lógico de la suma de todos los puntos anteriores.
Martin, literato devoto, y de profesión panadero, se aburría. Se aburría soberanamente. Tanto, que a veces pensaba que el tedio en el que se había sumido su día a día, algún día de estos le impediría respirar. Éste sería su triste final. Cuando menos lo esperara, la pesada de su mujer, harta de que sus grititos no encontraran respuesta, iría corriendo a la trastienda para pegarle la enésima bronca, y ahí se lo encontraría, tendido sobre la mesa, nadando, en ridículo rigor mortis, en la harina que a lo largo de la última eternidad y media, se había convertido en su sustento y condena.
Hasta que dos nuevos elementos se introdujeron en la ecuación, cambiando para siempre el resultado final de todas las variables. Cuando parecía que el aburrimiento normando iba a invadir los últimos rincones del alma de Martin, aparecieron los nuevos vecinos. Una joven pareja de recién casados británicos, dispuestos ambos dos a vivir un sueño romántico a la francesa, alejados de los negros nubarrones de su país natal. Él se llamaba Charlie y ella Gemma.
Gemma Bovery. ¿Perdón? ¿Cómo ha dicho? ¿Gemma Bovery? Indeed. Al panadero se le iluminaron los ojos, y por primera vez desde hacía una eternidad y media, se acordó de sonreír. Éste podría ser perfectamente el punto de partida de 'Primavera en Normandía' (horrorosa traducción del título original 'Gemma Bovery'), si no fuera porque el grueso de la narración está planteado a modo de flashback que, en principio, pretende esclarecer las razones del drama con el que inicia la película. A saber, el bueno de Charlie ha montado una fogata en el jardín de su casa. En ella, arroja todo lo que le recuerde a Gemma... porque efectivamente, Gemma ya no está. Se fue. C'est la vie. Y a partir de ahí, a investigar.
Para ello, aparquemos los reparos morales, porque no hay nada mejor que el diario personalísimo de ella. Para todo esto, ya puestos, nadie mejor que
Fabrice Luchini, ilustre fisgón que aquí, cómo no, se siente como pez en el agua. Como ya hiciera en, por ejemplo, 'En la casa', se enfrasca (y nos enfrasca a nosotros, de paso) en la lectura de esos textos cuyo carácter prohibido no hace sino añadir incentivos (en forma de morbo, todos ellos) al asunto. De esto va, mayormente, la nueva película de Anne Fontaine, y de esto iba también, la novela gráfica originaria de Posy Simmonds.
De la -irresistible- tentación del voyeurismo. De cómo ésta se convierte, irónicamente, en el mejor espejo de nosotros mismos. De todo y, claro está, del aburrimiento. A Flaubert y a su Madame Bovary nos remitimos. El resto corre a cargo de esa pedantería tan característica de la región (hablamos tanto de Normandía como de Francia, en general), eternamente obcecada en
que la ficción artística se encuentre con la farsa vital. Manías intelectualoides... tics de gente que, evidentemente, se aburre a más no poder.
Afortunadamente, Fontaine es consciente del origen del problema, con lo que decide poner la distancia suficiente entre narrador y narración. Con esto, y con un
muy hábil juego con los puntos de vista, consigue convertir esta 'Primavera en Normandía' en un divertido y desconcertante (en el mejor de los sentidos) artificio que
rinde muy bien tanto en la reflexión como en el ''simple'' entretenimiento. Como recopilación de infidelidades conyugales, satisface por la carnalidad de la Arterton y de sus compañeros de baile; como maliciosa y juguetona manipulación de los tópicos que rigen en el género del drama romántico (y ahora sí que sólo hablamos de cine) sorprende, y a ratos cautiva, por esa inquietante e hilarante mirada de Luchini, entrañablemente grimosa, con la que, una vez más, uno puede verse tan fácilmente identificado. El rush final (que recordemos, es en realidad el inical), tan alocado en el contenido como lúcido en las formas, confirma las buenas sensaciones que la directora ha ido insinuando a lo largo de una primera hora y cuarto de metraje en que
drama y comedia se han sucedido con la misma gracia en que realidad y ficción se solapan en los buenos universos meta-artísticos. Que no nos pueda el aburrimiento al que normalmente nos somete la cartelera. Las apariencias engañan, y ésta, por todo lo comentado, no es ni mucho menos ''una película más''. Es algo especial. Casi único.
Nota: 6,5 / 10
por Víctor Esquirol Molinas
@VctorEsquirol